Madrugada del 11 de noviembre de 1343, Peña, en la frontera de la merindad de Sangüesa con Aragón
Despiertas sudando, aterrado. Otra vez se ha repetido el mismo maldito sueño cuya tremenda intensidad se ha incrementado desde que fuiste destinado a este rincón del reino por tus superiores.
Dijeron que el aire de la montaña te vendría bien, que la soledad fortalecería tu vocación, que morar en el mismo lugar en que, siglos atrás, lo había hecho el abad San Virila de Leyre -aquél para quien no existía el tiempo-, era un privilegio irrechazable...
¡Bobadas! Querían librarse de ti, y lo habían conseguido. Con suerte una flecha aragonesa les libraría del todo de tu molesta presencia. Demasiado inteligente para los viejos dominicos y su escuela teológica de Pamplona. ¿Quién te creías para cuestionar las jerarquías angélicas de Dionisio Areopagita y Santo Tomás de Aquino? ¿Vas a saber tú más que ellos sobre los nueve coros que en tres categorías perfectas se dividen, según su mayor o menor cercanía a Dios? Pero no, tu atroz testarudez no te permitió callar, y tuviste que añadir una nueva clase a los sacratísimos Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles...
¿Y todo en base a qué? ¿A que -según tu inmensa soberbia- el espíritu divino te indicaba cada noche por medio de un sueño repetido una y otra vez que faltaba en esa clasificación un nuevo ente celestial? ¿Y no sería más bien el Demonio quien te inspiró semejante falsedad?
Tus superiores así lo creyeron. Por eso estás aquí: exiliado en el punto más recóndito y fronterizo. Aquí debías purgar tu detestable pecado de orgullo. Pero el sueño no sólo continúa repitiéndose, sino que lo hace con fuerza redoblada, de tal forma que te parece tan real, sientes con tal nitidez que tú mismo estás dentro de ese rayo de plata que cae del cielo tirado por tres leones dorados, que tú también te considerarías loco si no fuera por tu completa y total seguridad de que ese nuevo estamento angélico te ha elegido a ti y sólo a ti para darse a conocer a los hombres, obviando a esos obtusos dominicos que quieren mantenerlos ocultos.
Y qué mejor ocasión -lo ves tan claro como ese relámpago que cruza tus sueños- que el sermón de mañana, día de San Martín, fiesta mayor en Peña, cuando hasta de Sangüesa, Cáseda y Sos suben muchedumbres a esta desolada cima de Peña...
Y efectivamente, al día siguiente hablas a las gentes con la seguridad de quien verdaderamente sabe y conoce sobre los leones de oro que forman parte del ejército alado del Señor. Y llevado por tu propio entusiasmo les anuncias que esa vertiginosa centella aparecerá hoy mismo en los cielos para que todos los presentes puedan verla y maravillarse con ella.
Pero sea por tus pecados o por los de ellos, el cielo permanece incólume. Y lo mismo ocurre cada día de San Martín de ahí en adelante, pues insistes cada año con la misma profecía, hasta que te haces famoso en la comarca y todos te conocen como el Cura Loco de Peña, y suben a reírse de ti y de tus destalentadas profecías.
Y un día, ya muy viejo, te sientes morir y te preguntas por qué Dios te ha dejado vivir tanto sin cumplirte lo prometido tantas veces en sueños. Y sentirías como sellan la lápida de tu tumba en el centro de la fortificada iglesia, si no estuvieses ya muerto, y listo por tanto para empezar a comprender el misterio del tiempo divino, que San Virila sólo llegó a vislumbrar...
11 de noviembre de 1943, Peña, en la frontera de la merindad de Sangüesa con Aragón
-¡Y yo os digo a quienes acudís a esta santa romería con ánimo únicamente de fiesta, de baile y de lo que se tercie... que Dios no os quita ojo, que sabe si vais a misa o si os quedáis en la taberna, si detenéis vuestros trabajos cuando lo ordena la campana del ángelus, si los escotes y las faldas no guardan el debido recato! ¡Y os digo también que ha de enviar a sus ángeles para administrar su merecido castigo a quien de todo esto se burle! ¡Los habéis de ver todos, cruzando los aires, dejando su estela entre las nubes como esa que se ve ahora mismo allá arriba! Esa que... ¡Esa que viene hacia nosotros!
-¿Qué ha sido eso, Padre? ¿El ángel vengador de su sermón?
-¡No seas bobo, Damián! ¿No has oído la terrible explosión? ¡Debe ser un avión que casi ha caído sobre nosotros! ¡Corramos todos a ayudar al piloto!
-Más allá de sus auxilios espirituales, me temo que ya nada se pueda hacer por él, Padre. Apenas queda tampoco nada del fuselaje, justo hemos podido salvar del fuego estos escudos que parecen llevar pintados tres leones de oro...
-En su cartera lleva la identificación. Es un píloto inglés de la Royal Air Force. Donald Cecil Walker se llamaba. Las baterías alemanas han debido alcanzarle al otro lado del Pirineo y él habrá intentado salvarse aterrizando a este lado de la frontera, pero no debía estar de Dios que lo consiguiese. Vamos, lo velaremos en la iglesia.
-Oiga, Padre, ¿Cuándo ha plantado usted esa flor? Parece que sale de esa lápida con letras tan roídas...
-Yo no he plantado nada, y a fe que es extraña y blanca esa flor. Y tiene diez hermosos pétalos, como diez decía mi viejo maestro de Teología que son los tipos de ángeles que vuelan por los cielos. Y es esa sabiduría antigua que muy pocos hombres en el Mundo han poseído. Pues aseguraron Santo Tomás de Aquino y Dionisio Areopagita que sólo son nueve, aunque... qué sabrían ellos.
El inglés que descansa en Peña
LA-TUMBA-DEL-CAPITAN-WALKER.html
©Mikel Zuza Viniegra 2014