martes, 21 de junio de 2011

GEOGRAFÍA HUMANA


Foto de Larrión y Pimoulier para "La imagen del mal en el románico navarro", de Esperanza Aragonés.


Conviene leer antes que esta historia, las del Libro de los Teobaldos 9, 10, 11, 14 y 15

Ha tenido que refugiarse de la terrible ventisca de nieve en las ruinas de una pequeña abadía junto al camino que poco a poco le aleja de la imponente ciudad de Sigridsholm, llevándole cada vez más al norte. Apenas resisten en pie dos rincones, sin duda por haber sido los únicos construidos en piedra de buena calidad, aunque en la oscuridad de la noche no pueden reconocerse los motivos labrados en ellos...

Ata a Aristarco y a las mulas de carga, y tapa su lomo con la manta más gruesa que lleva en las alforjas. Otro que no fuese él tendría muchas dificultades en encender fuego en aquel lugar prácticamente abierto a todos los vientos del Orbe, pero muchos años en batalla le han hecho conocer todas las mañas, así que como acostumbra, va arrancando páginas de los tratados que los antiguos romanos escribieron y que siempre lleva consigo por si vienen al caso para momentos extremos como éste.

Y es que no hay material que arda tan bien, ni tan siquiera esos densos y oscuros aceites de Persia, como los libros con los que martirizaron su juventud algunos maestros que nunca hicieron honor a ese honroso oficio. Y de todos ellos, el que más aína crepita ante el mordisco de la llama, es cualquiera firmado por aquél pesadísimo Catón, pues a Esteban nunca le hicieron nada los ejércitos de Cartago, y hasta le caen bastante mejor aquél inteligente Aníbal que el presuntuoso Escipión el Africano.

También van a la hoguera muchos discursos del bisnieto del mismo y cansino orador, muy contrarios a un tal Catilina, a quien el capitán hubiera ayudado de mil amores en su rebelión, si le hubiese asegurado que, al hacerlo, podría haber envíado a mejor vida a este Catón "el joven", tan aburrido y presumido como su bisabuelo...

Y efectivamente, con la primera chispa que reciben aquellos malhadados cartapacios, surge una llamarada lo suficientemente potente como para recibir sin extinguirse un buen trozo de viga desprendida de la desvencijada cubierta. Y a la luz del fuego recién invocado, puede el capitán contemplar por fin las extrañas figuras talladas en los capiteles de las columnas que ya nada sostienen. Y mucho se sorprende de ver allá arriba, un triple rostro muy bien esculpido, y muy cerca de él, pero justo enfrente, el semblante amenazador de un demonio de largos cuernos. Y basta con esos detalles para que su memoria evoque otro lugar mucho más agradable que éste en el que ahora se encuentra...

Así que mientras lía esas hierbas tostadas que trajeron los vikingos desde el condado de Chesterfield, más allá de donde termina el mar tenebroso, se deja llevar por las primeras volutas de humo al jardín de la muy espléndida iglesia de Artaiz, desde cuya cerca, junto al ábside que sigue la misma orientación de todos los templos cristianos, y mirando por tanto al Este, puede verse la silueta guerrera del castillo de Leguin. Y más al sur, justo en la dirección que marca el ojo más a la izquierda del trifronte tallado en el alero -que cuentan los sabios que representa el insondable misterio de la Trinidad de Dios-, está el nido de águilas donde mora todo el año la imagen de San Miguel de Izaga, que desde aquella altura vigila todo su valle.

Y estaba Blanca tan bella en aquella ocasión, que los finos granos de polen dorado desprendidos de los lirios silvestres pespunteaban su brial de seda oscura, como hacen las estrellas en lo más profundo del firmamento. Y la recuerda llevándole de la mano a la parte de atrás de tan afamada construcción, desde donde puede verse el castillo de Irulegui, cerrando el camino de Idoate. Y hay en este otro jardín un acebo de hojas tan puntiagudas como los tridentes de Belcebú, y también dos cerezos muy bien plantados, siempre con abundante fruto, pues no les quita Satanás ojo desde su canecillo del alero, y por eso dicen las gentes que estos árboles pertenecen al diablo. Pero ella no tiene miedo ni de aquel demonio ni de ningún otro...

Y recuerda Esteban como si fuese ayer, que Blanca recogía en su halda las cerezas, y se las ofrecía entre risas, hasta que de pronto, poniéndose muy seria, con un gesto que sólo en ella ha advertido y que detiene el tiempo, pues parece como si sus ojos pudiesen mirar más allá del valle, de las montañas y de la Tierra entera, le pregunta:

-¿Irías hasta el Infierno por mí?

-Y más allá si tú me lo pides...

Y cabalgando luego por toda la Zaranda, que así se llama el camino que atraviesa el valle, por ser su recorrido tan sinuoso y curvado como los ganchos que cuelgan del apero de labranza, se llegaban en un suspiro hasta el hayedo que hay un poco más arriba de Ardanaz, que es bosque tan cerrado y verde que parece que las señoras lamias vayan a salir en cualquier momento por los huecos de las enormes y musgosas pudingas que les sirven de morada, pues no necesitan tan especiales damas mucho más que un peine de oro para ser felices. Mas aquella tarde debieron decidir no dar señales de su existencia, muy probablemente porque son de natural recelosas, y al ver a Blanca tan hermosa estarían rabiando de envidia...

El ulular del viento, que parece querer derribar su pobre refugio, saca a Esteban de sus ensoñaciones. El fuego sigue encendido, y aunque su calor conforta, es sólo pálido reflejo del que sentía estando junto a aquella a la que ahora va buscando por este Infierno helado, en cumplimiento de la palabra dada al pie de los cerezos del Diablo de Artaiz. Así que se levanta y extrae de otra surtida alforja una redoma con licor de enebro, y también un vaso de cristal tan recio que ni la voz de Blanca podría romperlo, lo llena hasta la mitad del hielo que consigue partiendo un largo carámbano sobre su casco de plata, y vierte en él la cantidad justa del transparente líquido, que mezcla muy bien mezclado con la fórmula espumosa de micer Schweppes.

Pero esta vez hace flotar en tan entrañable brebaje una de aquellas supuestamente diabólicas cerezas recogidas ex-profeso por él mismo antes de emprender este viaje sin sentido. Le trae a Blanca un frasco lleno, porque aunque pueda ser que ella haya olvidado, él no puede evitar acordarse...

Y a lo lejos continúa silbando el viento entre los árboles, y debe estar repiqueteando un río allá abajo...


Fotografía de Carlos Crespo

© Mikel Zuza Viniegra, 2011