En lo más alto de la colina que domina la ciudad se halla la imponente cartuja de San Martino, el templo donde desde tiempo inmemorial reciben sepultura los nobles más importantes. Aunque, como en todas las cosas, también en la muerte hay distintos grados de importancia, y por eso a ti, príncipe Carlos, te está costando hallar la tumba que buscas.
No es, desde luego, el mejor momento para emprender investigaciones arqueólogicas: hace apenas unas horas que falleció tu tío, el poderoso rey Alfonso, el único que pareció hacer caso de tu justa reivindicación del trono de Navarra. Aunque cada vez más te preguntas si en realidad no fue todo una conjura de tu familia aragonesa para hacerte venir a Nápoles y que olvidases tus derechos.
Y conste que casi lo consiguen: los castillos más hermosos, las mujeres más inteligentes, los libros más viejos y de más clara sabiduría, la mar -esa que Navarra tanto echa de menos- más azul y ondulante... Todo eso y mucho más han sido para ti estos diez últimos meses en Nápoles.
Pero ahora que tu viaje debe continuar (tu primo, el bastardo Ferrante, te busca porque debe pensar que quieres postularte al trono de Nápoles, y tu no tienes tiempo ni ganas de explicarle que estás ya cansado de aspirar a tronos que se te escapan siempre entre los dedos, como la arena de la playa), y cuando ya tienes preparado el barco que te pondrá a salvo llevándote a Sicilia -si es que un exiliado puede estar a salvo en algún sitio-, es cuando has decidido pagar una antiquísima deuda que tienes contigo mismo y con tus antepasados...
El hermano archivero te señala -no puede hablar, es cartujo- al fin una tosca lápida, perdida en una de las capillas más pequeñas y oscuras de la iglesia. Barres con tu mano las desgastadas letras, y a la parpadeante luz de la vela lees con dificultad:
Ludovicus, infans Navarrae.
Albaniae victor.
MCCCLXXVI
Y tu cabeza y tu corazón vuelven al jardín de los toronjales del palacio de Olite, a los tiempos en que tu abuelo el rey Carlos el Noble te contaba las hazañas de su tío, el infante Luis, cuya dote de matrimonio con la princesa Juana de Nápoles consistió en los derechos a un remoto país junto al mar de los griegos. Sólo había que conquistarlo, y con la ayuda de la esforzada y valiente Compañía Navarra lo hizo, aunque halló también allí la muerte.
"Todos moriremos algún día -decía siempre el abuelo- lo importante es intentar hacerlo con honor y gloria. El tío Luis lo logró. Si alguna vez vas a Nápoles, pon una vela sobre su tumba en mi nombre, y otra en el de mi padre, su querido hermano".
Ahora, cuando te buscan quizás para matarte, y aunque has tenido diez meses para venir a San Martino, es cuando decides cumplir tu voto. Tarde y mal, como siempre, porque no podrás pagarle una lápida más lujosa a tu tío-abuelo, una en la que campeen sus armas, las que tú mismo vistes pintadas, hace tantos años ya, en Ardanaz de Izagaondoa. Pero, ¿con qué dinero, si tú mismo eres ya más mendigo que príncipe? Ni podrás tampoco ordenar docenas de misas cantadas por su alma. Ni siquiera tienes tiempo ya para rezar una mísera oración por él.
Sólo para arrodillarte y depositar tres velas sobre la losa. Una por el rey Carlos II, otra por el rey Carlos III, y otra por ti: Carlos IV, rey de Navarra, príncipe de Viana, duque de Nemours, duque de Gandía, de Montblanc y de Peñafiel, conde de Ribagorza y señor de la ciudad de Balaguer. Aunque solamente tú respetes ya esos títulos, y añores una Albania donde jugarse con la Muerte la Gloria y el Honor.
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016