Pamplona, 1 de junio de 1456
-La situación es desesperada, príncipe Carlos: los Peralta por el sur y los Foix por el norte están a punto de cerrar el cerco sobre la ciudad. Si no os marcháis cuanto antes, lo más probable es que volvais a ser apresado por vuestro padre, y me temo que esta vez no saldréis con la cabeza sobre los hombros...
-Para lo que me ha servido hasta ahora la cabeza, quizás sería un descanso que me la cortaran. ¿Y no hay otra solución que irme? Dirán que huyo, que os dejo desamparados...
-Cabría todavía la posibilidad que os llevo comentando desde hace tanto tiempo: levantar cuatro poderosas torres en el flanco noreste la muralla, casi sobre ella. Allí meteremos a todos los sospechosos de ser partidarios del rey don Juan, y os juro que les haremos pagar con sangre su traición. Bien sabéis que a él mismo le pareció buena idea levantarlas, que siempre ve traidores a su alrededor. Hagamos entonces lo mismo que él. ¡Dadme el permiso para construirlas y de vos quedará siempre memoria en estos reinos!
-Sí: memoria de sangre, memoria amarga, porque si ahora hago lo mismo que iba a hacer mi padre, ¿en qué me distingo de él?
-¡En que por una vez ganaríais vos! El sentimentalismo no tiene cabida en las labores de gobierno: sólo el dinero y el número de enemigos muertos en el campo de batalla.
-¿Y merece la pena reinar para acabar actuando así?
-Cuentan los griegos y los romanos que no ha habido rey sobre la tierra que haya hecho las cosas de otro modo, príncipe.
-Pues ya va siendo hora de que haya uno que las haga de otra manera, ¿no creéis?
No. Ni mi última orden ni mi legado serán cuatro ominosas torres cuya fealdad me quite las ganas de entrar en Pamplona cuando regrese del exilio.
Marcharé mañana mismo, y os prometo que recabaré toda la ayuda que pueda en Francia, Roma o Nápoles. Pero ya que el de hoy va a ser mi último día en esta ciudad os diré en qué voy a aprovecharlo: cabalgaré hasta Burlada, y pararé a refrescarme en el pequeño palacio donde vivió mi prima Leonor, la hija de mi tía Beatriz.
Dejaré allí mi caballo, y subiré de nuevo a Pamplona a pie, silbando tranquilamente una tonada de Raimon de Miraval, mi trovador favorito, probablemente acompañado por los peregrinos a Santiago que por allí pasan. ¿Qué mejores compañeros para un príncipe errante como yo?
Y por el camino me iré deteniendo a contemplar la extraordinaria vista que ante los ojos de quien saben apreciarla se ofrece: al extremo diestro la catedral, todavía en obras, como vigilando desde los montes de Goñi hasta el Gaztelu que tiene enfrente; entre medio, sólo las pequeñas torres de iglesias que no se atreven a cuestionar la hegemonía de las del templo mayor del reino; y en el extremo diestro, sobre la Magdalena, el placer de poder posar los ojos -viviendo en plena ciudad- en el color verde de las huertas que baña el Arga.
¿Y me decís que levante cuatro torres-adefesio sobre este vergel? No lo haré jamás.
No soy mi padre, a quien ni Pamplona ni el resto de Navarra le han importado nunca. No las conoce, y por tanto tampoco puede amarlas. Lo sé muy bien, porque es exactamente lo mismo que le pasa con mi hermana Blanca o conmigo.
-Como queráis, pero seguro que vendrán otros que sí levantarán las torres.
-Lo sé, tales personas abundan. Y dirán lo mismo que vos: que son necesarias, que son la mejor solución, que no han podido hacer otra cosa... Y dirán la verdad, porque ese tipo de gente jamás ofrece otra solución que multiplicar el horror a su alrededor. Destruirán un paisaje que sólo teníamos aquí, para hacer lo mismo que existe en cualquier otro sitio. Pero no podrán decir nunca que fui cómplice.
-Tan terco y testarudo como siempre, príncipe.
-¿No recordáis el dicho popular, mi señor tio don Juan de Beaumont? Pues resulta que se me puede aplicar muy bien:
"Cabezudo fue mi abuelo,
porque nació aragonés.
Más tozudo fue muy padre,
¡Y yo como entre los tres!"
-En fin... Id preparando vuestras valijas para el largo viaje que os espera mañana. Pero antes aún os queda una última labor de gobierno: en la sala contigua hay unos frailes Salesianos aguardando ser recibidos.
-¿Y qué es lo que quieren, mi señor tío don Juan de Beaumont?
-Hablaros sobre no sé qué proyecto que dicen abanderar.
-Ya no tengo tiempo. Pero recordadles de mi parte lo que decía su fundador: "enseñemos a todos la belleza de la virtud." Si acaso veis que no reaccionan, y como parece que les gustan tanto las torres, encerradlos una buena temporada en la más alta del castillo de Monreal, que les vendrá muy bien reflexionar allí dentro...
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2017