viernes, 1 de abril de 2011

ZAZPI



¿Por qué te lamentas ahora? Pudiste volver a casa hace casi veinte años, Pierres de Lasaga te ofreció esa posibilidad, y preferiste seguir los alocados pasos de Mahiot de Cocherel, de Pierres de Sant Superano y de Juan de Urtubia, que decidieron poner su brazo al servicio de quien mejor les pagase. Apostaste entonces por no regresar a Navarra por una causa que no te atreviste a confesar entonces a ninguno de tus acompañantes. Un motivo que te había traído justamente hasta allí y que, desde luego, no hubieran entendido quienes sólo se movían por el simple placer de degollar un enemigo tras otro.

No, tú sabes bien que la causa de que te quedaras tiene que ver con tu infancia, cuando tu padre decidió que, para no estorbar el estado de tu hermano mayor, dedicases tu vida a la Iglesia. Abandonaste entonces el palacio de Artieda y te dirigiste al Estudio de Sangüesa para aprender los primeros latines, y a fe que lo conseguiste. Tus maestros se congratularon de tu capacidad y tu memoria, sobre todo fray Miguel de Garitoain, que te enseñó lo mucho que él sabía sobre los antiguos griegos y romanos, sobre sus gestas y sus aforismos...

¡Qué orgulloso estaría si pudiera verte ahora...!
Porque aunque te cueste creerlo es verdad: estás recostado en las maravillosas columnas de mármol del templo de Apolo, en la recién conquistada ciudad de Corinto, sobre cuya acrópolis ondea la cada vez más deshilachada bandera de Navarra...

Y cerrando los ojos vuelves a aquellas aulas junto a Santa María, y escuchas de nuevo la voz profunda de tu preceptor:

-Hubo en Grecia siete hombres que asombraron a todos los de su tiempo y también a todos los que hemos vivido en el mundo después que ellos. Su fama fue tan grande que recibieron el siempre inusual tratamiento de sabios entre los más sabios. Grabad sus nombres en vuestras cabezas, y pedid a Dios que permita que alcancéis siquiera una décima parte del conocimiento que ellos llegaron a poseer: Cleóbulo de Lindos, Solón de Atenas, Quilón de Esparta, Bías de Priene, Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene y Periandro de Corinto..."

Y no, no sólo no olvidaste nunca esos siete nombres, que te repetías una y otra vez, sino que cuando los reclutadores del infante Luis pasaron por Sangüesa, anunciando las maravillas sin cuento que todos los que se apuntaran para conquistar Albania podrían llegar a ver, te faltó tiempo para consultar los polvorientos mapas. Y cuando comprobaste que aquella tierra ignota estaba tan cerca de Grecia, colgaste tus hábitos de estudiante y, dejando una carta para fray Miguel, te uniste a la Gran Compañía Navarra.

Por el camino hasta tan lejanos países, aprendiste a manejar la lanza y la espada, pues comprendiste desde el prncipio que ese era el precio que debías afrontar para poder conocer el legado de los siete sabios, y desde luego lo pagaste con creces: has acabado con la vida de muchos albaneses, venecianos, bizantinos, caballeros hospitalarios, turcos, y hasta con algún navarro que no entendió esa obsesión tuya por no participar en los saqueos de ciudades y monasterios más que con la intención de hacerte con el mayor número de libros posible. Libros de autores de los que te habló tu maestro, y también de muchos otros que aquél nunca llegó a imaginar, y que escribieron sus obras hace tanto tiempo que resulta milagroso que se haya conservado siquiera algún fragmento de ellas...

Y has estado desde entonces en Atenas, y en Esparta, y ahora en Corinto. Y en arriesgadas singladuras por el luminoso mar de los griegos has entrevisto las brumosas siluetas de Mileto, Lesbos y Mitilene, ahora en poder de los turcos, y en sus mismas infieles manos descansa también la ciudad de Príene, en cuyo ágora, allí donde el muy docto Bías declaró una verdad que tú sabes ahora incontestable: que "la mayoría de los hombres son malos", no te importaría dejar tus huesos algún día...

Entonces, ¿qué te muerde por dentro, impidiéndote cumplir tu destino? ¿No son acaso los ojos negros de aquella a la que conociste en Olite mientras se preparaba la expedición, y a la que dijiste que volverías sabiendo que le mentías? ¿Cuántas noches ha aparecido su rostro en tus sueños? ¿No mandarías al Diablo a los siete sabios por ella? Ahora estará tan vieja como tú, y esos ojos estarán rodeados de arrugas, como lo están ya los tuyos, y aún así querrías estar ahora con ella, pues hace tiempo que sabes que la isla de Itaca no está en medio del azul cegador de estos mares, sino que siempre estuvo a su lado.

Y cuando esa nostalgia te ataca, sólo conoces un remedio: extraes de la escarcela uno de los viejos pergaminos rescatados del incendio de ya no te acuerdas qué lugar, y lees los versos de una poetisa llamada Safo, que estás seguro hubiera amado aquellos ojos tanto como tú de haber podido llegar a conocerlos. Y con el istmo de Corinto a tus pies, haces tuyas sus hermosas palabras:

"Igual parece a los eternos Dioses,
quien logra verse frente a ti sentado.
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!"


© Mikel Zuza Viniegra, 2011