-Cuando me dijeron que habíais llegado no podía creérmelo.
-Tranquilo, suelo causar ese efecto en todo el mundo: nadie me da nunca demasiado crédito...
-Sabía que eráis vos desde que me contaron que un viejo caballero con una jaula llena de petirrojos se había inscrito en el torneo. Y no existen pájaros iguales que esos en toda Inglaterra ¿De verdad pensáis participar?
-No tengo nada mejor que hacer. En cuanto a los petirrojos, ya os dije una vez porque viajan conmigo: es lo único que me queda de mi país. Por mi mala cabeza perdí las tierras de mis antepasados en Navarra, así que al menos tengo conmigo a los dueños de aquellos cielos de mi infancia. Tampoco son muchos: sólo seis, y para lo que suelen vivir unos pájaros tan pequeños como estos, se conoce que los trato bien, porque son cuatro ya los años que han pasado desde que salí de allí en la comitiva del infante Fernando, que iba a sustituir al rey Ricardo en su prisión austriaca. Dos años pasamos en el castillo de Durnstein, hasta que pagó al fin por nuestra liberación, y dos años más son los que llevo en Inglaterra, desde que vinimos a cobrar la indemnización correspondiente por tantos meses de prisión. El infante regresó después a Navarra. Yo preferí quedarme aquí, pues no tengo nada ni nadie que me ate a mi lugar de nacimiento excepto estas avecicas. Por eso me alegro de que hayais venido también a Hereford, sir John: ya os dije la última vez que debíais hacer si a mí me ocurría algo...
-¿Si os ocurría algo, decís? ¿Y cómo considerais a vuestras tres costillas rotas? No entiendo siquiera cómo podéis sosteneros en pie después de vuestro último encontronazo, hace tres meses en el torneo de Reading.
-Me duele al respirar, es cierto, pero intuyo que no me queda mucho más aire por meter en mis pulmones, así que puedo soportarlo.
-¡Pero sois más de diez años más viejo que cualquiera de los más maduros justadores!
-Eso es cierto: ya era viejo cuando salí de Navarra, así que ahora, con 45 años que creo tener, debe ser el participante de torneos más anciano de toda la Cristiandad. No es del todo malo: son muchos los que vienen a ver como apalizan al viejo. De hecho me reclaman de muchos sitios, debo ser un gran espectáculo. Supongo que vienen a verme morir sobre la silla.
-Por Dios, fijaros en vuestra cota de malla: tiene más agujeros que un colador...
-Las anillas de hierro forjado son caras, no me puedo permitir el lujo de reponer las que faltan. Además, cada uno de los agujeros tiene su correspondencia en mis maltrechos huesos y un nombre: el de quien me dio el golpe. El del hombro, Lord Exeter. El del pecho, el barón de Chandos, el del brazo derecho sir Talbott, el de la pierna izquierda don Peter de Salisbury...
-Basta, por favor, o acabaréis con toda la nobleza inglesa sobre vuestro cuerpo. De verdad, y por el aprecio que os he tomado en este tiempo: ¿qué conseguís peleando de esta manera suicida?
-Ah, ¿pero es que acaso hay otra forma de combatir? ¿Preferiríais que muriera atropellado por la carreta de un mercader mientras pido unas monedas para poder comer en cualquier cruce de caminos? Al menos de esta forma yo escojo mi propia forma de morir. Y creo que salgo ganando. Tan sólo os pido una cosa, la misma de la última vez: si me ocurre algo, liberad a los petirrojos. Que no acaben en la olla de algún falso caballero. Ellos no tienen culpa ninguna de la locura de su dueño...
-Perded cuidado: así lo haré. Pero puedo prestaros una cota de malla y una espada mejores que os den alguna oportunidad de luchar como es debido...
-Las armas no hacen al caballero, sino su valor. Al menos eso decía el infante Fernando, aunque lo cierto es que nunca le vi combatir. Pero en eso creo que tenía razón. Os agradezco vuestro ofrecimiento, pero sabéis que si pierdo -y el "si" suele estar de más en esta frase- vuestras armas serían para mi contrincante. Nunca me ha gustado dejar deudas tras de mí, y no me importa en absoluto que me entierren tan desnudo como llegué a este mundo.
Ya me llaman al palenque. Sir John, habéis sido siempre un buen adversario. Es más de lo que puedo decir de la mayoría de las personas que he conocido en este o en cualquier otro pais.
Adiós.
Restos de participante en un torneo hallados en la catedral de Hereford
Si no estuviese viva cuando vuelvan
los petirrojos, al de la encarnada
corbata, en mi memoria,
echadle una migaja.
Y si las gracias no pudiese daros
porque profundamente ya me hubiese dormido,
bien sabréis que lo intento
con labios de granito.
Emily Dickinson
© Mikel Zuza Viniegra, 2015