Inbuluzketa. Foto de J. M. Etayo |
Así, Gabriel sabía de memoria que el primero de los suyos
–don Marzal- fue eytán de don Eneko Aritza, primer rey de los navarros. Y que
cuando Sancho el Mayor acudió a reunirse en Angely con Roberto el piadoso de
Francia para celebrar el descubrimiento de la cabeza de Juan el Bautista, don
Marcos de Inbuluzketa les guardaba a ambos las espaldas. Y que don Simón de
Inbuluzketa había sido quien espantó las feroces moscas cartaginesas del rostro
exangüe de Teobaldo II en su cruzada a Tunez.
Y cada día aprendía un nuevo dato con el que engrosar la
honrosa memoria de su familia.
Por esa misma época comenzaron a sucederse
terribles heladas en invierno y crueles sequías en verano, de manera que las
cosechas que conseguían a duras penas
sobrevivir a la escarcha, se perdían sin remedio al llegar el implacable estío.
Y nada menos que cinco años duró este infernal ciclo.
Y no había tampoco rey a quien servir, pues ocupaban
entonces el trono los Capetos de Francia, que no sentían allá lejos, en su
ciudad de París, cariño alguno por este reino de Navarra. Así que los caudales
de los Inbuluzketa rápidamente se agotaron, y con ellos las provisiones y la
leña que permitía calentar la sala del gélido palacio donde se arracimaban cada
vez más necesitados.
Y tuvo entonces Gabriel que afrontar la mayor prueba que
sus ancestros hubieran podido imaginar, pues ya no quedaba por quemar para
calentarles a todos más que aquel montón de legajos y papeles en los que los
Inbuluzketa habían basado siempre su prosapia…
Y aunque sentía sobre sí los ojos de todos sus insignes tatarabuelos, supo en seguida lo que tenía que hacer. Así que quemó primero, como correspondía, los hechos notables
de aquel primigenio don Marzal, y continuó haciéndolo respetando el orden
cronológico hasta que ya no quedó por quemar más que los folios en blanco que le hubiera tocado escribir con las supuestas hazañas que él mismo debería haber
protagonizado.
Y ese día se sintió más vivo y más libre de lo que ninguno de los suyos se había sentido jamás, pues desaparecidas en las brasas para siempre todas las
andanzas de su familia, no tenía obligación ya de parecerse ni de imitar a
ninguno de sus antepasados, y podía por fin ser nada más y nada menos que él mismo, que es
la cosa más complicada, y también más conveniente, que cualquiera –haya sido armado o no caballero- ha de llevar a cabo en su vida...
©Mikel Zuza Viniegra, abril 2014