Quizás por pasar tanto tiempo en lo alto de la torre, al escaso abrigo que las almenas ofrecen, o quizás por seguir inhalando los vapores de esas tostadas hierbas que los vikingos trajeron de más allá del mar, el caso es que el capitán cayó enfermo la mañana de Navidad.
Por tanto la fiebre no le permitió oír a mediodía las campanas de la catedral que, como una piedra arrojada al centro de un estanque, iban convocando poco a poco a sus hermanas del resto de pueblos de la cuenca, y éstas a las de toda la merindad de las Montañas, y éstas a las de Ultrapuertos al norte, a las de Estella al oeste, a las de Sangüesa al este y a las de Tudela al sur, hasta que no quedó ni un solo navarro sin recordar a aquél que nació en un pesebre en Belén, debe hacer ahora unos mil trescientos años...
Le frotan el pecho con ungüento mezcla de menta, trementina, aceite de eucalipto, aceite de nuez moscada y aceite de madera de cedro, pero aunque eso le despeja la nariz, sigue su cabeza tan embotada como antes del balsámico tratamiento, e incluso hace el paciente todo lo posible por no conciliar el sueño, pues le asaltan en cuanto cierra los ojos extrañas imágenes que no puede asegurar si pertenecen a su pasado o al tiempo que aún está por llegar...
En cuanto se duerme, martillea constantemente en su cabeza el sonido que hacen las piedras arrojadas al aire cuando por fin caen sobre una mesa. Afortunadamente no son del tamaño y peso de las que levantan algunos leitzarras, sino diminutas, y con extraños signos grabados en ellas. Concentrándose mucho, puede distinguir alrededor del tablero a varias personas de aspecto hosco y desgreñado, vestidas con muchas pieles de oso, a la usanza del norte helado, y que ríen de forma maléfica mientras descifran los petreos augurios. Sólo una frase de la conversación que mantienen queda prendida de su consciencia cuando despierta sobresaltado:
Por tanto la fiebre no le permitió oír a mediodía las campanas de la catedral que, como una piedra arrojada al centro de un estanque, iban convocando poco a poco a sus hermanas del resto de pueblos de la cuenca, y éstas a las de toda la merindad de las Montañas, y éstas a las de Ultrapuertos al norte, a las de Estella al oeste, a las de Sangüesa al este y a las de Tudela al sur, hasta que no quedó ni un solo navarro sin recordar a aquél que nació en un pesebre en Belén, debe hacer ahora unos mil trescientos años...
Le frotan el pecho con ungüento mezcla de menta, trementina, aceite de eucalipto, aceite de nuez moscada y aceite de madera de cedro, pero aunque eso le despeja la nariz, sigue su cabeza tan embotada como antes del balsámico tratamiento, e incluso hace el paciente todo lo posible por no conciliar el sueño, pues le asaltan en cuanto cierra los ojos extrañas imágenes que no puede asegurar si pertenecen a su pasado o al tiempo que aún está por llegar...
En cuanto se duerme, martillea constantemente en su cabeza el sonido que hacen las piedras arrojadas al aire cuando por fin caen sobre una mesa. Afortunadamente no son del tamaño y peso de las que levantan algunos leitzarras, sino diminutas, y con extraños signos grabados en ellas. Concentrándose mucho, puede distinguir alrededor del tablero a varias personas de aspecto hosco y desgreñado, vestidas con muchas pieles de oso, a la usanza del norte helado, y que ríen de forma maléfica mientras descifran los petreos augurios. Sólo una frase de la conversación que mantienen queda prendida de su consciencia cuando despierta sobresaltado:
"las runas dicen que nadie vendrá para ayudarla..."
Le duelen hasta los párpados al incorporarse en la cama, y violentos estornudos que deben oírse más allá del valle de Goñi, sacuden sus pulmones como si alguien estuviera tirando de ellos hacia afuera para arrancárselos; pero sabe que no puede quedarse quieto mientras aquella incertidumbre siga royendo su espíritu. Así que hace que le traigan desde Uxue todos los tarros de miel que un mensajero a caballo pueda transportar, pues sabe que aquellas flores, por servir de manto a la morenica Santa María todo el año, son las que proporcionan el néctar más dulce y curativo. Y encarga también leche recién ordeñada en el valle de la Ulzama, que llega a palacio en grandes kaikus de madera, porque sólo faltaría que en la corte de Navarra se usaran otros recipientes que esos tan propiamente nuestros, que hasta aparecen dibujados en las Biblias de don Sancho el Fuerte.
Y todo bien conjuntado y puesto a hervir sobre madera de haya recién cortada en Aralar, que goza del privilegio desde tiempos muy lejanos de que mientras arde en el hogar, va extendiendo por la habitación el mismo aroma que los ángeles disfrutan en aquella altura, acaba obrando el milagro de restablecer a Esteban. Bueno, todo eso y, cuando los galenos no miran, tres o cuatro caladas a esas ya mentadas hierbas vikingas, porque él ya sabe muy bien lo que tiene que hacer...
Y da entonces al herrero, que igual que su pariente sangüesino, Regín se llama, la orden de que forje para su caballo Aristarco herraduras de plata con muescas talladas a buril, de las que impiden resbalar en las rutas heladas y ponen en fuga con sus destellos lunares a los lobos que acechan a los viajeros perdidos. Y le entrega también su espada, templada con el agua que brota de las heridas de la sagrada montaña de Izaga, para que vuelva a bruñirla y consiga que su filo, mellado de tanto morder a los enemigos de Navarra, sea otra vez tan liso como la piel de aquella que tanto añora. Y nada más pasar el paño por su hoja, reluce en ella la inscripción grabada hace ya mucho tiempo: "Siempre como tú desees".
Y aunque la miel, la leche, los kaikus y las hayas hayan hecho maravillas, sigue doliéndole todo al capitán. Por eso, y pensando que al fin y al cabo no se sentirá peor de lo que ya está por hacerlo, recoge un poco de nieve recién caída y la mezcla muy bien mezclada con el licor de enebro y con aquel otro derivado de la quinina, que es remedio muy bueno para las fiebres, como cierto médico le dijo una vez, y vierte el jarabe en dos vasos, uno para él, y otro para el herrero, que andar todo el día en la fragua debe dar mucha sed...
Y es que necesita ahora Esteban todo el arte metalúrgico de don Regín, pues parece que habrá de echarse al camino para desfacer entuertos otra vez, por más piedras mágicas que intenten impedírselo. Y mientras lo haga, seguro que silbará el viento entre los árboles, y repiqueteará el río allá abajo...
Le duelen hasta los párpados al incorporarse en la cama, y violentos estornudos que deben oírse más allá del valle de Goñi, sacuden sus pulmones como si alguien estuviera tirando de ellos hacia afuera para arrancárselos; pero sabe que no puede quedarse quieto mientras aquella incertidumbre siga royendo su espíritu. Así que hace que le traigan desde Uxue todos los tarros de miel que un mensajero a caballo pueda transportar, pues sabe que aquellas flores, por servir de manto a la morenica Santa María todo el año, son las que proporcionan el néctar más dulce y curativo. Y encarga también leche recién ordeñada en el valle de la Ulzama, que llega a palacio en grandes kaikus de madera, porque sólo faltaría que en la corte de Navarra se usaran otros recipientes que esos tan propiamente nuestros, que hasta aparecen dibujados en las Biblias de don Sancho el Fuerte.
Y todo bien conjuntado y puesto a hervir sobre madera de haya recién cortada en Aralar, que goza del privilegio desde tiempos muy lejanos de que mientras arde en el hogar, va extendiendo por la habitación el mismo aroma que los ángeles disfrutan en aquella altura, acaba obrando el milagro de restablecer a Esteban. Bueno, todo eso y, cuando los galenos no miran, tres o cuatro caladas a esas ya mentadas hierbas vikingas, porque él ya sabe muy bien lo que tiene que hacer...
Y da entonces al herrero, que igual que su pariente sangüesino, Regín se llama, la orden de que forje para su caballo Aristarco herraduras de plata con muescas talladas a buril, de las que impiden resbalar en las rutas heladas y ponen en fuga con sus destellos lunares a los lobos que acechan a los viajeros perdidos. Y le entrega también su espada, templada con el agua que brota de las heridas de la sagrada montaña de Izaga, para que vuelva a bruñirla y consiga que su filo, mellado de tanto morder a los enemigos de Navarra, sea otra vez tan liso como la piel de aquella que tanto añora. Y nada más pasar el paño por su hoja, reluce en ella la inscripción grabada hace ya mucho tiempo: "Siempre como tú desees".
Y aunque la miel, la leche, los kaikus y las hayas hayan hecho maravillas, sigue doliéndole todo al capitán. Por eso, y pensando que al fin y al cabo no se sentirá peor de lo que ya está por hacerlo, recoge un poco de nieve recién caída y la mezcla muy bien mezclada con el licor de enebro y con aquel otro derivado de la quinina, que es remedio muy bueno para las fiebres, como cierto médico le dijo una vez, y vierte el jarabe en dos vasos, uno para él, y otro para el herrero, que andar todo el día en la fragua debe dar mucha sed...
Y es que necesita ahora Esteban todo el arte metalúrgico de don Regín, pues parece que habrá de echarse al camino para desfacer entuertos otra vez, por más piedras mágicas que intenten impedírselo. Y mientras lo haga, seguro que silbará el viento entre los árboles, y repiqueteará el río allá abajo...
© Mikel Zuza Viniegra, 2010