miércoles, 26 de enero de 2011

CASTIGADOR Y ANIMAL PELEÓN PERVERSO Y AUDAZ...



El guardia jurado que controla las cámaras situadas en cada salón del Archivo General de Navarra no observa nada raro en la pantalla que le muestra una vez más la tranquilidad nocturna de la sala gótica. Los documentos siguen dentro de sus vitrinas, y al fondo continúa intacta la urna con los despojos de no sabe qué rey. Eso es lo único que le interesa, al menos hasta que llegue su sustituto a relevarle por la mañana. No, desde luego no será él quien impida que la reunión convocada esta noche, la última en el palacio real, tenga lugar...

Y entonces el corazón que dejó de latir allí mismo el primero de enero del año 1387, vuelve a hacerlo con la fuerza de cuando estaba vivo, y a tan acompasado resonar, aumentado por el abrazo de las seis bóvedas de crucería levantadas por su antepasado Sancho, llamado "el Sabio", van acudiendo los espíritus familiares de Carlos II. El primero de todos el de su amada esposa Juana, mejor gobernante y diplomática que él en multitud de ocasiones. Luego los de sus hermanos Felipe y Luis. Juntos los tres, hicieron retemblar la tierra de Francia bajo los cascos de sus caballos engualdrapados con el carbunclo de Navarra. Llegan a continuación sus tres hermanas, María, Blanca e Inés, todas ellas reinas y señoras, y poeta además la última de ellas, que tuvo la desgracia de casar con el desalmado Gastón de Bearn, estando enamorada del muy excelente poeta y músico Guillaume de Machaut, tanto tiempo al servicio de su culto hermano...

Sus hijos tampoco quieren quedarse atrás: Carlos, que superó sus logros como monarca, pues mantuvo a su pueblo en paz, cosa que él consiguió muy pocas veces, aunque ambos lograron un auténtico milagro: que Navarra continuara decidiendo sus propios destinos en medio de tan poderosos vecinos; Pedro, que defendió con brío los intereses dinásticos en Francia, y Juana, que alcanzó el trono de Inglaterra.

Pero muchos otros responden a la llamada: el deheredado rey Pedro de Castilla, ni tan cruel ni tan loco como las crónicas pagadas por su hermanastro juzgaron; el bastardo Enrique, que logró por fin la corona con la ayuda del maldito mercenario bretón Bertrand Dugüesclin, el mismo que derrotó en Cocherel al ejército navarro, arrebatándole así sus tierras de Normandía. Ha venido también el caballero Olivier de Mauny, primo del anterior, un poco avergonzado todavía por haber intentado ser más listo que el rey de Navarra cuando después de fingir mantenerlo cautivo en su castillo de Borja, quiso cobrar más de lo acordado...

Y allí están también los caballeros que disfrazados de carboneros le libraron de su prisión en el castillo de Arleux, con el fidelísimo Ferrando de Ayanz a la cabeza; y el taimado caballero castellano Pedro Manrique, no lo suficientemente astuto como para apresarle en el puente de Logroño; y a su lado el alferez que supo mantener a salvo el estandarte real en tan peligrosa ocasión: don Martín Enríquez de Lacarra, que llegó empapado, pero vivo, a Viana tras arrojarse al Ebro para salvar su vida y su bandera...

Y por supuesto no faltan tampoco los barones normandos que el malvado rey Juan de Francia ordenó decapitar por ser partidarios de Carlos en sus dominios de Evreux: el señor de Graville, el conde d'Harcourt, Maubé de Mainemares y mosén Colín Doublet. Toda la ciudad de Rouen vistió de luto y adornó sus calles con las armas de Carlos para sus impresionantes funerales. Y al fondo destella la negra armadura del príncipe Eduardo de Gales, tantas veces aliado del rey. Está conversando amigablemente con otros dos amigos leales: el obispo Robert le Coq, al que acogió en su exilio cuando tuvo que huir de Francia, y el preboste de los comerciantes de París, que fue capaz de colocar el capirote que combinaba el color rojo de Navarra con el azul de la ciudad de París en la testa del mismo Delfín de Francia, y pagó con su vida tal atrevimiento...



Como los caminos del Señor son inescrutables, es muy posible que esos dos colores, el rojo de Navarra y el azul de París, acabaran atrapando en 1789 al blanco propio de los Borbones, conformando así el mayor símbolo republicano que hoy existe, lo cual significaría un triunfo póstumo de Carlos frente a la monarquía francesa que, si por una parte le hubiera hecho muy feliz, por otra no dejaría de apenarle, pues mucho luchó por ceñir aquella corona. Pero eso es ya otra historia...

En el rincón más alejado, como si aún quisiera esconderse de la ira de su señor, está el caballero traidor Juan Ramirez de Arellano, que en plena invasión castellana del reino prefirió hacerse vasallo del príncipe extranjero en vez de mantener el juramento dado a su legítimo rey. No viene solo, que quiere pedir perdón para el descendiente que le acompaña, Diego Rámirez de Avalos, que escribió doscientos años después de todos estos sucesos una Crónica en la que para defender la memoria de su ancestro, vilipendió a perpetuidad la de Carlos II, que desde entonces carga con el injusto apodo de "el Malo", que otros muchos autores, sobre todo franceses, no tardaron en adoptar y difundir, aún a sabiendas de que sus propios soberanos fueron mucho peores que el navarro, que además tenía más derechos que ninguno de ellos al trono de Francia...

Y aún hay otra presencia más: una figura que, al contrario que las otras, no inclina su cabeza ante el palpitante corazón de Carlos II. No lo hizo en vida y no lo hará tampoco ahora. Es don Miguel Pérez de Egüés, sobrejuntero de Miluce, ahorcado por oponerse a los extenuantes impuestos de su rey. Es tan altivo ahora como lo fue sobre el cadalso con la soga al cuello, que siempre fue ese privilegio de quienes tienen la verdad y la razón de su parte...

Todos conocieron a Carlos II, pero ninguno lo juzga, que dejan esa labor para instancias más altas. La luz del amanecer comienza a brotar de los abocinados ventanales, y mientras cada uno de los reunidos se desvanece tan misteriosamente como apareció, el corazón de Carlos II vuelve a su inmóvil condición de siglos.

"Dios por su merced, li faga perdón", reza la caja que el pintor Jaymet le hizo en 1407. Y el artista lo tuvo tan difícil como yo, pues tal recipiente es demasiado humilde para contener el corazón de aquel hombre de pequeña estatura, pero de gran elocuencia e inteligencia. Igual que estas pocas líneas sólo pueden dar una lígera idea de su ajetreada existencia...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011