E así dicen igualmente que como leía día y noche sobre todo a Plinio el Viejo, a Polibio, a Estrabón y a los cronistas bizantinos Constantino VII Porfirogéneta, Miguel el Sirio y Filón, le dio por pensar que aquello que todos ellos loaban podía servirle a él mismo de inspiración para honrar la memoria del príncipe, pues no en vano poseía rentas muy nutridas y, no teniendo hijos a quienes dejárselas en herencia, no tenía tampoco por qué poner freno a su desmesura.
Probablemente tampoco los lugareños se extrañarían gran cosa de su nuevo ajetreo, acostumbrados como estaban a verlo siempre afanándose en quimeras y complejas maquinarias. Ya agotaron su asombro cuando le vieron abandonar su extraordinario palacio de Artieda para fijar su residencia en este otro donde moraba desde hace ya muchos años, también hermoso a su manera, pero desde luego mucho más modesto que aquél otro que por herencia de linaje le correspondía.
Pero era justamente aquí, en los límites de Urraul Bajo con Lumbier, encajonado entre los ríos Irati y Areta, donde él sentía haber encontrado su lugar en la tierra, y donde despreocupado por las necesidades materiales, había conseguido reunir una impresionante biblioteca que juzgaba -quizá un poco exageradamente- que habría satisfecho a los mismísimos Aristóteles, Platón o Séneca.
El caso es que, como ya quedó dicho, el fallecimiento en Barcelona de ese nuevo Pericles que hubiera debido ser el príncipe de Viana, provocó tal conmoción en este señor del que venimos hablando, que no tardó en decidir -como muchas otras veces- hilar sus querencias más fieles con sus creencias más arraigadas para homenajear al gobernante más justo y leal que había existido en Navarra.
Y para ello volvió a leer y releer a muchos de aquellos autores antes citados, que hablaban admirados de una impresionante construcción que en una remota localidad griega comenzó a levantarse allá por el siglo III antes de Cristo, cuando las sangrientas guerras de los Diádocos, pues así se denominaban los generales que se repartieron el fastuoso imperio dejado por Alejandro Magno al morir.
Y uno de esos generales, el más taimado de todos salvo quizá el muy pérfido Seleuco I Nicátor, fue precisamente el macedonio Antígono I Monoftalmós, así llamado por haber perdido un ojo en las luchas por la conquista del Indo. Y este malvado tuerto tenía un hijo que al nombre de Demetrio I Poliorcetes respondía, pues justamente esa -asediar ciudades- era su ocupación favorita.
Y sucedió que este Demetrio vino a sitiar con gran aparato guerrero la ciudad a la que nos referimos, que tuvo que llamar a otro de aquellos diádocos para que la defendiera. Vino de esta forma el mismo Ptolomeo I Soter en persona a auxiliarlos, consiguiendo poner en fuga al violento macedonio, que en su huida dejó abandonada tal cantidad de ingenios guerreros fabricados en bronce, que a la impresionante cantidad de trescientos talentos de oro fino ascendía su valor. Y queriendo inutilizar aquellas condenadas maquinarias para que no pudieran volver a ser usadas para el desdichado arte de la guerra, optaron por encargar a su paisano, el famoso escultor Cares de Lindos -discípulo del genial Lisipo- que emplease todo aquel metal para levantar el más descomunal homenaje al dios Helios que nadie hubiera podido imaginar.
Y a esa sobrehumana misión dedicó el resto de su corta vida el pobre Cares, pues agobiado por las deudas y los problemas de cálculo y resistencia inherentes a semejante obra, decidió suicidarse completamente sobrepasado por tan hercúlea tarea, que será mucho más fácilmente comprendida si decimos que medía aquella gigantesca estatua setenta codos de altura, y estaba colocada además sobre una base de mármol blanco de otros cuarenta codos.
Pero el fatal deceso del buen Cares no desanimó a sus conciudadanos, que encargaron la continuación del titánico esfuerzo a otro célebre artista, Laques de Lindos, que fue quien terminó llevando a cabo aquella estatua que no tardó en ser incluida en la lista de las Siete Maravillas del Mundo, al menos durante los apenas setenta años en que se mantuvo en pie, pues en el fatídico año de 226 antes de Cristo un violento terremoto la derribó para siempre.
Y era por eso una verdadera suerte -pensaba don Carlos- que fueran estas tierras en las que vivía muy firmes y ausentes de temblores, al menos desde que había crónicas para poder consultar tan geológicos datos. Pues coligió que eso le brindaría la pintiparada oportunidad de invertir sus caudales en erigir una estatua que al menos tuviese el mismo tamaño que aquella del dios Helios, pero esta vez en recuerdo y memoria de su amigo el príncipe de Viana.
Y sí aquella ciudad griega que consiguió llevar a término tan hermosa locura lució el sonoro nombre de Rodas, ¿Qué mejor lugar para emularla que este otro de Ripodas donde tan a gusto él mismo vivía?
Bastaría, juzgó muy lógicamente, con eliminar las letras "I" y "P" del cartel que anunciaba el nombre del pueblo a los viajeros, para que la estatua se sintiese como en casa.
Por supuesto previamente pidió el permiso de edificabilidad al buen alcalde del valle, don Fernando Cabodevilla, que por ser hombre justo et cuerdo, no puso ninguna traba administrativa a tan légitima solicitud. Y allá que hizo don Carlos venir a los mejores canteros navarros, dirigidos por Roberto de Lomme -hijo a la sazón del excelso Jehan de Lomme-, una de cuyas primeras órdenes fue la contratación de Beltrán de Lindux, un talentoso y joven artista que además de provenir de aquél hermoso lugar del pirineo y poseer una probada aptitud para estos menesteres escultóricos , a todos pareció que podía alegar cierto aunque lejano parentesco con aquellos famosos Cares y Laques de Lindos.
Y aunque el resultado fue en verdad prodigioso, quedó cierta desazón en el alma de don Carlos de Artieda, pues parescíale que no era el bronce metal tan lujoso como para alabar la memoria de un príncipe tan señalado como el de Viana.
Pero si hizo o no algo para remediarlo es ya otra historia que, si viene a cuento, se contará algún otro día...
© Mikel Zuza Viniegra, 2013