lunes, 11 de abril de 2011

PLATA Y AVENTURINA



Si no estuviera ya tan cerca de su destino, no le importaría quedarse a morir en Gaskue, a la vera del muy noble San Urbano, abogado protector contra los males del reuma. Recuerda, acodado en sus muros, cuando de mocete se reía de los viejos que hasta allá se llegaban buscando recuperar algo de movilidad en sus atenazados miembros. Le parecía entonces que a él nunca le ocurriría nada igual, que sus brazos podrían empuñar la espada siempre con la misma fuerza, que sus rodillas soportarían todos los saltos que les ordenase dar, o que sus manos seguirían sin advertirle nunca de la proximidad de los cambios de tiempo. Pero ahora era ya tan anciano como aquéllos, y toda ayuda que el cielo pudiera enviarle sería bien recibida, por más que no creyese ya en la misma religión que cuando era niño. O quizá sí que lo hacía, porque pensaba que todas vienen a ser la misma.

Y no es que las alforjas le pesasen mucho en esta última vuelta de su camino, pues no llevaba consigo más que su gran espada, oxidada y sin punta de tanto usarla como bastón de peregrino, ahora que su dueño había abandonado definitivamente el sendero de la guerra, y una pequeña escarcela de la que, cuando su espíritu flaqueaba, extraía dos zarcillos elaborados con plata y aventurina, y se quedaba largo rato observándolos como si su brillo pudiese conjurar las presencias del pasado...

Quizás al principio pensó incluso que aquellas joyas le ayudarían a recuperar el amor de su esposa, pero habían pasado demasiados años desde su partida como para creer que aún pudiera seguir viva. A pesar de todo la escuchaba hablar como si fuera ayer:

-¿Y qué nos importa a nosotros dos si el rey Sancho se ha encaprichado de una princesa sarracena? Que vaya él solo a buscarla, si tanto le place, y quédate tú aquí conmigo, que ir a tierra de moros no te asegurará la fama o la gloria, como crees, si no tu ruina y aún puede que tu muerte. Vosotros os iréis a la guerra cantando, pero nosotras nos quedaremos aquí entre lágrimas...

Y, como siempre, ella tuvo razón: la pequeña hueste del rey de Navarra, que cruzó el estrecho pensando en servir de escolta nupcial a una exótica y desconocida soberana, tuvo que defenderse con uñas y dientes del acoso constante de bandas de fanáticos vestidos de negro de la cabeza a los pies, hasta que en uno de aquellos desesperados combates, quedó él tan maltrecho que todos lo dieron por muerto. Y lo hubieran enterrado en aquellas ardientes arenas si un alfaquí no se hubiera dado cuenta a tiempo de que aquel infiel todavía respiraba, aunque parecía dormir un sueño tan profundo que ni la tormenta más furiosa sería capaz de despertarlo.

Pero al fin despertó. Y lo hizo para darse cuenta de que aunque aquellos nómadas le habían salvado la vida, también le habían llevado tan lejos que nadie era capaz de darle ya nuevas sobre el rey Sancho o sobre sus compañeros de expedición, y que tampoco eso importaba demasiado, pues su nueva condición era la de esclavo al servicio de un bey moro. Tantas veces como intentó escapar, tantas veces fue inmediatamente capturado, incapaz de orientarse en aquel horrible secarral, donde todos los lugares eran siempre el mismo, pues por mucho que anduviera, al final siempre acababa descubriendo que lo había estado haciendo en círculo.

No le quedó más remedio pues, buscando sobrevivir, que aceptar que su vida ya no le pertenecía, y que aunque aprovecharía cualquier ocasión para volver a ser libre, tendría ahora que cumplir la voluntad de su dueño. Y recorrió con él desde entonces muchas de las rutas por las que las caravanas de aquellas gentes comercian entre sí, y aprendió su lengua y sus costumbres, y con el tiempo acabó olvidando casi su propio idioma, el país donde había nacido y hasta las oraciones dirigidas al Dios de los cristianos.

Únicamente se esforzó en no olvidar dos cosas: ni a la mujer que había dejado abandonada en Eusa, ni a manejar la enorme espada que tanto sorprendía a los lugareños, pues ellos estaban acostumbrados a hojas mucho más lígeras y curvadas. Su destreza en esas lides le mantuvo vivo en la multitud de algaradas en que se vio obligado a participar por defender los negocios de su amo, que, agradecido, acabó concediéndole la libertad en su lecho de muerte.

Es cierto que entonces pudo haberse quedado en Africa, pero sabía que si no aprovechaba sus últimas fuerzas, nunca regresaría ya a Navarra. Y se puso en camino, y muchos más adversarios y ladrones de los que él hubiera querido perdieron su cabeza al comprender demasiado tarde que aquel no era un simple anciano más al que poder asaltar impunemente. Y compró también en la medina de Fez dos zarcillos elaborados con plata y aventurina -que es cristal de color tan verde como la hiedra que cubre los robles de Lizaso-, y volvió a atravesar el mar. Y cruzó Al-Andalus de punta a punta, y entró luego en el reino de Castilla, y cuando llegó por fin a Navarra no se detuvo a saludar a su antiguo señor en el castillo de Tudela, sino que siguió hacia el norte, ya con miedo de no poder arribar a su meta porque sentía en su cuerpo las feroces dentelladas de la vejez y del hastío.




Y llegó a Eusa, y subió con mucha dificultad la empinada pendiente sobre la que se asienta su iglesia. Y volvió a entrar en la agradable umbría del pórtico, y su penumbra le hizo evocar una cueva que le enseñaron en mitad del desierto, en cuyas agrestes paredes hombres de otras épocas muy lejanas habían pintado las siluetas de unos alegres nadadores. Y deslizó sus dedos por los tres tableros del juego del alquerque grabados en el banco de piedra, recordando como ella le ganaba siempre todas las partidas. Y miró por última vez el silencioso y magnífico paisaje que a través de los seis arcos de cerrado medio punto puede desde allí vislumbrarse. Y entonces se sentó sobre la única losa del atrio, en cuya lápida leyó un nombre dolorosamente familiar, y por un pequeño hueco entre las piedras introdujo los zarcillos elaborados con plata y aventurina, no sin antes musitar unas palabras pidiendo perdón...



Y al día siguiente encontraron al guerrero inmóvil sobre aquella losa, y como su única pertenencia resultó ser un oxidado mandoble, un alma piadosa se encargó de darle sepultura en el mismo lugar que había elegido para morir, y grabó sobre la piedra una espada que, todavía hoy, guarda su tumba...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

Las fotos 1 y 4 son de Manuel Sagastibelza.
La 2 está sacada del Foro "Caminando entre Románico"