lunes, 15 de abril de 2013

IN ITINERE


Panorámica de Zubieta sacada de la web: http://www.zubieta.es

En su tiempo, el viejo señor de Zubieta sirvió en Normandia y en Murviedro a las órdenes del infante Luis, el hermano más querido y más valiente de su alteza el rey Carlos II. Y si no lo había seguido también a su aventura albanesa no había sido por falta de ganas, sino porque con un hijo a punto de llegar, lanzarse a aquel larguísimo viaje sin perspectivas seguras de retorno, le pareció con mucha razón que sería como jugarse el futuro del linaje que tanto le había costado levantar.

Ahora, con un pie ya en la siempre húmeda tierra del camposanto, podía decirse a sí mismo con orgullo que había acertado en su decisión, pues de todos aquellos que marcharon al otro lado del mar de los griegos, los que habian regresado apenas sumaban los dedos de una mano. Y uno de ellos había sido Pierres de Lasaga, el capitán que trajo el corazón del infante Luis en un relicario, para que pudiera siempre reposar a los pies de Santa María de Roncesvalles. Allí lo había visto él mismo muchas veces, cuando cabalgar no era el suplicio que ahora mismo le suponía sólo pensar en el esfuerzo de ensillar un caballo.

No. Su época había pasado ya, y ahora debía empezar la de su hijo, que haría carrera en la corte del nuevo rey, que por ser mucho más pacífico de carácter que su padre, seguro que multiplicaría los puestos a cubrir en la administración, pues esa era la única forma de mantener contentos a los ociosos nobles, que sin guerra en perspectiva no tardarían en enfrentarse unos con otros y en sumir al país en la más completa anarquía.

No. Bastante había combatido ya él. Y lo había hecho para que su hijo no tuviera que hacerlo más. Si acaso que luchase, sí: pero sólo con papeles, legajos y con el elegante protocolo de la mesa regia. Y para que no tuviese problemas para ser recibido en Olite, donde al parecer el soberano estaba construyendo un palacio que podría rivalizar con los lujosísimos que en Paris disfrutaba el rey de Francia, había dictado al cura de Donamaría -que era quien tenía la letra más elegante de todo el territorio- una carta de presentación para el ya mentado don Pierres, que por sus méritos desempeñaba ahora el cargo de chambelán, a entera satisfacción del monarca navarro.

En ella se ponderaban de tal manera los méritos intelectuales del muchacho, y se recordaban con tanto entusiasmo las hazañas guerreras de su padre, que el viejo señor de Zubieta no dudaba ni por un instante que en cuanto el señor de Lasaga la leyese, su hijo entraría a formar parte de manera inmediata de uno de los hostales en los que estaba dividido el servicio de su majestad Carlos III.

Y no era para menos, que realmente era su hijo bastante despierto, y muy instruido, pues había leído, además de todas las historias que aparecen en las santas escrituras, también las tres novelas de caballería que en el torreón de Zubieta se guardaban desde tiempo inmemorial, y a fe que no había tanto libro junto en otra casa de aquella merindad de las Montañas, si no era la del propio rey, que había oído decir que poseía nada menos que diez...

Y con ese bagaje en su volandera cabeza, los tres libros y la famosa carta en la faltriquera, y un caballo más acostumbrado a labrar la tierra que a acometer a los caballeros andantes, emprendió el heredero de Zubieta su viaje a la corte del rey de Navarra.

Mas no llegó muy lejos, aunque las magnitudes de lo cercano y lo lejano no sean iguales para todas las criaturas mortales. Y esto es algo que se echa de ver en que, al llegar al lugar de Elgorriaga, y queriendo dar de beber a su atolondrada montura en el siempre espejeante y helado río Ezkurra, acertó a poner sus ojos en la mujer más bella que hubiera contemplado jamás. Bien es cierto que no había visto a muchas, al menos no como aquellas de las que hablaban las tres novelas de caballería que con tanta fruición había leído desde la más tierna infancia.

Por eso aquella señora de la orilla pudo parecerle tan lozana. Pero como yo he visto una miniatura de la tal dama, puedo atestiguar que Zubieta el mozo tuvo motivos ciertos para sentirse deslumbrado.

Y también algo asustado, pues por aquellas mismas e incontestables fuentes literarias sabía que, por lo común, son hadas todas aquellas mujeres que refrescan sus pies en los arroyos del deshielo primaveral, y que por tanto lo que buscan no es descansar, sino atraer a incautos...

Por eso mientras se acerca, no deja de mirarle las piernas, y esto es costumbre masculina inveterada de la que ya escribió todo un tratado Lady Monroe, que al parecer pasando un día por encima del respiradero de la real herrería que los monarcas ingleses tienen en la ciudad de Londres, sintió elevarse sus sayas por la fuerza que avienta el gigantesco fuelle que allá emplean para mantener encendida la hoguera en la que se templan los aceros de las espadas británicas. Y el caso es que todos los que pasaban por aquel lugar en aquel momento, no pudieron dejar de alabar las piernas de la supradicha milady. Y allá fue el regocijo de ingleses, galeses e irlandeses ante tan beatífica visión. Los escoceses en cambio no se mostraron tan entusiastas, no por las piernas de la Monroe, a las que no tenían nada que objetar, sino porque de generalizarse aquellos fuelles, quedarian ellos mismos muy expuestos a las comparaciones, que son muy suyos estos escoceses...

Foto sacada de la web: http://mipropiaburbuja.blogspot.com

Pero no sólo por solazarse miraba las piernas de la bella dama el joven Zubieta, sino por ver si en vez de pies tenía patas de oca con membranas entre los dedos, que es cosa sabida que ese tipo de extremidad calzan tan mágicas señoras.


Así que mucho descanso cogió el mozo al comprobar que él era allí el único que hacía el ganso, pues los pies de su admirada eran pequeños y muy blancos, justo como dijo Marco Polo que los tienen las hijas del Kan del Catay. Claro que Zubieta no podía saber esto por el veneciano, pues su libro aún no había llegado a Navarra por aquellas fechas. Lo intuía más bien por los flanecicos chinos apellidados "el Mandarín", que al decir de su madre, habían venido del Pekín de la ilusión, de tal forma que cuando siendo niño devoraba aquellos flanes uno tras otro, le daba por imaginar a miriadas de princesas -que es cosa sabida las muchísimas hijas que tenía el kan- refrescando sus pequeños y blancos pies en el río Yang-Tse, que sí, sería más grande, pero desde luego no más hermoso que el río Ezkurra.

Y menos con aquella dama en su orilla, que por su apostura podría rivalizar sin problemas con la mitad de las princesas -fuesen éstas chinas o no-, y por su graciosa forma de refrescarse  superaba con creces a la otra mitad de princesas de las que tanto cotilleó don Marco Polo.

Quedaron por tanto los sueños del viejo Zubieta arrumbados en un momento, y en su lugar nacieron los de Zubieta el joven, que no llegó nunca a la corte de Carlos III, por mor de pasar muchos años de amor y compaña con aquella dama de pies pequeños y blancos, que resultó que se movían tan diestramente fuera como dentro del agua.

Pero por si acaso, y para evitar burocráticas o mágicas tentaciones, arrojó la carta de recomendacíón a las frías aguas, y a continuación los tres libros de caballería, que ya le habían servido bastante, pues juzgó con mucho acierto que muy pocos lectores de tan siempre recomendables tomos, habrían tenido nunca la fortuna de topar en la realidad con una de esas escurridizas hadas que poblaban la mayoría de sus páginas, y que, para una vez que ocurría, no era cuestión de anhelar más hechicerías que las propias de una mujer tan especial.

Y por aquellos verdes parajes deben andar todavía, parece que ahora sentados muy a gusto en un banco al sol, en el inicio de la cuesta que lleva a la iglesia de Ituren, que como está en un alto no tienen prisa por visitar, pues en ningún libro de caballería he visto yo nunca que hadas y caballeros no puedan ser perezosos...

© Mikel Zuza Viniegra, 2013


Foto de Sisco, sacada de la web: http://en.l4c.me/fotos/sisco/pies-frescos