Estella, 28 de junio de 2018
Una de
las más curiosas historias que se perdieron cuando ardió el archivo de la iglesia
de San Miguel de Estella en el verano de 1739, es el acta judicial de un
proceso del año 1503, que relataba lo sucedido apenas doce meses antes, durante
las celebración del torneo organizado en aquella ciudad por los reyes Catalina
y Juan de Labrit para agasajar a la embajada del archiduque Felipe de Borgoña.
Dicho
pleito sólo podemos conocerlo hoy en día por los breves apuntes que el erudito
local Andrés María de Errazquin tomó de las actas originales en el siglo XVI,
mientras preparaba su libro: “Glorias inmarcesibles de la ciudad de Estella y
corolario angélico que lleva directamente a los Cielos a los naturales de esta
villa, siempre favorecidos por la intercesión divinal y regia, desde los
tiempos de la invasión agarena hasta el feliz reinado de S. M. Felipe IV de
Navarra, II de Castilla”.
Anota
el ilustrado estellés cómo, agobiados siempre los reyes de Navarra por la presión
de los reyes Isabel y Fernando, buscaron a la sazón apoyo y alianza en el
todopoderoso duque Maximiliano de Borgoña, y en su joven hijo, Felipe, que fue
con quien, al parecer, mejores migas hicieron, quedando muy prontamente
concertado el envío de una embajada borgoñona que confirmase públicamente a
todos los reinos y estados del mundo la unión entre Navarra y Borgoña.
La
inminente llegada de la delegación, y el mal estado de la capital del reino
tras tantos años de guerra civil entre beaumonteses y agramonteses, hicieron
que nuestros sagaces reyes pensasen en Estella como el mejor lugar para recibir
a los embajadores del norte, pues a todos era notorio que tenía esta ciudad
suficientes atractivos como para deslumbrarlos, no siendo el menor de los
cuales el ornato y engalanamiento que justo en ese mismo año de 1502 se estaba
llevando a cabo en la parroquia de San Miguel, cuyo retablo mayor estaba siendo
esculpido por el maestro Terín, un famoso artífice aragonés.
Por si
acaso el arte que podían costear los monarcas navarros no impresionaba demasiado
a los viajeros, al fin y al cabo acostumbrados al lujo borgoñón, el rey Juan
decidió obsequiarles con un torneo donde pudieran mostrar sus habilidades
guerreras, enfrentándose a la flor y nata de los caballeros navarros.
Nadie
de los presentes en Estella cuando arribó la comitiva, podrá olvidar nunca la
prestancia y distinción de los recién llegados, sobre todo de quien los
comandaba: el duque Roberto Van Breukelen, cuya armadura dorada y plateada
deslumbraba al sol de los primeros días del verano. Cuenta la crónica que,
cuando el duque se apeó de su caballo y se quitó el yelmo para hacer la
reverencia a Sus Majestades, una cascada de bucles rubios, más brillantes aún
que el oro que punteaba su arnés, cayó sobre sus hombros, provocando un
murmullo de admiración en toda la concurrencia: ¡Qué guapo, por Dios!
Hay
quien dice que hasta se lo escuchó decir a la reina doña Catalina, pero esto es
algo sobre lo que los historiadores no se ponen –todavía hoy- de acuerdo. De lo
que sí podemos estar seguros, gracias a las anotaciones de Errazquin, es que
uno de los que más prendados quedó fue el citado maestro Terín, que en aquel
mismo momento quedó prendado y sojuzgado por la belleza de don Roberto. Esto,
que hoy en día no asombra a nadie que tenga dos dedos de frente, pudo costarle
la vida al renombrado escultor, pues tal y como afirmaba el proceso judicial hoy
perdido, no era el artista persona que escondiese sus sentimientos, como
demostró fehacientemente comenzando a tallar la figura del santo titular,
copiando escrupulosamente cada uno de los rasgos del duque, lo cual provocó
hondo rechazo en algunos miembros del Consejo Real, singularmente en el obispo
don Martín de Ilurdoz, que amenazó con anatemas (y quien sabe si también con
hoguera) a cualquiera que propagase entre sus fieles lo que el denominaba como “pecado
nefando”.
Llegó
el obispo en su mal propósito a invertir de su propio pecunio (cosa
extremadamente rara en los de su condición, que siempre prefieren tirar con pólvora
del Rey) en la contratación de dos nuevos agentes que él creía que contribuirían
a terminar definitivamente con aquella sensación de pecado que se había
extendido por Estella. El primero, el mejor caballero nacido entre las mugas
del reino: Francés de Beaumont, que llevaba fama de no haber sido nunca
derrotado en combate real ni menos aún en torneo, que se encargaría de apalizar
al advenedizo borgoñón. Y el segundo, un imaginero traído a toda prisa desde las
obras de la catedral de Santo Domingo de la Calzada, para que lo inmortalizase y lograra
opacar con su arte a la blasfema imagen que estaba tallando el maestro Terín.
Llegó
el día del torneo. No se puede decir, ni aún siquiera se podría imaginar, el
garbo que ambos contendientes demostraban. Llevaba Jorge sus mejores galas bélicas:
peto forrado de raso carmesí y pancera acanalada brillante y plateada. Roberto
repetía la indumentaria del día de su llegada: arnés blanco con pancera y
faldellín de oro y una capa escarlata sobre los hombros. Combatieron primero a caballo, y cuando quedó claro que
ninguno podría descabalgar al otro, lucharon a pie, hasta que el ahogo por
tanto esfuerzo les obligó a quitarse los yelmos.
Lo
cierto es que, movidos por la inquina que terceras personas habían sembrado
esos días entre ellos, no habían llegado a verse todavía las caras, así que
cuando se desprendieron de sus respectivos cascos y camailles, no pudieron
dejar de sentirse fascinados el uno por el otro, pues es de saber que nadie creía
que pudiera haber otros dos caballeros más fuertes y hermosos en toda la Cristiandad. De
suerte que cuando decidieron firmar tablas en su pelea, nadie se llevó las
manos a la cabeza, excepto el señor obispo, que parecía a punto de echar espuma
por la boca.
Esa
misma noche, los dos caballeros –misteriosamente- desaparecieron, unos dicen
que se refugiaron en la corte de Portugal (siempre más abierta y tolerante),
otros que cruzaron de la mano el mar, rumbo a los nuevos territorios recién
descubiertos. El obispo exigió a don Juan y doña Catalina que salieran sus
tropas a darles caza, pero es fama –recogida en el acta desaparecida, y
atestiguada ada por el docto Errazquin- que ambos contestaron al unísono que no
eran ellos quiénes para cuestionar lo que los poetas más famosos de aquél
momento sabían, pues:
“Es amor fuerza tan fuerte,
que
fuerza toda razón.
Una
fuerza de tal suerte,
que
todo ingenio convierte,
por su
fuerza y afición.”
Condenaron
pues los reyes al obispo a permanecer callado, pero también a pagar al tallador
contratado la estatua de San Jorge, de tal forma que incluso hoy en día, pueden
ver quienes se acerquen a aquella iglesia en lo alto de Estella los retratos de
Francés y de Roberto, camuflados como los santos guerreros por excelencia: uno
en su capilla exenta y otro en el ábside. Y como es Estella ciudad en la que
llueve bastante y pugna por salir el sol entre las nubes, algunas veces, como
probablemente en el día de hoy, un arco iris une esas mismas manos que cruzaron
el mar para dejar atrás mezquindades y prejuicios.
SAN JORGE DE ESTELLA |
SAN MIGUEL DE ESTELLA, por el Maestro Terín |
Y esta
historia fue escrita el 28 de junio, Día Internacional del Orgullo LGBT, que
esta vez coincide además con una tormenta mediática sobre la figura del San
Jorge de Estella, que llevaba 500 años en la tranquilidad de su anonimato, y que
a él volverá a pasar otros 500 más, si le dejamos entre todos –yo incluido-
en paz.
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018