No hace ni dos días que el
joven rey Teobaldo II llegó a la ciudad, y ya están los senescales haciéndole
saber la larga lista de agravios que los siempre levantiscos nobles navarros
han elaborado para que el soberano pueda juzgar con fundamento sobre sus
peticiones.
Y allí, en la sala de audiencias de los palacios de San Jesucristo, que el señor obispo le cede para que se aloje mientras se halla en la capital del reino, mucho se sorprende el monarca de que entre todos aquellos quejumbrosos caballeros, no estén representados los que más dolor de cabeza le han traído siempre con sus reivindicaciones. En efecto: ni los Almoravid, ni los Guevara, ni los Subiza, parecen solicitar nada esta vez. Y eso es algo tan inusual, que en un receso pide explicaciones al prior don Martín de Guerguitiain de por qué no ha venido todavía a cumplimentarle ningún miembro de tan ilustres linajes.
El azoramiento del prior aún
escama más al rey, que ya no pide, sino que exige, que se le diga dónde están
los tres ricoshombres mencionados. ¿Habrán sido capaces de aprovechar su
ausencia para encabezar una revuelta? Es cierto que en el pasado tuvo roces con
alguno de ellos, pero no puede creer que justamente en este momento, cuando el
acopio de víveres y de hombres es su preocupación principal, puedan haberse
atrevido a semejante desacato.
Y es que no tiene en mente
más que unirse a la cruzada que su suegro el buen rey Luis de Francia tiene ya
en marcha. Mas ¿cómo alejarse de Navarra si resulta que hay preparada una
rebelión?
Afortunadamente don Martín
acaba con sus sospechas al referirle la verdad. No hay planeada ninguna
insurrección, pero lo que le cuenta le deja tan estupefacto primero, y tan
preocupado después, que de no estar en sagrado, sus imprecaciones se hubieran
oído hasta en el castillo de Tiebas.
Porque de lo que acaba de
enterarse es de que el matrimonio entre doña María de Guevara y don Iñigo
Almoravid, que él mismo promovió con tal de acabar de una vez con las constantes
disensiones nobiliarias, no sólo no se ha llevado aún a cabo, sino que las
negociaciones nupciales se han emponzoñado de tal manera, detenidas en necias
discusiones sobre la dote que la novia debe aportar, y los castillos que el
prometido habrá de entregar a su futura esposa que, olvidando lamentablemente
su aristocrática condición, han llegado a desafiarse a duelo ambas familias.
Esa misma tarde, como es sabido en toda la ciudad, pues no se habla en ella de
otra cosa, en el llano de la
Taconera , tendrá lugar el combate. El señor de Subiza, a lo
que parece, es el juez escogido por
ambas facciones para que vele por la limpieza del reto.
-¿Así es como se cumplen mis
órdenes? –ruge el rey don Teobaldo-. ¿De manera que apoyo un matrimonio con
vistas a pacificar el reino, y me encuentro ahora con más pendencias y
querellas de las que había antes? Pues yo haré entender a esos tozudos quién
manda en Navarra. Haced que partan inmediatamente
mensajeros a los palacios de los enredados en esta locura, y que les dejen bien
claro que avoco a mi autoridad soberana esta pelea, que ya no será en el
escondido lugar donde ellos pensaban, sino a la vista de todos, en la plaza
frente al castillo que poseo en el chapitel. Hacedles saber igualmente, que si
no se presentan o si deciden continuar con sus planes, conocerán mi furia. Y
que no se preocupen por nada, que yo mismo me voy a encargar personalmente de
prepararles el palenque. Que los pregoneros anuncien mi mandato por las calles,
tanto en las de la
Navarrería como en las del burgo de San Cernin y en las de la
población de San Nicolás. Si no quieren bodas, puede que tengamos funerales…
Y efectivamente mucha prisa
se dan los hombres del rey en cercar el espacio entre el castillo y el convento
de predicadores, y la multitud va ocupando las recién dispuestas gradas. Los
reyes ya se hallan en el estrado, en el
que campean ya los escudos de todos los implicados: el rojo carbunclo de
Navarra y la banda de plata de Champaña por ser los de don Teobaldo. Las flores
de lis de Francia por ser las armas de su esposa doña Isabel. Los tres bastones
de los Almoravid, los cinco corazones de los Guevara, y la faja de oro sobre
campo de gules de los Subiza.
Así habla con voz muy
potente, para que todos puedan oírle, el rey de los navarros:
-Veo que ya estáis listos
para pelear tanto los Guevara como los Almoravid, pero no fuera yo buen monarca
si os dejase luchar entre vosotros, pues recuerdo muy bien cómo rubriqué
vuestra unión con mi propio sello la última vez que estuve en Pamplona. ¿Y qué
clase de gobernante sería yo si os permitiese contravenir mis órdenes? No,
queridos vasallos, definitivamente no puedo permitir tal desacato a mis
atribuciones regias. Así que he decidido que luchéis juntos, como buenos
hermanos que yo decreté que fueseis. Y como señores tan nobles merecen rivales
del mejor porte, espero que estos que os presento ahora colmen vuestras
expectativas…
Y por uno de los laterales
van entrando hasta una docena de caballeros de la Guardia Real. Los escogidos
para servir de escolta a don Teobaldo y para acatar sus órdenes sin vacilación.
Famosos por su destreza en el combate y
por no retroceder jamás ante el adversario. Llevan yelmos reforzados en sus
cabezas, largas lanzas con punta de metal, imponentes sobrevestes de color negro,
y sus monturas van totalmente cubiertas con las más ricas gualdrapas que nadie
imaginarse pueda. Vuelve el rey a hablar:
-Mi Guardia no necesita
presentación, pero os convendrá saber que para esta ocasión tan especial han
recibido de mí un único mandato: ¡A muerte! Sí, mis señores, puesto que estabais
dispuestos a mataros entre vosotros, he supuesto que mucho más os complacería
morir juntos a manos de mis hombres, célebres por no dar nunca cuartel hasta
vencer o quedar tendidos sobre el campo de batalla. Y precisamente ahora están
muy bien entrenados para la expedición a Tierra Santa que estamos a punto de
emprender, y que debió haber constituido vuestra única preocupación, en lugar
de perder el tiempo en esta torpe querella que está a punto de llegar a su fin…
Tales nuevas caen como un
jarro de agua fría entre los hasta esta misma tarde fieros rivales. Todos han
visto adiestrarse a la Guardia Real ,
y saben que no tienen posibilidad alguna de vencerles, así que encomiendan su
alma a Dios antes de subir a sus caballos. Mas en medio del público, que chilla
y brama ansioso de que empiece tan inesperado espectáculo, sólo una mujer
permanece quieta y en silencio.
-Gran señor don Teobaldo. Que
acabe ya esta locura. Antes que ver morir a mi prometido, prefiero renunciar a
la palabra de casamiento que libremente me dio. No soportaría verle caer bajo
las lanzas de vuestra guardia.
Y de entre los contendientes
se destaca la figura de don Iñigo que, quitándose el yelmo para que todos
puedan reconocerle, exclama apesadumbrado:
-Muy grande estupidez cometí
queriendo obtener más tesoro que esta mujer, que vale más sanchetes de plata
que todos los que vos podáis acuñar en vuestra vida, Majestad. Cinco corazones
lleva en su escudo y, si aún me acepta, el mío ha de ser el sexto…
-¡Mucho os ha costado
decidiros, que ya no sabía yo como incitaros para que dieseis tal paso!
–responde exultante el rey de Navarra-. Pero me placen tanto vuestras palabras,
que ordeno ahora mismo que cese esta farsa, pues en ningún momento he pensado
de veras en seguir adelante con semejante desatino. Poned vuestras manos entre
las mías, y sirva este gesto para desterrar de una vez los malos augurios.
Y cuando el txistu empieza a
sonar, toda la concurrencia se lanza a bailar, llenando de alegría lo que iba a
ser el campo del dolor. Y muy orgullosos están todos de don Teobaldo, pues ha
demostrado su señor la misma sabiduría que
aquel otro rey don Salomón, que cuentan las Santas Escrituras que supo juzgar
cuál era la verdadera madre entre las dos mujeres que pleiteaban por un niño.
Y dicen que de aquella fiesta
viene la costumbre de danzar a los sones de la gaita y el tamboril en la plaza
del Castillo, como hasta en nuestros tiempos suele hacerse. Y que estos sucesos
dejaron tan honda memoria en la ciudad, que cuando pocos años después comenzó a
levantarse el maravilloso claustro de la catedral, en dos de sus capiteles quisieron
los muy sabios canónigos dejar testimonio de torneo y de danza tan renombrados.
E hicieron muy bien.
Este cuento fue escrito originalmente para el Calendario Festivo de la Asociación de Amigos de la Catedral de Pamplona, que yo elaboré para este año 2012 que está a punto de terminar. Y lo titulé: "La Edad de la Caballería en la Catedral de Pamplona". Las estupendas fotos de los dos capiteles del claustro que me sirvieron de inspiración son de Jose Carlos Cordovilla. © Mikel Zuza Viniegra, 2012