Plaza del mercado de Ruan, 30 de mayo de 1431
¿Cuánta gente se ha concentrado ya en este maldito lugar? ¿Cinco mil, quizás diez mil? Y eso sin contar a la guarnición inglesa, que bien sumará otros mil lobos más, todos reunidos y excitados por el olor de la sangre que bien pronto se va a derramar.
Mil soldados contra una joven de apenas diecinueve años. Como no pudieron derrotarla en el campo de batalla, van a cobrárselo muy caro hoy aquí, cuando el verdugo la ate al poste y prenda la leña verde a sus pies. Entonces la enviada de Dios, la doncella, la capitana, la hereje, la loca, será tan solo Historia. Ya no molestará más, ni a los generales ingleses, a los que dejó en ridículo una y otra vez, ni tampoco a los comandantes franceses, que en realidad se avergonzaban de tener que obedecer a una mujer.
Pero los mercenarios como yo la idolatrábamos. Después de recorrer Francia de norte a sur con sangre hasta las rodillas durante casi cuatro años, todos habíamos conocido jefes mucho más ineptos, cobardes o vanidosos que ella, que al fin y al cabo era igual que nosotros: una simple pastora de ovejas allá en su perdida aldea de Domremy...
Y no nos escandalizaba ni sorprendía que defendiese vehementemente que las órdenes se las dictaban San Miguel, Santa Catalina o Santa Margarita, porque esos tres mensajeros nos resultaban igual de lejanos -quizás hasta mucho menos molestos- que los que venían a dárnoslas en nombre del rey antes de que ella fuese nombrada nuestra capitana. Reyes, santos, generales... ¿qué más dará?
Un rey que -naturalmente- jamás se había dejado ver en nuestros campamentos. Es más, al rey de Francia no lo conozco más que de perfil: el de su feísima cara en las monedas que nos pagaban por matar ingleses, cuantos más mejor. Y a fe que en todo este tiempo he debido vaciar dos o tres naves de esas que llegan todos los meses desde su brumosa isla para reclamar estas tierras que, para mí, nada significan, pues soy navarro, y hasta aquí solo me trajo la obligación de ganarme la vida, aunque fuera a costa de arrancar la de los demás. Y bien tranquilo que seguiría yo viviendo en Olite si el rey Juan II no hubiera tomado muy a mal que no quisiese prestarle públicamente homenaje a él, si no solo a su mujer y auténtica propietaria del reino, doña Blanca.
¿Que por qué actué así? No sé, me pareció que debía hacerlo. No me gustaban las ínfulas y aires de grandeza del nuevo rey, de carácter tan distinto al del viejo, el siempre cercano Carlos III. Pude hacer como los demás y tragarme el orgullo, pero nunca he sabido bien cómo lograrlo. Las patas de mi caballo me valieron entonces para cruzar la muga huyendo de su venganza, y como lo único que sabía hacer realmente bien era rebanar cuellos y aquí llevaban ya cerca de ochenta años en guerra, no tuve problema para ser aceptado en cualquiera de las Compañías que devastaban el país a su capricho. Hasta que llegó Juana...
Y no es que dejásemos de blasfemar en cuanto ella se daba la vuelta, o que algunas veces no dudásemos con serio fundamento de su cordura, pero verla a la cabeza de nuestro ejército enfundada en su brillante armadura era como volver a aquellos tiempos de los griegos de los que nos hablaba mosén Fidel cuando éramos niños en el claustro de San Pedro.
Sí, igual que aquellas amazonas que descabezaban atenienses y espartanos era Juana. ¿Igual digo? ¡Mejor! Porque éramos nosotros quienes cortábamos ahora testas de duques y marqueses para ofrecérselas sin que ella se manchase sus impolutas manos, siempre prestas para implorar ayuda a los Cielos. Hasta el más miserable gusano enrolado en nuestras tropas hubiese dado entonces su vida por la de la doncella. Y yo el primero. "Allez, mon brave navarre!", exclamaba ella orgullosa al verme avanzar contra las posiciones enemigas...
Y hoy, tan sólo dos años después, sólo yo resisto entre esta masa vociferante que pide que la maten. ¿Dónde están todos aquellos que seguían su estandarte? Yo os lo diré: quietos en sus cuarteles, a docenas de leguas de aquí, porque su rey -su feísimo rey- se lo ha ordenado. Pero yo no soy francés y no tengo por tanto por qué obedecerlo.
Del ejército dirigido desde el Cielo que conquistó Orleans, ya sólo quedamos Juana y yo. Ella ya está atada al poste, con un cartel atado al cuello que la tilda de hereje y de bruja. Y todos se arremolinan a insultarla. Mejor, me dejan así el camino libre hacia la cerca iglesia de San Salvador. No hay nadie en su oscuro interior, todos tienen demasiada curiosidad como para no acudir ante el cadalso. Sólo unas pequeñas candelas arden ante el altar que busco: el de San Miguel. Nadie está allí para acusarme de ladrón cuando arranco la lanza con la que la gallarda y pequeña figura del arcángel mata al dragón infernal. Después fuerzo la puerta de la torre y subo hasta el campanario. Desde allí se divisa perfectamente la plaza donde las llamas ya han prendido los primeros haces de leña verde.
San Miguel de Ezcaray |
Apunto cuidadosamente, porque las llamas no me permiten ya verla. Y en un fugaz instante, justo mientras la flecha vuela a clavarse en su corazón, la postrera ayuda por la que clama le llega veloz desde Navarra, que no en vano es también tierra de ángeles y de dragones muy señalados...
Juana descansa al fin tranquila. Todos pueden descansar por fin tranquilos: ingleses, borgoñones, y los malditos franceses traidores. Y yo he hecho lo que tenía que hacer, como siempre. Pero daría ahora mismo mi alma inmortal por tener a mano otros diez mil arcángeles a los que poder robar sus lanzas para acabar también con todos esos que gritan allá abajo...
© Mikel Zuza Viniegra 2014