jueves, 26 de diciembre de 2019

PAZ Y GUERRA


Entre los muchos temas y papeles que hube de desechar para que la publicación de “Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar” pudiera algún día ver la luz, quiero rescatar ahora esta elucubración mía sobre uno de los maravillosos libros que sabemos que Carlos tenía en su capilla privada, descrito así en el inventario de sus bienes realizado tras su muerte en Barcelona, el día 23 de septiembre de 1461:

“Hun Salteri: en la primera carta ha cosides quatre patenes d'or,
les tres redones en que es figurat en la maior la Veronica, en la mijana
Sancta Maria de Montserrat, en la plus chica sent Angel de Pulla, e en la
Gran, feta a manera de patena larch, es hun sant de Englaterra appellat
Osmundus. Ab los principis en les capletres grans ab les istories de les
letres et cetera ab los tancadors dor e ab la cuberta de vellutat blau.”

Que el historiador francés Desdevises du Dezert tradujo así en el siglo XIX para su biografía del príncipe:

“Hay cosidas sobre la primera hoja cuatro patenas de oro, de ellas tres redondas; en la mayor se representa a la Verónica, en la intermedia a Nuestra Señora de Montserrat, en la más pequeña la imagen del ángel de Apulia (San Miguel del Monte Gárgano), y en la mayor, que tiene forma de patena larga (elíptica), hay un santo de Inglaterra llamado Osmundus (San Edmundo). Los títulos y las iniciales son de gran tamaño, e iluminados,; la cubierta es de terciopelo azul y los cierres son de oro”.

Aparte de lamentar una y mil veces que la espectacular –para su época- biblioteca del príncipe de Viana se dispersase, vendida al mejor postor para enjugar sus numerosas deudas, y de no dejar de soñar con lo que supondría  tener ahora mismo en el palacio de Olite (de donde salieron muchos de ellos) aquel centenar largo de libros preciosos, y como ya hablé largo y tendido del más importante de todos ellos (el Salterio de San Luís, que sólo podían poseer los miembros de la Familia Real de Navarra), quiero poner el foco en este otro Salterio. Y dentro de él, en ese detalle curioso del santo inglés San Osmundo, que Desdevises tradujo como San Edmundo, que aunque suenen parecido, no son, como veréis, los mismos santos.

Porque San Osmundo fue uno de los altos clérigos normandos que acompañó al duque Guillermo en la Conquista de Inglaterra del año 1066, y por eso mismo fue premiado con el obispado de Salisbury, diócesis que rigió con mano de hierro hasta su muerte en 1099.

Pero San Edmundo fue un rey sajón de cuando Inglaterra estaba dividida en pequeños reinos. Él concretamente gobernó Anglia Oriental entre el año 854 y el 870, y fue famoso por su piedad y ansia de saber. Resistió las acometidas de los vikingos daneses, hasta que el ataque conjunto de los jefes Hinguar (Ivar el Deshuesado) y Hubba (Uve Ragnarsson), provocó su captura y muerte. Según la Crónica de San Dunstan, Edmundo renunció a luchar contra los daneses, prefiriendo el martirio, siguiendo de ese modo el ejemplo del propio Cristo, que prohibió a Pedro luchar contra los judíos que venían a detenerlo. Mientras era ferozmente torturado, Edmundo seguía cantando los salmos de alabanza a Dios hasta que, cansados de escucharlo, los vikingos comenzaron a lanzar docenas de flechas contra él. Luego lo decapitaron, que es un método que podían copiar perfectamente los vecinos del Casco Viejo para aplicar a los que cantan en su barrio a altas horas de la madrugada. El culto a San Edmundo se extendió rápidamente por Gran Bretaña,  poniéndolo como ejemplo de príncipe pacífico y sabio que renunció a la guerra.

Por su forma de morir, se le representó iconográficamente durante toda la Edad Media como un rey nimbado con el aura de santidad, que llevaba además una flecha en la mano. Puede vérsele así figurado en el maravilloso Díptico de Wilton que se conserva en la National Gallery de Londres, donde es el primero por la izquierda de los tres santos protectores (los otros dos son el rey Eduardo el Confesor y San Juan Bautista) del monarca que aparece arrodillado ante la Virgen María: Ricardo II de Inglaterra, precisamente otro ejemplo claro de príncipe refinado y poco belicoso.



Reparando en esa iconografía de San Edmundo, fiándome además de la transcripción de Desdevises, y de lo que casi todos los historiadores habían escrito sobre Carlos de Viana: que por haber sido educado por su madre, doña Blanca, fue siempre de natural pacífico y remiso por tanto a la guerra y al enfrentamiento con su padre, recordé un viejo artículo de Tomás Domínguez Arevalo, aparecido en 1a Revista de Historia y Genealogía Española, y poco después, en 1912, en el Boletín de la Comisión de Monumentos de Navarra, que llevaba por título “Un retrato del príncipe de Viana”.

Cuando el conde de Rodezno (título nobiliario del citado Tomás Domínguez Arevalo) escribía cosas interesantes y que no hacían daño a nadie, mucho antes por tanto de firmar o admitir miles de ejecuciones sumarias durante su mandato como primer ministro de ¿Justicia? del general Franco, reparó en que Pedro de Madrazo, en su viaje por Navarra durante el último tercio del siglo XIX, había hablado de una tabla pintada del siglo XV custodiada en la casa que la familia Escudero –parientes de los marqueses Montesa- tenía en Corella. En ella se representaba a un santo (tenía la cabeza nimbada), de pelo largo y barba abundante, con un bonete como el que solía llevar el príncipe, que llevaba además una flecha en la mano…


 Dijeron unos al erudito Madrazo que representaba al primer marqués de Montesa, otros que a San Sebastián (el soldado y famoso mártir romano que murió asaeteado en el siglo III), y otros finalmente que al príncipe de Viana… Esta última adjudicación es la que llamó la atención de Domínguez Arévalo y la que, naturalmente, me atrajo a mí también.

Dos eran las motivaciones fundamentales que para tal identificación se daban en el mencionado artículo: la primera, que un ancestro de los marqueses de Montesa, Fernando de Oloriz, había ocupado cargos muy cercanos al príncipe de Viana, nada menos que el de alcaide de los palacios de Tafalla y el de escudero trinchante del propio Carlos, y que por lo tanto a través suyo podía haber llegado la tabla pintada a sus descendientes. La segunda, que fuera quien fuera el representado, lleva al cuello el collar de la Orden de Caballería del Grifo, precisamente el mismo que lleva el príncipe de Viana en su más famosa miniatura. Un collar que sabemos por la documentación que le regaló –se lo quitó de su propio cuello- su tío, el rey de Aragón Alfonso V el Magnánimo, la primera vez que ambos se vieron, el año 1457, en el gran salón del Castel Nuovo de Nápoles. Estas dos circunstancias probarían, según Domínguez Arevalo, que nos hallábamos ante el más que seguro retrato de Carlos de Viana.

Como no me puedo quedar quieto, uní inmediatamente y de memoria, la iconografía de la tabla corellana y la del díptico de Wilton. ¿Sería la figura del rey mártir y pacífico Edmundo objeto de devoción por parte del príncipe de Viana? Que uno de los libros más lujosamente iluminados de su capilla personal estuviera dedicado a él así parecía demostrarlo. A pesar de todo, ¿Se habría atrevido (él mismo o sus partidarios tras su muerte) a representarle, no sólo como un santo –recordemos que se le dio culto en Barcelona y muy probablemente también en Pamplona- sino precisamente con los atributos iconográficos de San Edmundo, en un supuesto retrato fuertemente simbólico que representaría el amor por la paz y la sabiduría del príncipe de Viana?

Estaba yo prácticamente convencido de que sí, de que todo coincidía a la perfección, cuando estudiando a fondo el estupendo y fundamental artículo de la profesora norteamericana Linde Brocato, en el que de hecho basé algunas de las conclusiones de “Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar”, titulado “Leveraging the Symbolic in the Fifteenth Century: The Writings, Library and Court of Carlos de Viana”, que podría traducirse como [Realzando lo simbólico en el siglo XV: los escritos, la biblioteca y la corte de Carlos de Viana] al hablar precisamente del lujoso salterio que ha dado pie a toda esta investigación, pude leer:

“San Osmundo fue canonizado por el papa Calixto XIII en 1457. ¿Quizás un regalo del pontífice al príncipe de Viana, bien personalmente o a través del rey Alfonso V?”

Y recordemos que cuando Carlos se vio obligado a exiliarse de Navarra en 1456, de camino a la Corte de Nápoles pasó por Roma, donde se entrevistó precisamente con… el papa Calixto XIII, que no hizo nada por apoyar la justa reivindicación del Trono de Navarra que le presentó el príncipe. Entre otros muchos motivos, porque su verdadero nombre era Alfonso de Borja, esto es: era él mismo, como valenciano que luego italianizó su apellido transformándolo en “Borgia”, un súbdito de la Corona Aragonesa. Como para atreverse a desairar a Alfonso V o a su hermano Juan II… 

Eso sin tener en cuenta cómo actuó siempre el Vaticano frente al Reino de Navarra: marginándolo y supeditándolo al vecino más poderoso, fuera éste Castilla, Francia o, como en este caso concreto, Aragón. Por lo tanto es cierto que, lo más probable es que se lo quitara de encima con buenas palabras y con algún regalo de fuste, como aquel maravilloso Salterio decorado con la imagen de San Osmundo, que no de San Edmundo, a pesar de lo que el bueno de Desdevises pensase en el siglo XIX.

En cuanto a la tabla que en 1912 se conservaba en Corella, desconozco por completo si sigue allí o incluso si la casa Escudero donde se custodiaba sigue en pie. Lo indudable es que no hay una fotografía reciente o en color de la famosa tabla (por eso tenemos que seguir empleando –y gracias- la borrosa y casi decimonónica imagen) donde lo más seguro es que apareciera figurado San Sebastián, con la misma iconografía de la flecha en la mano que cientos de otras  representaciones coetáneas del siglo XV, con las que aún puede compararse. Aunque también es cierto que ese collar tan particular que llevaba... No sé, no sé, permite hacer bastantes cábalas...
De todas maneras, si algún corellano o corellana puede proporcionar algún dato sobre este supuesto retrato del príncipe de Viana, les quedaré muy agradecido.

Sin embargo hay otra razón, además de la aportada por la profesora Brocato que me movió a desechar la identificación del Salterio y de la tabla con el príncipe y con San Edmundo. Y esa razón es que, como demostré en mi libro, el supuesto carácter retraído y pacífico de Carlos de Viana, aquél que tantos historiadores e historiadoras defendieron durante décadas, que sería el que le había impedido enfrentarse con garantías de éxito a su padre, no existió más que en la percepción que todos ellos tuvieron de la realidad histórica de aquellos tiempos, y para darse cuenta basta con la más que representativa y simbólica queja número 79, de las 87 que componen el documento conservado en Pau, el que recoge las reclamaciones de los partidarios de su padre, el usurpador Juan II, en el que basé todo mi estudio:

“…Dejadas por el príncipe las armas de su padre, Aragón y Castilla, y sólo con las de Navarra hechas sus banderas y pendones, y las cotas de armas de los heraldos y persevantes, denotando ser él Rey y señor de aquella tierra, anduvo haciendo la guerra a las del señor rey, su padre, y eso mismo la gente suya al reino de Aragón”.


No, definitivamente no creo que alguien así tomara como modelo a San Edmundo. Y si acaso llegó a hacerlo, no sería por imitar su conducta pacífica, sino por el amor a la sabiduría que ambos compartieron.

Y si habéis llegado hasta aquí, quizás habréis pensado que, no pudiendo finalmente identificar tabla ni salterio con el príncipe de Viana, mi gozo se vio en un pozo. Pero he de deciros que estáis muy equivocados, porque lo que he hecho es sacar información de otro pozo que hasta ese momento yo desconocía por completo. Y creo que en eso consiste, al fin y al cabo, la investigación histórica: en partir de un hecho incontrovertible (el príncipe poseía en efecto un lujoso salterio para sus oraciones personales) y acabar encontrándose por el camino con la iconografía medieval de los santos, el Díptico de Wilton, la tabla ignota de Corella, el collar de la Orden del Grifo, un rey pacífico y un príncipe que –digan lo que sigan diciendo- no lo fue tanto, ni tenía en realidad por qué serlo, porque lo único que hizo fue defender su legítimo derecho de todas las maneras a su alcance. También con la espada en la mano.

Si en todo este proceso, además he conseguido entreteneros y habéis aprendido algo que no sabíais, quedo yo muy contento, y rezaré por vuestra salud a San Osmundo, San Edmundo y quizás incluso a San Carlos, que fue al fin y al cabo también santo para los catalanes y para un buen puñado de navarros. Y creo que don Johan de Beaumont, prior de la Orden de San Juan de Jerusalén, además de tío y mentor del príncipe, tuvo mucho que ver. Pero eso, como decía Kipling, es ya otra historia...

© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019