Guillaumes de Marlain, rey de los heraldos de S. M. Carlos
III el Noble de Navarra, siempre supo que aquel día llegaría. Lo que resultaba
milagroso era haber podido ocultar hasta ahora a todos la verdad: que esos
preciosos armoriales que a todo el mundo asombraban no los pintaba él, sino su
mujer, Nanua de Irubide.
¿Pero cómo habría podido llegar a ocupar tan honroso cargo
si hubiese mostrado desde el principio sus nulas artes para el dibujo? No: le
había bastado siempre con apuntar las preferencias del monarca, y luego, por la
noche, cuando estaba seguro de que ningún cizañoso de la Corte de Olite podía
verlos, ir describiéndoselas a ella para que las plasmase sobre el papel o el
pergamino.
Y claro que fue esa cierta excentricidad de los motivos
reflejados en los escudos, la que fue dando fama al heraldo Guillaumes, pues
nunca pudo conseguir que Nanua se ciñese a las rígidas reglas de la
Emblemática. Respetaba el núcleo central de lo que debía representar, por
supuesto, pero siempre le añadía algún detalle que parecía sacado de los
márgenes de las Biblias moralizadas siglos atrás.
Así, en el Privilegio de la Unión, a la hora de representar
al león pasante del nuevo escudo de la ciudad de Pamplona, lo hizo mostrando al
rey de los felinos devorando a una pareja de cazadores, pues a ella nunca le
había gustado la caza. Y cuando su marido tuvo que pintar el escudo de Olite
para el Ayuntamiento de la villa, ella dibujó junto al olivo heráldico a la
antigua diosa griega de la sabiduría Atenea, pues sabía que Atenea bendecía
perpetuamente a los amantes que se besan bajo el que ella plantó en la
Acrópolis de Atenas.
Y fue tal el renombre que alcanzó Guillaumes, que muy pronto
comenzó a recibir encargos de muchas otras cortes de la Cristiandad, mientras
el virtuosismo pictórico de Nanua crecía a la par. Hasta el día que el rey de
Navarra comenzó las negociaciones para casar a su hija Blanca con el infante
Juan de Aragón. Éste, siempre fanfarrón y altanero, no concebía su vida –y la
de los demás- sino como una permanente competición. Así que nada más llegar
propuso un desafío simbólico entre Guillaumes y su propio heraldo: Lope de
Teruel. Cada uno trazaría el mismo escudo ante los ojos de todos los cortesanos,
y luego los reyes decidirían cuál de los dos era el mejor.
Guillaumes no pudo negarse, pues su señor había aceptado de
buena gana el reto, confiando en que su heraldo era uno de los más competentes
y capaces del mundo, así que llegado el día del malhadado torneo, afrontó la
vergüenza pública –que era también la de don Carlos y la de su hija Blanca- de
admitir que él no era quien había pintado todos aquellos tan hermosos
armoriales, sino que era Nanua quien los había dibujado. La carcajada del infante
aragonés resonó por todo el palacio: “¿Es que hay heraldas en Navarra? ¡Por mi
fe que nunca se vio tal cosa en el mundo!”
Pero entonces Blanca –cuyo rostro reflejaba su tremendo
enfado- se levantó de su escabel y ordenó a Nanua que se aproximase. Allí mismo
la nombró Reina de los heraldos de Navarra. Luego, sacándose el guante que
recubría su mano, se lo arrojó a la cara a Lope de Teruel, diciéndole con voz
muy taxativa: ¡Representad cada uno como mejor os parezca la condición femenina
que tendrá la próxima monarca de estos reinos! Y muy presto se pusieron a ello
ambos artistas.
Finalizado el plazo, pudieron ver todos –y todas- que el
heraldo aragonés había dibujado un escudo de fondo rosa, en el que únicamente
campeaba una paloma con una rama de olivo en el pico. Don Lope explicó que así
se representaba perfectamente la manera pacífica de ser que ha de mostrar toda
dama que por tal se precie, aunque el infante don Juan no pudo dejar de
apostillar que el detalle de la rama de olivo en el pico estaba muy bien
escogido, porque debía significar que la esposa debe tener siempre cerrada la
boca mientras su marido no le dé permiso para hablar.
Dieron la vuelta entonces todos –y todas- para acercarse a
contemplar la armería trazada por Nanua. Había pintado tantos y tantos motivos,
que alguno incluso se salía del marco del escudo. Con muy firme voz fue
explicándoselos todos: primero unos cubos y calderos, representando todos los
que las mujeres tenían que llenar y transportar cada día hasta su casa desde
los pozos de cada ciudad o pueblo; luego unas manos agrietadas, por tener que
lavar la ropa en los ríos helados; luego un niño y un viejo, que simbolizaban
las distintas edades de las personas que las mujeres tenían que cuidar en sus
casas; luego venían unas letras desenfocadas, que representaban que no se les
enseñaba a leer ni a escribir, y sólo por ser mujeres; luego venía un cuartel
únicamente pintado de rojo, haciendo alusión a la sangre que derramaban las
mujeres heridas, violadas o muertas en las guerras; y después venía una sirena
muy elegante, porque a Nanua le gustaba nadar en el mar; y finalmente aparecía
una corona muy hermosa y bien pintada, y a su lado un burro. Pero esta alegoría
no quiso Nanua explicarla, aunque Blanca tenía cara de haberla entendido perfectamente…
Huelga decir que fue la Reina de los Heraldos de Navarra
quien ganó el desafío, y que no tuvo que ocultarse nunca más para desempeñar su
oficio. Mientras ella trabajaba, Guillaumes iba al pozo, lavaba en el río,
cuidaba a sus hijos, enseñaba a leer y escribir a todos –y todas- los que se lo
pedían, y se afanaba en aconsejar al rey para que mantuviese la paz en Navarra,
cosa que ocurrió mientras el infante Juan no alcanzó el trono.
©MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018