Cierto que por estas mismas fechas, cuando las nieves se enriscan y enseñorean del Moncayo, y éste -al fin y al cabo gigante siempre presto al romadizo- sopla con fuerza intentando quitárselas de encima, baja un cierzo cortante y áspero que barre las calles y el castillo de Tudela sin mostrar misericordia alguna por sus habitantes, ya moren en la judería o en el fuerte castillo roquero que protege la ahora cencellada mejana.
Cierto, sí. Pero aquello posee el calor del Infierno comparado con este congelado páramo austriaco donde las andanzas de la alta política te han llevado. ¿Quién mandaba al orgulloso y necio cuñado tuyo, Ricardo de Inglaterra, empeñarse en continuar su regreso a Inglaterra por tierra en lugar de por mar?
Si al menos lo hubiese hecho prisionero el emperador de Bizancio y no el de Alemania, ahora tú, ofrecido como rehén mientras él -una vez libre- termina de pagar su fabuloso rescate de 150.000 libras de plata, vivirías una temporada al dulce y siempre tibio sol del Mediterráneo. Pero no. Tuvo que adentrarse en estas condenadas y siempre gélidas tierras de Austria. Y una vez aquí, ni siquiera tuvo la suficiente malicia como para lograr pasar desapercibido. Al contrario, fue tan tonto como para pagar en cada posada y en cada alojamiento con sus propias monedas de oro. Tales derroches no tardaron en llegar a oídos del duque Leopoldo, ese mismo a quien Ricardo había desairado gravemente durante el sitio de Acre, que vio la ocasión de cobrarse cumplida venganza de aquel agravio.
Y por eso estoy yo aquí ahora, cubierto con todas las pieles de oso que en Navarra pude encontrar. Y a fe que el manto es regio, con foro de escamas y bordes de marta cibelina y armiño. No en vano dijo mi hermano Sancho que no podía presentarme en Austria, aunque fuese para servir de prisionero, como si fuese un pordiosero. No, tras las rejas o en libertad, soy el príncipe Fernando de Navarra, y he demostrarlo cuando la ocasión lo requiera.
De todas maneras... ¡para rato iba yo a meterme en esta guarida de ladrones si no fuera por el cariño que guardo por mi hermana Berenguela! Bastante más por cierto que el que le muestra el gañán de su marido. Pero no supe negarme a sus perentorias cartas,en las que me rogaba que aceptase este maldito trueque...
El gorro que llevo también me lo envió ella. Es de colas de zorro aquitano, pero ni por esas se quita este frío que llevo metido hasta el tuétano de los huesos. Pero he de dejar de temblar, al menos para que el zopenco de mi cuñado no piense que tiemblo de miedo por quedarme solo -id vos a saber por cuánto tiempo- en esta descarnada fortaleza.
Así que bebo generosamente de la cantimplora el jugo bermejo que mi hermana Constanza elaboró para mí el otoño pasado, con los pacharanes que yo mismo recogí en las faldas del monte Leguin. Y vaya si hace rápido efecto, que me siento mucho más templado cuando me llaman para hacer el intercambio los siempre adustos alemanes.
Ahí está Ricardo, siempre con perpetua cara de fastidio, de querer estar en otro sitio. Aunque en este caso le entiendo bien. En esta mazmorra ha pasado los dos últimos años, y suerte grandísima será si yo no cumplo otros tantos por culpa de su soberbia y estupidez.
Pero somos príncipes, hijos de reyes los dos. Mi dinastía mucho más antigua que la suya, por cierto, que sólo existe porque el invasor Guillermo de Normandía consiguió acabar con la dinastía sajona del noble rey Harold, mientras la mía forjó su prestigio en guerra permanente contra los moros del gran guerrero Almanzor. Pero prefiero no recordárselo para que no se sienta humillado.
Lo que sí le recuerdo -en pulcro latín para que me entienda bien-, y al oído, para que nuestros captores no puedan escucharlo, es que si me entero de que vuelve a tratar mal a mi hermana Berenguela le meteré un sarde por el culo en cuanto salga de estos muros. Que no le engañe verme tan joven, que los de Tudela sabemos mantener nuestra palabra...
Él me mira con esos ojos que dicen los cantares de gesta que paralizan a todos sus enemigos, pero que a mí me dejan fresco -¿o será que empieza a pasarse el efecto del pacharán?-. Pero no, no tiemblo ni de frío,ni de miedo, aunque él farfulla y grita en ese idioma suyo que suena como los ladridos de los perros perdidos en la Bardena. Y sigue berreando lo que imagino que serán graves insultos mientras los soldados se lo llevan esposado. "¡Recuerda bien lo que te he dicho!", es lo único que logro decirle antes de que cierren la puerta de la celda tras de mí.
Por el ventanuco se ven las enormes montañas nevadas allá, a lo lejos. No me parecen tan hermosas como el Moncayo, pero tendré que acostumbrarme. En la pared, escritas con un negro tizón proveniente de la chimenea, hay unas palabras que parecen formar un poema:
"Ja nus hons pris ne dira sa reson
adroitement, s'ensi com dolans non;
Mes par confort puet il fere chançon.
Moult ai d'amis, mes povre sont li don;
honte en avront, se por ma reançon
sui ces deus yvers pris."
"Ningún hombre encarcelado puede expresar sus sentimientos despreocupadamente,
como si no sintiese ningún dolor;
Aunque, para consolarse, puede escribir una canción.
Yo tenía muchos amigos, aunque al parecer todos eran pobres;
pues debieran sentir vergüenza por no haber pagado aún mi rescate,
llevando como llevo ya dos inviernos prisionero..."
Hermosos versos, sin duda. Si es que cuando mi cuñado quiere, tiene talento. Pero quiere tan pocas veces... Hasta a mí me vendrán bien para entretenerme continuándolos. Y malo será que aquella que quedó esperándome en el señorío de Baigorri -cuyo cuerpo calienta mucho más que esta casi ya vacía cantimplora y a quien tanto añoro- se entere alguna vez, al recibir mis primeras cartas desde este desierto de hielo, que este poema no lo empecé yo, sino el testarudo e insoportable pelirrojo que atiende por Corazón de león...
©Mikel Zuza Viniegra 2014