lunes, 19 de noviembre de 2012

ENO-ELEGÍA



Nájera, 11 de octubre de 1500

Se han agarrado los nubarrones a las peñas de tierra roja con las que limita el monasterio, y cae la lluvia con fuerza tremenda sobre el maltrecho tejado de la biblioteca. No deben tener los frailes caudales suficientes para restaurarlo, pues el techo muestra muchas grietas y descascarillamientos, y de seguir muchas horas más la tormenta, no habrá calderos suficientes para intentar paliar las goteras.

Pero es justamente allí, mientras esperan que el abad ordene llamarlos, y bajo el feroz repiqueteo del agua sobre los resquebrajados lucernarios de vidrio, cuando ella -que ojea distraída un deteriorado volumen de sabiduría antigua a la oscilante luz de unos fluorescentes candeleros-, le parece tan hermosa como la primera vez que la vio, allá en la agreste balconada de Adansa.

Y es que son los embajadores de sus majestades don Juan y doña Catalina de Navarra ante la corte de la reina Isabel de Castilla, que pasa estos días asentada en la ciudad de Santo Domingo de la Calzada. Así que aprovechan la jornada que les falta para alcanzar su destino para visitar todas las maravillas que esta parte de La Rioja alberga. Y no es la menor de ellas,ahora que por fin el abad mitrado les da su permiso para contemplarla, la espectacular sillería de coro que labraron los hermanos Andrés y Nicolás de Amutio. Es esta obra de tal categoría artística, que no hay palabras que hagan justicia al describirla, pues es como si todo el mundo conocido, y aún también el imaginado en muchos portulanos y cartas navales, estuviese allí primorosamente representado en resplandeciente madera de nogal. Y es la figura principal de todas aquellas, la del rey don García de Navarra, fundador de este cenobio, a la que con muchas reverencias e inclinaciones de cabeza cumplimentan sus paisanos. Y es de envidiar ser monje profeso en lugar tan a propósito como éste, y poder así pasar las largas y tediosas horas de rezo dejando que la cabeza persiga con toda su capacidad fabuladora cualquiera de estas portentosas imágenes, pues no hay lugar donde pueda descansar un instante la mirada, sin que se encuentre con santos, ángeles y demonios a porfía. Y algunos de tal arte, que sólo les faltaría hablar para parecer más reales de lo que ya son.


Y entre todos ellos llaman la atención varios nativos de las lejanas Indias que no ha muchos años fueron descubiertas por aquel señor llamado Cristóbal Colón, que aunque hoy en día pasa por ser genovés, hay historiadores de mucha prosapia que defienden que nació en Cabanillas, lo que de ser cierto abriría la posibilidad de que los reyes de Navarra reclamaran para su corona una parte importante de aquellos dominios, cuyo gobierno estaría sin duda muy bien servido, si la enormidad que cuentan poseen aquellas provincias fuese dividida en merindades. Pero esto sería motivo de larga discusión entre juristas de reconocido prestigio, y no hace caso a lo que vamos contando, así que será conveniente dejarlo para mejor ocasión.

Pero el hermano lego que les va guiando por el monasterio, vuelve a reclamar su atención sobre aquellos señores indios, y si antes les dijo que el grueso de la sillería se talló en 1492, mucho llama la atención a los viajeros que puedan todos aquellos caciques estar en estos sitiales tan bien representados, porque entienden que los indios sólo acostumbran a ser rapidísimos cuando asaltan diligencias en las famosas novelas de Vaquería, que son otra rama muy gustosa de las de Caballería, pues así como éstas están protagonizadas por caballeros muy lustrosos, en aquéllas casi puede sentirse en la garganta el polvo del desierto, y más que la destreza con lanza y espadas, se valora la habilidad con el Colt y el Winchester, que son artillerías muy sofisticadas...

Y lo dicho: ¿cómo hicieron estos indios entonces para pasar tan velozmente de su hábitat natural a este otro tan alejado allende los mares? Mas demandado su guía por tan peliagudo asunto, no acierta más que a decirles que es que la sillería no está aún terminada, así que en estos ocho años que van desde la llegada de las carabelas de Cabanillas a aquel remoto continente, muy bien han tenido tiempo, por calmos que sean los señores indios de aquellos lares, para haber podido llegar hasta Nájera sin ningún contratiempo reseñable...

Y aunque los embajadores quedan un tanto perplejos con tan peregrina explicación, prefieren dejarla pasar
con tal de no causar ninguna crisis diplomática, que son muy mirados los de aquellas tierras para lo suyo, y aún defienden que no fueron reyes de Navarra aquellos que en la santa cueva que dio origen al monasterio yacen enterrados, sino que únicamente lo fueron de Nájera, y que todos aquellos escudos con las cadenas y las lises, además de ser un anacronismo, no quieren decir nada del otro jueves. Y piensa el viajero, observando ahora el precioso sarcófago de la reina Blanca de Navarra, con el conmovedor retrato de su marido Sancho de Castilla llorando la muerte de su esposa durante el alumbramiento de su hijo Alfonso, que si esto fuera como dicen, saldría el Reino de Nájera representado en algún Atlas de los muchos que por el mundo pululan.

En algún Atlas que no se haya realizado en la propia Nájera, claro está. Pero como es buena cosa respetar mucho las creencias de cada cuál, aunque no se tenga que estar necesariamente de acuerdo con ellas, no toman a mal esta forma de contar la historia, pues al fin y al cabo los escudos de Navarra bien a la vista de todos están, para quien quiera mirarlos sin prejuicios. Y como se va haciendo tarde, y al día siguiente les espera dura jornada, deciden retirarse no sin mucho lamentar no haber tenido tiempo de probar el bacalao que en las tabernas de la rúa Mayor se sirve, que lleva justa fama de ser bocado digno de cardenales...

Y el día siguiente, que nace gris y desnieblado, les lleva hasta otro famoso monasterio, como es el de San Millán de Yuso. El más antiguo es el de Suso,que nace de las mismas cuevas donde el eremita vivió allá por el siglo VI, pero ni moviendo todas sus influencias pueden conseguir un salvoconducto para visitarlo, pues al parecer están tan solicitados por los innumerables devotos del santo, que hay que pedirlos con muchos meses de adelanto. Así que han de conformarse con saludar en el monasterio nuevo a sus queridos amigos Sofronio, Aselo, Potamia, Oria y Citonato, que además de ser los discípulos predilectos de San Millán, son de agradable trato y muy agradecidos con todos aquellos que a pesar de los siglos transcurridos, invocan sus desconocidos nombres ante cualquier trance peligroso. Mucho les cuesta que les dejen marchar, sobre todo el buen Citonato, que al contrario que sus otros cuatro compañeros, es muchas veces olvidado por quienes enseñan el lugar a los viajeros, y por eso agradece el doble al embajador navarro que nunca le olvide en sus plegarias.

Y de ahí marchan a Cañas, donde se halla el templo de monjas cistercienses más luminoso y transparente de toda la Cristiandad. Si se tiene la fortuna de llegar allí en día soleado, parece que haya más luz en su interior que en el corazón del sol, y resplandece tanto el blanco alabastro que cubre la enorme ventanería de su ábside, como los rubios cabellos de las modelos teutonas que copan las portadas de las revistas que se ofrecen en los kioskos, aunque el embajador asegure que sólo sabe de ésto por lo que le han contado, pues acostumbra únicamente a fijarse en tales semanarios en los artículos tremendamente serios y rigurosos que acompañan tan tentadoras imágenes. Y se atreve a jurarlo por el bendito San Citonato.

Y fue levantado aquel sensacional edificio con el patrocinio de Urraca Díaz de Haro, que profesó jovencica entre sus muros tras enviudar de su marido el conde Nuño. Y monja y todo, debía ser muy hermosa aquella buena señora, de tal suerte que el Diablo, tomando la forma de un labriego del contorno, quedó absolutamente prendado de ella y daba fuertes gritos al otro lado de las rejas animándola a abandonar la clausura. Pero ella resistía, y a cada improperio del bergante respondía levantando una vara más de alto la muralla que la protegía a ella y a sus hermanas de fe. Pero como el Demonio nunca deja de maquinar sus asechanzas, y utiliza para ello lo que tiene más a mano en cada momento, optó por tentar a Urraca empleando las abundantes cepas que allí mismo dan origen al mejor vino del mundo. Y empezó enviándole cajas y cajas de botellas de las mejores añadas que en aquella época se dieron, pues es don Belcebú sumiller mayor de Satán en los Infiernos, y sabe de todo tipo de licores más que ninguna otra criatura de la Tierra.

Pero Urraca no sólo rechazaba una y otra vez aquellos maravillosos presentes -que hubieran hecho las delicias de cualquier mesa regia, desde la muy bulliciosa de la la corte de Portugal a la aburridísima y gélida de la de Noruega-, sino que se complació en regar con aquellos preciados caldos los rosales que apenas habían nacido en el claustro del recién inaugurado convento, de tal suerte que empleó los tintos de la cosecha de 1200 -que salieron todos ellos con un delicado punto de sal, pues fueron recogidas aquellas uvas entre llantos, por haberse conocido la muerte del rey Ricardo de Inglaterra durante aquella vendimia-, en abonar un plantón que desde entonces da las rosas más bermejas que contemplarse puedan. Y los blancos de la cosecha de 1212 -purísimos y cristalinos en deferencia divina a la gran victoria cristiana en las Navas-, los derramó sobre otro esqueje, del que desde entonces brotan las rosas tan blancas como las camisas que han de llevar las mujeres que por muy hermosas se tengan. Y por último los rosados jóvenes de la cosecha del año 1218 -que fue la fecha triste en la que tras apenas un año de casados murió su marido el conde Nuño-, fueron a parar a los tallos de los rosales de los que surgen las flores de color más ojo de perdiz que cazador alguno haya visto nunca. Y están esos tres rosales hoy en día tan lozanos como si acabaran de plantarse, y quienes huelen sus flores, salen del claustro mitad embriagados, mitad enamorados, que es manera muy dulce y provechosa de salir de cualquier parte, como fácilmente podrá colegir cualquier lector de esta crónica viajera...

Claro que el que piense que el Diablo se conformó con ese líquido envío,es que no conoce bien lo que de él y sus intrigas dejaron escrito los santos padres, que no se rinde tan fácil el subterráneo enemigo. Así que si no podía ganarse a Urraca por el sentido del gusto, lo intentaría por el del olfato, para lo que se puso manos a la obra y confeccionó el fuelle más grande que nadie hubiera conocido, no ya en esas tierras, sino el más enorme desde tiempos de la reina de Saba, que es fama que le gustaba volver loco a su enamorado rey Salomón, no lavándose las axilas durante un mes, y enviándole tan corporales efluvios suyos por medio de un fuelle que era capaz de llevarlos en un periquete desde el desierto de la Arabia Felix  hasta la ciudad santa de Jerusalén, inflamando de amor las narices y lo que no eran las narices del gran sabio. Y esto no debe llamar la atención, pues hay que pensar que hay gente para todo, hasta para apreciar mucho las sutilezas odoríferas del sobaco de una reina.

Aunque Urraca tuvo la fortuna de no tener que enfrentarse a los adornos feromónicos y axilares de Belcebú, pues ya dijo el monje bizantino san Juan Mosco, que éstos sólo desmerecen en asquerosidad frente a los sudores que emanan de otras junturas corporales del diablo. Y cómo pudo saber de estas cosas tan íntimas aquel teólogo griego es asunto en el que es preferible no profundizar demasiado, al menos mientras se puedan elegir las rosas tricolores de Cañas.

Decía que no, que no escogió esos mefíticos vapores suyos para seducir a la virtuosa Urraca, sino que ésta debió resistir que con aquel gigantesco fuelle, que movía un aire más furioso que el corre por las calles de Tudela en las noches de diciembre, el demonio le enviara el perfume de las cepas recién descargadas de su fruto, de las uvas recién pisadas, y del primer mosto que fermentaba en las numerosísimas bodegas de aquellos pueblos que rodeaban el monasterio.

Y empezaba aquél tráfago diabólico del fuelle con un sonido como de aleteo leve, apenas de murciélago, pero enseguida se formaba tal vendaval, que a la monja que no se sujetaba prestamente a las fuertes columnas del claustro, aquel aire vinificado se la llevaba lejos, muy lejos. Y hay casos registrados de alguna que apareció completamente ebria en las laderas del altísimo monte San Lorenzo, que no está precisamente muy cerca de  Cañas. Y sus explicaciones de cómo había llegado hasta allí, y oliendo a vino de aquella forma, tampoco debieron ser bien recibidas por los adustos clérigos de la comarca...

Como no era cuestión de que estos acontecimientos se repitiesen con demasiada frecuencia, y harta ya Urraca de soportar los requiebros de este infernal canso, se quitó un día el cordón que sirve de cinturón a las hermanas de su Orden, y saliendo al fin del convento como le pedía Belcebú, se le enfrentó cordón en mano hasta que le dejó con él la piel tan marcada, que hay quien dice que todavía no ha parado de correr para huir de la temperamental señora. El testimonio más reciente lo sitúa cerca de Pernambuco, que es villa lejanísima donde siempre acaban huyendo ciertos agentes de la T.I.A , según asegura el gran micer Ibáñez en sus muchos volúmenes cuajados de maravillosas miniaturas...

Pero todos aquellos efluvios espirituosos tuvieron también su efecto benéfico, pues cuando murió Urraca elaboraron para ella el sepulcro de piedra más hermoso que pueda verse, y estuvo muchos años reposando en paz en él, sin que nadie molestara su descanso eterno, sin duda por miedo a llevarse unos fuertes cordonazos si así lo hacía. Al fin, más de cuatro siglos después, y tras rezar muchas jaculatorias y letanías de disculpa, un atrevido obispo abrió el sarcófago delante de toda la comunidad de monjas, y salió la fundadora tan hermosa y entera como recién fallecida, y se expandió a su alrededor un maravilloso aroma a vino tan bueno -que todos reconocieron al instante como proveniente de aquellas asechanzas aeróbicas del diablo-, que a decir de Su Ilustrísima no debió tener parangón más que con el que Nuestro Señor creó de la jarra de agua en las bodas de Canán, del que según cuentan las escrituras se podía beber sin temor a emborracharse, pues a ver quién se atrevía a  sacar faltas a semejante bodeguero.

Y una pequeña redoma con el milagroso vino de estas bodas se conservó en la capilla de San Jorge en el castillo de Olite, hasta que el príncipe de Viana, siendo muy joven, se la bebió entera en un rapto de soberbia adolescente, y desde entonces nunca, por más que bebiera, se embriagó ni un tanto así, lo cual dicen que le daba muchas facilidades para hacer caer a las damas en sus brazos, pues acababan bebiendo ellas más del doble y aún del triple de lo que les convenía para tener serena la cabeza...

En cuanto al famoso fuelle, mucho tiempo debió guardarse en la cillería del monasterio, para servir de ejemplo a monjas más propensas a caer en la tentación que la beata Urraca. Y advertidos los embajadores navarros de que tal vez pudiera encontrarse ahora en cierto museo sito en la villa de Briones, y tras despedirse muy cordialmente de tan singular abadesa, hacía allá que se dirigieron con intención de poder admirarlo, pero una vez llegados a tan insigne población, prefirieron quedarse en su muy espaciosa plaza mayor, disfrutando de la paz del lugar, y de los dulces jarabes que fabrica el signore Martini, súbdito de la muy ilustre República de Florencia, y también de unas banderillas de anchoa que quitaban el sentido. Y no lo hicieron sentados a metálicas mesas, como su categoría podía haber demandado, sino sentados en el suelo del soportal, en honor y reverencia de la muy humilde monja Urraca Díaz de Haro, cuyo ejemplo de vida es más sencillo de seguir si se intenta alcanzarlo con Martini en el gaznate y pan con anchoas en las manos.


Y daba fuerte el sol aquel día, y lo de menos era ya llegar a la corte de Castilla para parlamentar con los siempre adustos y fementidos reyes Isabel y Fernando, que nunca tuvieron ni una palabra mala, ni una acción buena. ¡Que los aguante el escuálido cardenal Cisneros, que es igual de rancio que ellos!, pensaron.

Y tras mucho cavilar, llegaron a la conclusión de que lo mejor que podían hacer era pedir asilo al esplendido maestro don Rafael López de Heredia, residente en la bella localidad de Haro, y príncipe de los cuatro evocadores países de Tondonia, Zaconia, Bosconia y Gravonia, lugares donde mora sin duda alguna la eterna felicidad.


Y me parece a mí que acertaron de lleno...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012