martes, 9 de julio de 2013

BAS KETMÍN, BAS KETMÍN

Pamplona, 9 de julio de 1179


Miles de extranjeros pululan por las atestadas y efervescentes calles de la ciudad, pero son sin duda estos tan altos que componen la selección lituana de baloncesto del 92 quienes más llaman la atención a los sorprendidos habitantes, pues no en vano sacan algunos más de un cuerpo a los naturales del país. 


¿A todos ellos? No. El príncipe Sancho de Navarra compite con ellos -y aun supera a casi todos- en estatura, y es precisamente por esa misma razón por lo que este renombrado equipo ha recalado en la capital del reino. Y está efectivamente el gran ducado de Lituania muy lejos de estos pagos, pero piense el lector que en aquellos tiempos, por pensar todos los sabios que el mundo era plano, resultaban los viajes mucho más cómodos que ahora, que con eso de que dicen que es redondo, hay que hacer muchos más cálculos para llegar a los sitios. 

El caso es que, como decíamos, han venido aquellos gigantes en plenas fiestas a reclutar a Sancho para su gira veraniega. Le ofrecen, además de formar parte de un equipo tan legendario, que cambie por unos meses su nombre por el de Sanchas Fuertauskas o sino por el de Antsas Azkarras, como él prefiera, pues de esa forma tan sonora se llaman todos los lituanos. A saber: Rimas Kurtinaitis, Arvydas Sabonis, Sergejus Jovaisa, Valdemaras Homicius, Saulius Stombergas, Sarunas Marciulonis, Arturas Karnisovas, Gintaras Einikis, Arunas Visockas y Mindaugas Timinskas.


Toda la tarde pasan negociando las condiciones de tan sensacional fichaje el entrenador báltico, don Vladas Garastas, con el astuto padre del príncipe, el rey Sancho el Sabio. Y mientras tanto, el pretendido pivot navarro y sus hermanas Blanca, Constanza y Berenguela son quienes guían a los jugadores por las rúas repletas de festejantes vestidos de blanco y rojo. 

A medida que la estancia en cada taberna de las que visitan se hace más prolongada, van los gélidos lituanos perdiendo la vergüenza, ayudados sin duda por la abundante ingesta de la ecuánime mezcla de licor de enebro con el espumoso brebaje de micer Von Schweppes. Y justo es destacar en ese escogido arte el desempeño etílico del buen don Gin-taras Einikis, cuyo nombre de pila acabaría con el tiempo bautizando tan sabroso combinado. 

Y como no hay quien aguante el sofocante calor en aquellas posadas, salen todos a la calle ya un tanto perjudicados, y como por su tremenda altura no pasan desapercibidos, comienzan a rodearlos cientos y cientos de admirados niños que a duras penas llegan a aquellos titanes a las rodillas. 

Y la cosa se pone tan complicada para avanzar, que ha de ordenar el príncipe a su guardia personal - formada exclusivamente por todos aquellos cuya cabeza no entra en el hueco que permite vislumbrar la guarida del dragón en San Miguel de Aralar- que formen un círculo de hierro a su alrededor. Y para esta escolta nunca faltaron aquí candidatos, que es cosa sabida que si en algún lugar sobreabundan cabezotas y kilikis es en este reino de Navarra. 





A ruegos de sus hermanas las infantas, admite sin embargo don Sancho que en lugar de con el palo, den a los críos con la espuma de los almohadones que sus criadas llevan siempre consigo por si a sus dueñas les apetece mantener limpios sus vestidos, pues como bien ordena el Fuero, no pueden las princesas de Navarra sentarse en cualquier lado, que corre la mugre por las calles como si estuviéramos en el siglo XIII. Y bien mirado, realmente lo estamos.

Así que de esta forma van abriendo paso a la hercúlea comitiva, mientras  los lituanos y el propio don Sancho, llevamos por los vapores ginebrinos manotean y giran y giran sobre sí mismos para pasmo de toda la chiquillería, que los sigue embelesada como dicen que siguieron en la germánica ciudad de Hamelin a cierto flautista. 

Hasta que llegan al punto más alto de la ciudad -que como todo el mundo sabe se halla frente al ilustre edificio de la Cámara de Comptos-. Y una vez allí duda la comitiva por dónde seguir su marcha ante la bifurcación que ofrecen las calles Campana y Ansoleaga. Y cuando por esta última a  grandes saltos se internan, es cosa de ver como bailan todavía con más brío, pues han allá coincidido con unos estupendos txistularis cuyas dulces  melodías juzgan los lituanos muy dignas de encabezar la Lista de los Cuarenta Medievales, que era clasificación musical muy famosa en aquella época. 

Y juro que esta nueva maravilla sanferminera aún continuó muchas horas provocando la algarabía de chicos y grandes hasta bien entrada la madrugada. Y cuando al día siguiente despertaron el príncipe y los lituanos, parescióle a todos ellos que un nuevo jugador se había unido al plantel: el mítico Grandes Resakas, que es caballero las más de las veces imposible de vencer, si no es acaso con el concurso de maravillosos genios científicos como el alemán Alka Setzer o el arábigo Acet-Il-Salicílico


Mucho dolió a don Sancho, además de su cabeza, que su padre le anunciara en aquel mismo instante el estallido de una revuelta en la fronteriza Aquitania,  pues sabía que, atendiendo a los pactos diplomáticos habría de ayudar a los aliados ingleses, y por lo tanto le sería imposible formar parte aquel verano de tan fantástica y báltica gira. Pero como los sajones podrían esperar al menos un día, organizó para aquella misma tarde un partido de baloncesto en el que Sanchas Fuertauskas pudo jugar al fin junto a sus ídolos, pues siempre es cosa buenísima que un pequeño país como Lituania dé lecciones en la cancha a otros mucho más grandes y poderosos. 

Y dicen que saltaban chispas cada vez que el príncipe chocaba con don Arvydas Sabonis, el único de los lituanos que podía igualársele en estatura. Pero sobre todo cuentan que no hubiera desentonado en absoluto Sancho en aquel fantástico equipo.






Las mismas crónicas hablan también de que en el tercer cuarto salieron a la pista Campas Uestarraz y Petras Morenas, jóvenes promesas que demostraron que no era este juego, ni lo había sido nunca, cosa de nenas. Y hubieran demostrado mucho más, de no haber sido por los árbitros que, títeres como siempre del malvadísimo hechicero serbio Borislav Stankovic, les cargaron de faltas personales. Y esto aparece recogido en las crónicas de don Pedro de Barthe.

Y dejó tan buen recuerdo aquella altísima y noble embajada que, como sentido homenaje y para alegría de toda la chavalería iruñesa, recorrieron desde entonces las calles de Pamplona los días de fiesta principal, unos gigantes de cartón de claros rasgos lituanos, como podrá objetivamente comprobar quien repare en el tremendo parecido existente entre Rimas Kurtinaitis y el Rey Europeo

Kilikis también siguió habiendo. Muchos. De cartón y sobre todo de carne y hueso, de esos que creen que siempre llevan la razón en todo, que es opinión muy desdichada, pero también muy navarra, qué se le va a hacer...

Y al príncipe Sancho, de aquella visita que pudo cambiar su vida para siempre, le quedó un gusto por el baloncesto que ya nunca más abandonó. Hasta tal punto que hay eruditos que afirman que hubo ocasiones en que llegó a cambiar el encestar balones por encestar cabezas de reyes moros, aunque esto debió de hacerlo influido por una novia roncalesa que tuvo, que dicen que cuando se quitaba el adusto traje típico de su valle, podía obtener cualquier cosa del príncipe, y como ya se sabe que las roncalesas lo que más quieren son cabezas de rey moro, por eso da algún cronista tan extraña noticia. 

Pero esa, como de costumbre, es ya otra historia...



© Mikel Zuza Viniegra, 2013