domingo, 18 de julio de 2010

VIBRA EN TI NAVARRA ENTERA...


Armas de Navarra en el
"Libro del conoscimiento
de todos los reinos".
Siglo XIV.

Cuentan las crónicas del libro de los Teobaldos que el escudo que los reyes de Navarra llevaban al entrar en batalla fue siempre completamente blanco. Tan sólo la bloca que le servía de refuerzo, fundida con el oro que los romanos encontraron en Aralar, y la piedra preciosa que tenía atrapado en su interior todo el verde de Sorogain, destacaban sobre la plata bruñida que, embrazada por el soberano, servía de guía y ejemplo al resto de los guerreros.

Fueron numerosísimas las ocasiones en las que aquel escudo demostró su temple perfecto, y aun pareció a muchos de sus portadores que tenía el poder de reforzar su valor cuando el rival apretaba en la contienda. Por eso cuando don Teobaldo el Trovador consiguió detener una nueva invasión del reino realizando tan temerarias e inauditas hazañas que a todos pusieron espanto, muy pocos se fijaron en su sobreveste desgarrada por decenas de impactos de flecha, espada y puñal, pues mucho se había introducido entre las tropas enemigas. Así que aunque la victoria fue finalmente suya, también fue aquel su último día sobre la Tierra.

Y cuando se dieron cuenta de que su buen rey había muerto, lo colocaron sobre su escudo y se pusieron en marcha hacia Pamplona, pues el Fuero ordenaba que allí debían ser enterrados los monarcas navarros.
Por todo el camino salían al paso de la fúnebre comitiva muchos hombres mesándose las barbas y arrojando ceniza sobre sus cabezas, y también muchas mujeres llorando por aquel que yacía tan pálido ya como su broquel, pues había sido justo y bueno con todos.

Llegados a la catedral de Pamplona, y cuando se disponían a aposentar el cuerpo sobre el altar, pudieron observar como la plata del escudo había quedado teñida por la sangre del rey, que había ido derramándose por la multitud de heridas que cosían el cadáver, de tal forma que en vez de la blancura que cegaba a los adversarios cuando el sol resbalaba por el albo metal, ahora un bermejo intenso hacía refulgir más aún que antes el oro y la gema que lo ornaban.

Mas como no toda la plata había quedado cubierta, fueron dadas órdenes a los mensajeros reales de que anunciaran la infausta nueva a todo el pueblo de Navarra, y también de que pidieran a tan leales súbditos que vinieran a despedir por última vez a su señor natural, que ahora cabalgaba definitivamente hacia la gloria eterna.

Y fue notable la pena que se extendió por el reino cuando se conoció la noticia, y mucho sorprendió a todos que el escudo de los reyes de Navarra no fuera ya de color blanco, por lo que cuando a los pocos días una multitud fue llegando a Pamplona, ninguno de los adustos guardias que velaban el cuerpo impidió que muchos mostraran su respeto al viejo rey ayudando a cubrir completamente los trozos del escudo que aún permanecían con su color original.

Y era de ver cuando aparecieron los representantes de la morería de Tudela y ofrecieron la alheña con la que sus mujeres decoran su cabello y todo su cuerpo, hechizando la voluntad de quienes las contemplan. O cuando llegaron los labradores de Olite y vertieron el más bermejo de sus vinos sobre las armas regias. O cuando los hebreos de Estella extendieron el tinte rojizo que solían emplear en la confección de sus tejidos más lujosos. Y vinieron desde lo más profundo del valle de Esteribar portadores de cestos llenos de pacharanes recién recogidos, e igual que quienes les habían antecedido en tan respetuosa ofrenda, enjugaron el escudo con el líquido de tan nobles frutos. Y se llegaron también ante el difunto don Teobaldo los hidalgos del Baztán, que traían consigo sacas de finísimas marrubiak, y también muchos caballeros de Izagaondoa, que habían recolectado con sus propias manos las korostias de los acebos que defienden el impenetrable bosque que rodeaba el castillo de Leguin. Y el regalo que las bellas damas de Tafalla aportaron, fueron las rosas más rojas y fragantes de sus jardines, y aún llegó al templo una delegación del equipo que justa sus torneos a la vera del río Sadar, cuyos representantes prometieron ante tan cortés demostración, que a partir de entonces nunca jamás lucirían otros colores que los siempre triunfantes del rey de Navarra. Los últimos en comparecer, como si quisieran rubricar con el favor del cielo la ceremonia, fueron los monjes de Irache y Leyre, que trajeron sendas redomas llenas de la tinta cobriza con la que escribían sus libros y dibujaban sus beatos…

Nadie volvió a echar nunca más en falta el color blanco en la divisa de Navarra, pues ese color es casi siempre el favorito de farrucos y atorrantes, más amigos de los maravedís que del sentimiento verdadero, y de esta forma el siguiente Teobaldo que se sentó en el trono de Navarra sancionó con su sello, naturalmente de cera roja, un decreto que reconocía a todos los efectos legales que la sangre vertida por su padre y los dones aportados por su pueblo, merecerían pasar en adelante a todos los armoriales heráldicos que quisiesen dar a conocer cuáles eran las armas del reino de Navarra.


Y esto es lo que dice el ya mencionado libro, y también muchos otros que se escribieron después.
Habrá quien quede convencido, y quien crea que todo esto no son más que supercherías.
Y quizás ambos acierten en su juicio…





© Mikel Zuza Viniegra, 2010