martes, 5 de abril de 2016

REYNO

Muchos historiadores caen en el común error de situar a los gobernantes cuyos hechos tratan de dilucidar, un escalón más alto que el resto de la gente que vivió en su época. Como si no compartieran las mismas emociones, gustos y sentimientos de todos aquellos que tenían la suerte o la desgracia -las más de las veces- de tener que soportarlos.

Ese ha sido el tratamiento habitual dado al último rey de Navarra, Juan de Labrit, de cuyo fallecimiento se cumple este año el 500 aniversario. Muchos de los datos sobre su vida permanecen aún inéditos, durmiendo el sueño de los justos -nunca mejor dicho en este caso concreto- en archivos que pocas veces reciben más visitas que la del funcionario que vigila su conservación.

Pero están ahí. Siempre han estado ahí. Sólo hay que querer encontrarlos, algo que desde las altas instancias administrativas o eclesiásticas de Navarra prácticamente nunca se ha fomentado. Recordemos que los vencedores siempre pagan mejor.

SUPUESTO RETRATO DEL REY JUAN DE LABRIT (a la izquierda)
en el RETABLO DE ISABEL LA CATÓLICA
de JUAN DE FLANDES

Mariano Arigita, que a principios del siglo XX ostentó simultáneamente los cargos de Archivero de la Diputación Foral y de la Catedral de Pamplona, tuvo pues a su disposición muchos de esos documentos en los que nadie había reparado antes, o más bien no habían permitido que nadie reparase.

Uno de ellos, glosado apenas en su libro sobre Bibliografía Navarra, nos habla de cómo Juan de Labrit volvió a Navarra una vez más de las que los cronistas admiten normalmente. Recapitulemos: tras la invasión del reino por las tropas de Fernando el Católico en julio de 1512, el rey legítimo intentó recuperarlo en noviembre de 1512 y en marzo de 1516. Pero el citado legajo habla de otra estancia -bien que fugaz- del rey en Pamplona en 1514. ¿A qué pudo responder esta desconocida visita?

En ese año, el duque de Alba había abandonado ya Navarra, que creía definitivamente dominada. El poder represivo recaía por tanto en el coronel Villalba, quien hasta entonces había sido su subordinado. Pero tenía aún por encima al virrey: don Diego Fernández de Córdova y Arellano, marqués de Comares y alcaide de los Donceles. Y ese era el puesto que realmente ambicionaba el coronel...

Con ser muy cruel, era también inteligente, y sabía que la única oportunidad que tenía de alcanzar tal posición era hacer un regalo al rey Fernando que éste se viera obligado a recompensar. ¿Y qué mejor regalo que la captura del reyezuelo Labrit?

Puso por tanto a micer Juan Rena -que presumía del pomposo título de "Contador del Ejército de Castilla", pero era en realidad un reptil ducho en el arte del más vil y traicionero espionaje- a investigar cada detalle de la vida del antiguo gobernante.

Supo así de su afición a los libros, que le hacía recorrer largas distancias a la búsqueda de armoriales y centones de versos. Supo también que no había sido fiel a la reina Catalina. Tantas veces que resultaba imposible conocer la identidad de todas las implicadas, aunque tampoco le extrañó lo más mínimo, porque eso era lo que hacían en su tiempo todos los reyes. Se mostró mucho más interesado por la opción de encerrar a todos sus bastardos y amenazar con matarlos, aunque de todas maneras no era seguro que la sangre ilegítima hiciera conmoverse tanto al de Labrit como para lograr que volviese al reino, ya que era de ilusos pensar en enviar un contingente de soldados al bien protegido territorio del Bearne para secuestrarlo...

Unos viejos sirvientes de palacio, coaccionados adecuadamente por Rena, dieron con la clave: el rey Juan era al parecer ciego seguidor de un artista procedente de Las Indias, allende los mares. Atesoraba todos sus cancioneros impresos, y hacía aprender sus tonadas a los juglares y músicos de la corte para poder escucharlas una y otra vez. No lo podían asegurar, pero creían haberle oído decir que lo había conocido hacía más de veinte años, cuando la reina Isabel de Castilla lo envió a Navarra como muestra de buena voluntad. Desde entonces era un acérrimo admirador suyo.

Quizás... Quizás si Rena y Villalba conseguían traerlo de nuevo a Navarra, y hacían correr la noticia por el Bearne, el estúpido Juan de Labrit podría caer en la trampa que catapultaría a ambos a lo más alto del escalafón castellano en el reino ocupado, porque si el coronel quería ser virrey, el espía quería ser obispo...

Convencieron pues al marqués de Comares de que moviese en la corte de Castilla la idea de organizar otro concierto de aquel condenado músico en Pamplona, para demostrar que, tras dos años de conquista, la paz más armoniosa era la tónica habitual del reino. Fueron después despachados correos numerosos a la ciudad de Pau, donde residía don Juan, anunciando tan gozosa ocasión para el tres de abril. Ahora sólo restaba tener un poco de paciencia...

Llegó el día señalado. Probablemente casi un tercio de la nutrida asistencia reunida para escuchar al músico eran guardias castellanos camuflados. La red estaba tendida, Rena y Villalba sólo esperaban al incauto pez.

Lo vio todo muy cambiado. El palacio era ahora un cuartel. Su biblioteca, un vertedero. El bullicio de las calles era ahora silencio crispado, el que nace de la vigilancia permanente de los ocupantes sobre los ocupados. ¿Y él, acaso no había cambiado también? Antes era rey y ahora no era nada. Ni siquiera lo reconocían al pasar: unos porque siempre agacharon la cabeza a su paso, y otros porque quizás lo recordaban con el pelo menos cano y la barba más poblada. Pero quería agarrarse como a un clavo ardiendo a una sola posibilidad: que la voz del cantor sí siguiera siendo la misma de hace veinte años.

Y sí, contra todo pronóstico, seguía siendo tan cálida y evocadora como sólo puede serlo la de las gentes que vienen de allende los mares. Tanto como para hacerle olvidar la más mínima prevención, aún sabiéndose rodeado de docenas de enemigos en aquel mismo instante. Y, de pronto...

De pronto una mano que sujeta fuertemente la tuya, y unos ojos familiares porque son la misma mano y los mismos ojos que te acompañaban en el concierto de hace veinte años. Eso tampoco ha cambiado. Y las canciones os llevan, lejos y cerca. Lejos de los que entre el público os acechan, y cerca de lo que fuísteis.

Arigita no dice más en su libro, aunque sabemos que ni el mezquino Villalba llegó a virrey, ni el intrigante Rena a obispo. Juan de Labrit no recuperó tampoco lo que por derecho y razón legítima le correspondía.

O -leyendo bien esta historia- quizás sí que lo hizo, porque sólo cada persona -incluidos los reyes- sabe cuál es su verdadero reino...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016