Palacio Real de Pamplona, 31 de enero de 1393
¿Cuánto, cuánto puede tardar en llegar a Navarra desde París
un jinete a galope tendido? ¿Cuánto las noticias –quizá excelentes, quizá no
tanto- que traerá con él? Agnes se lo pregunta una y otra vez mientras cuenta los
días, las horas que ella calcula que empleará el mensajero.
Sí, Agnes, la vieja y loca tía Agnes, que perdió la razón
por no poder soportar tantos disgustos y sinsabores causados por su condición de
princesa, y que ahora sobrevive gracias a la caridad de su sobrino el rey
Carlos III de Navarra, acogida en su corte como un trasto apolillado que no se
sabe muy bien dónde colocar. Pero no siempre fue así, y Agnes se agarra a aquellos
recuerdos “des bons temps” porque demasiado bien sabe que, al menos mientras no
llega el correo, hace tiempo que no tiene más aliada que su propia memoria.
Y por eso viaja, viaja con su mente al momento en que
participó, casi en primera línea de combate, a los desvelos de una de las
dinastías regias más importantes de la Cristiandad: los Evreux-Navarra. Aquella
cuyos miembros los cronistas llegaron a comparar con los dedos de una mano, así
de bien se llevaban todos los hermanos, actuando siempre al unísono de lo que
más conviniera a la familia. Pero ella, igual que su hermana Blanca, había
nacido mujer, así que su papel no estaba en el campo de batalla, sino en el de
la diplomacia, entendida como la oportunidad de establecer lazos nupciales con
otras familias importantes que ayudasen a acrecentar el poder de la Casa Real
de Navarra. A ella le tocó en suerte Gastón de Foix, el joven señor de Bearn,
el príncipe más influyente del sur de Francia. Por lo menos ambos tenían casi
la misma edad, cercana a los 17 años, lo que no era dato baladí en aquellos
matrimonios concertados…
Porque su hermana mayor, Blanca, que había sido prometida al
heredero de la corona, el príncipe Juan, tuvo la desgracia de haber nacido tan
bella e inteligente que llamó la atención de quien iba a convertirse en su
futuro suegro, el rey Felipe, que deshizo el compromiso de su hijo para casarse
él mismo con la pobre princesa navarra. Ella tenía apenas 18 años, él como
mínimo 56. Aunque Blanca tuvo suerte, y sólo tuvo que aguantarlo un año, el que
tardó en morir el repulsivo y decrépito viejo.
Los dos matrimonios se celebraron en París con una
diferencia de muy pocos meses, en el año 1349. Aquellos tres meses que vivieron
en París, fueron los únicos de relativa tranquilidad en doce años de vida en
común. Agnes los recuerda como si fuera ayer, aunque ya entonces comenzó a
entender que no tenía ni probablemente tendría nunca nada que ver con el
carácter o los gustos de su esposo, ya que ella había sido educada por su
madre, la reina Juana II de Navarra, en medio de una corte de poetas, entre los
que descollaba Guillaume de Machaut, el mejor músico y compositor desde los
tiempos del abuelo Teobaldo. De él había aprendido todo. Y todo quiere decir todo, porque no fue difícil
saltar de los versos de amor en papel (y Agnes demostró saberlos escribir tan bien o mejor que Machaut, como puede afirmar cualquiera que los lea) a los besos cruzados entre maestro y
alumna...
Supuesto estatuilla de Blanca de Navarra, hermana de Agnes, cuyo aspecto no sería muy distinto. Museo de los Claustros de Nueva York Hacia 1350 |
Todos en la corte navarra lo sabían, todos menos la reina
Juana. Aunque Agnes sospecha ahora, tantos años después, que su madre lo sabía
igual que todos, a pesar de que jamás le dijese nada al respecto. Probablemente
porque ella habría pasado por la misma situación cuando era joven, justo hasta
que la obligaron a casarse con Felipe de Evreux. ¿Habría amado ella en secreto
a otro poeta? Es lo más probable. Pero convertida ya en reina, sabe que los
amores imposibles son eso justamente: imposibles, y que las princesas son una
pieza importante en el tablero político, aunque no tan importantes como para
que no puedan ser sacrificadas en aras de un bien –supuestamente- mayor.
Y Agnes sabe que a ella la inmolaron en ese altar. Lo supo
en cuanto sintió los primeros desprecios de Gastón, cuando vio lo que entendía
él por hacerle un regalo. Como aquella vez que llenó el patio del palacio donde
residían de cabezas de lobos, ciervos y jabalíes, haciéndola nadar en un océano
de sangre, porque para él no existía otra cosa que la caza. Rodeado de sucios
monteros y ruidosas rehalas de mastines educados para matar a todo lo que se
moviera. Y cuando se cansó de matar animales, decidió matar personas. Primero
se fue hasta la lejana Prusia para perfeccionar sus métodos como asesino, allí
se dedicó a “matar paganos”, como los caballeros teutónicos y él consideraban a
los naturales de aquellas tierras. Y luego, cuando allí ya no quedaba nadie
para matar, volvió a Francia para perseguir a los Jacques, los campesinos que
habían osado rebelarse contra sus señores. Carlos II, el hermano de Agnes le
ayudó entonces en sus correrías, aunque no alcanzó nunca su nivel de crueldad.
Gastón de Foix, representado en su Libro de la Caza (Hacia 1387) |
Era el niño más hermoso del mundo, Agnes lo recordaba
siempre así, entre sus brazos. Lo veía como la promesa de que la situación con
su marido mejoraría al fin. Pero Gastón, que acababa de sumar a su lista de
trofeos a los Armagnac, los encarnizados enemigos de la casa condal de Bearne
durante décadas, tenía otros planes. Alegando que el hermano de Agnes aún no
había pagado la dote estipulada en su contrato matrimonial, urgió a su esposa a
que fuera a Navarra a reclamársela. Pero Agnes entendió rápidamente por qué lo
hacía ahora, cuando en los últimos doce años no se había preocupado de cobrar
tal deuda: sólo por los rescates que obtendría por liberar a sus enemigos recién
vencidos, la fortuna de Gastón se incrementaría vertiginosamente, así que no
necesitaba realmente la dote prometida por Carlos II para nada. No. Simplemente
quería librarse de una vez de su mujer, sobre todo ahora que le había dado por
fin el anhelado heredero, y vivir con Caterina y sus hijos sin tener que
ocultarse.
Agnes recordaba las hirientes palabras que le dijeron que
había dicho: “Y decidle que no se le
ocurra volver al Bearne sin el dinero”. Porque Gastón era valiente con
animales y personas indefensos, pero a su mujer no se atrevió a decírselo a la
cara, así que envió a su hermano bastardo, Arnaud Guilhem de Morlanne, para que
la expulsara del palacio condal de Orthez. Demasiado bien conocía Agnes el irascible
carácter de su marido y sintió el mismo miedo que cuando le anunciaban sus cada
vez más infrecuentes visitas. Pero conocía igualmente el orgullo desmedido de
su hermano Carlos II, y cómo jamás perdonaría semejante agravio –no porque la
hubieran insultado a ella, sino por haber menospreciado de tal modo a la
dinastía real de Navarra- ni le daría por tanto el dinero de la dote. Eso
suponía que jamás podría volver al Bearne, como Gastón le había
advertido. Por eso mismo decidió llevarse consigo todas sus posesiones, y
cuando ya las tenía todas cargadas en los mulos, el bastardo Arnaud, por orden
de Gastón, arrancó de las caballerías todas las valijas y baúles, dejándola
sólo con la ropa que llevaba puesta, y aún le quitó el abrigo que llevaba, para
recordarle que, si volvía sin la dote, “talmente
como una pobre mendiga debería buscarse la vida en Orthez”.
Era la gélida mañana de Navidad de 1362, y Agnes recordaba
perfectamente cómo, tiritando de frío sobre su mulo, y con las lágrimas de
rabia y de dolor que resbalaban por sus mejillas congelándose antes de llegar a
su barbilla, tuvo que emprender la huida hacia Navarra, dejando allí a su hijo
de apenas tres meses. No volvería a verlo hasta trece años después…
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2020