viernes, 25 de mayo de 2012

MI CÓDIGO ES EL HONOR


Castillo de Simancas, cerca de Valladolid, 25 de mayo de 1521

Lanza la pelota primero contra el suelo, para que rebote en la pared de enfrente y vuelva otra vez a su mano. Y ese triple mecanismo, miles de veces repetido ya en la angostura de la mazmorra donde se haya prisionero desde hace ya más de cinco años, produce siempre el mismo monótono y rítmico sonido del cuero chocando contra la piedra.   

Y ese hipnótico compás viene acompañado en el interior de su cabeza por una continua profesión de fe que impide que se vuelva loco entre estos muros: 

-Soy el mariscal Pedro. Nací en Estella. No sirvo a otro señor que al legítimo rey de Navarra...

Se lo repite a sí mismo una y otra vez, como temiendo que si dejara de hacerlo, olvidaría por qué lo retienen allí, tan lejos de su tierra.

 Y mientras sigue martilleando la pared de aquella celda, resuenan en su memoria otros golpes. Mucho, mucho tiempo atrás, cuando apenas era un niño y jugaba una mañana a los pies del torreón de San Pedro de la Rúa...

 Vi venir desde lejos la enlutada figura de mi madre, doña Inés Enriquez de Lacarra, siempre vistiendo ropajes negros desde que en 1471 su marido, el mariscal Pedro -primero de ese nombre en el cargo-, fuese asesinado en el patio de la cámara de Comptos de Pamplona por el maldito hermano del conde de Lerín. 

Pero ahora, nueve años después, venía a anunciarme una nueva tragedia: el asesinato de mi hermano mayor Felipe muy cerca del monasterio de la Oliva, y esta vez a manos del propio conde. La jefatura de la parcialidad agramontesa descansaba íntegramente por tanto sobre mis hombros. Los de un niño de apenas doce años para el que se habían terminado para siempre los juegos...


A partir de ese momento, sólo fidelidad y revancha. Fidelidad absoluta a los reyes Juan y Catalina desde el año 1484. Revancha alcanzada al fin cuando en 1507 fue desterrado para siempre el traidor y criminal Luis de Beaumont. Luego, apenas cinco años de paz, y la invasión del reino por parte del rey Fernando de Aragón, guiado en su campaña de conquista por el nuevo conde de Lerín, que había tomado el testigo de la deslealtad tras la muerte de su padre....

Y los dos intentos de reconquista: en noviembre del mismo 1512 y en la primavera de 1516. Ambos saldados con sendos fracasos, sobre todo el último, que supuso ademas mi captura en Isaba. Los castellanos me pasearon por todo el reino encadenado y subido a una carreta descubierta, para que todo el mundo pudiera ver como trataban a los que ellos consideraban traidores. Pero al llegar a Estella tuvieron que abandonar sus mofas, cuando eran muchos los que venían a besar mis manos atadas... 

El abad de Irache fue depuesto por decir que no había habido rey en Navarra con trono y corona más honrosas que esa infamante carreta y esas cadenas de preso. Y que pretendiendo ridiculizarme, habían conseguido justo lo contrario: que nadie olvidase ya nunca quien era el mariscal Pedro de Navarra. 

Cisneros, el gran inquisidor metido a gobernante tras la muerte del rey Fernando, juzgó ante tales opiniones  que convenía sacarme de Navarra cuanto antes, pues reconocía en mí al único capaz de provocar la chispa de la rebelión del reino. En todos y cada uno de los pueblos de Castilla por donde pasamos de camino al castillo de Atienza -mi primera prisión-, fui pregonado como reo de alta traición a un rey al que malamente podía ser desleal, ya que nunca le había jurado fidelidad, pues no en vano la corona de Castilla había acabado en las sienes de Carlos, el nieto alemán del conquistador de Navarra. 

En 1519, cuando yo llevaba ya tres años encerrado, me hizo acudir a su corte en la ciudad de Barcelona. Me ofreció el perdón y la restitución en todos mis cargos y honores si le rendía pleitesía y besaba su escudo imperial. Así le hablé: 

-Suplico a Su Alteza, con toda la humildad posible, que se sirva demostrar conmigo la magnificencia que ha de esperarse de semejante Majestad, concediéndome la libertad y el permiso de ir a servir a quien estoy obligado. Así, la fidelidad y la limpieza que su Alteza quiere y estima de sus servidores, yo podré guardársela también a mi rey...

Sus guardias querían cortarme la cabeza allí mismo, pero él, con su gutural acento extranjero, sólo pronunció una palabra: 

-¡Neverrrra!

Me trajeron entonces a este castillo de Simancas. El helado y lacónico mandato del emperador fue seguido al pie de la letra por el alcaide de la fortaleza, que ordenó: 

-Para llegar al mariscal Pedro, haya tres puertas con cuatro cerraduras, dexando una ventanilla con su compuerta e cerradura para servicio de dar lo que oviera menester sin abrir, e quatro barras de hierro en la ventana. Y que nadie suba al castillo ni consienta que se den cartas al dicho prisionero. Y que ningún navarro entre en la villa so pena que, por la primera vez, le sean dados cient azotes, e por la segunda le corten un pie, e por la tercera, sea muerto...

Sólo me dejaron tener conmigo a mi fiel criado Felipe de Vergara, que está conmigo desde que éramos niños. Cuando abrieron la puerta de mi celda para que entrase, me lanzó esta pelota, que es exactamente  la misma con la que yo estaba jugando en Estella cuando mi madre vino a decirme que habían matado a mi hermano. 

Sé bien que ya nunca saldré de aquí, pues tendría que prestar obediencia a Carlos para conseguirlo. Pero si así lo hiciese, ¿qué valor tendría entonces el juramento que hice a doña Catalina y don Juan? 

Creen que me lo han quitado todo, que ya no tengo nada. Pero se equivocan: me queda mi palabra, que vale lo mismo que valgo yo, y eso no podrán arrebatármelo jamás.


Así que... Lanza la pelota primero contra el suelo, para que rebote en la pared de enfrente y vuelva otra vez a su mano. Y ese triple mecanismo produce siempre el mismo monótono y rítmico sonido del cuero chocando contra la piedra. Y el  hipnótico compás viene acompañado en el interior de su cabeza por una continua profesión de fe que impide que se vuelva loco entre estos muros: 

-Soy el mariscal Pedro. Nací en Estella. No sirvo a otro señor que al legítimo rey de Navarra...


© Mikel Zuza Viniegra, 2012