Si Erasmo de Roterdam definió a su amigo Tomás Moro como alguien cuya
integridad moral lo convertía en “un hombre para todos los tiempos”, o si en
las últimas décadas se ha subrayado la trascendencia ética del prólogo que el
periodista sevillano Manuel Chaves Nogales escribió para su libro de relatos
sobre la guerra civil “A sangre y fuego”, tengo para mí que este artículo de
José Aguerre es un espejo en el que la Navarra de cualquier época –incluida la
nuestra-, siempre aquejada de parcialidades irredentas, jamás unida en nada más
allá de la fiesta o el deporte, debería mirarse para llegar a poder superarlas
alguna vez.
Os lo voy a transcribir íntegramente para que podáis
juzgarlo:
AL
CONJURO DEL PRÍNCIPE
Mente
sincera, ánimo cordial
Hemos
de poner una glosa al comentario de Eladio Esparza de anteayer, al significar
la coincidencia del Diario de Navarra, en la persona de su director, don
Raimundo García y la del Napar-Buru-Batzarra, dignamente ostentada por el
diputado nacionalista don Manuel de Irujo, en los actos solemnes que se
celebraron en Poblet y que culminaron con el traslado de los restos del gran
príncipe de Viana a la tumba real del insigne monasterio. Esta importancia, más
que de una pura razón de principios en los que, desde luego, hay diferencias
considerables que son conocidas, emerge, creemos, de la rareza del hecho. Es
desusado que el Napar-Buru-Batzarra y Diario de Navarra coincidan en un acto. Y
por esto, la circunstancia ha de llamar la atención y es natural que una crítica
ágil, como la de Eladio Esparza, la recoja y la glose. Pero si es raro que
ambos valores de la vida de Navarra coincidan, no es menos raro que coyunturas
similares no hayan merecido nunca un comentario parecido al de Eladio Esparza.
Porque no vaya a creerse que nunca jamás haya habido momentos de acercamiento.
Sería absurdo suponer que la política es una especie de punto muerto sin
solidaridad alguna entre los distintos componentes sociales. Principio
ultrabárbaro que no puede menos de elaborar una regresión a estados inferiores
de civilización, definitivamente liquidados para todo hombre de sentido
cristiano y aun meramente humanista. Una lucha política, por muy ardorosa y
vehemente que sea no puede ser antisocial, porque la solidaridad social está inscrita
en la mente de todo ser humano. Y las distintas ideologías no pueden llevar a
la eliminación de las personas ni de los nexos vinculatorios de la sociedad.
Mas
sin llegar a esta radical profesión de los grandes principios en que ha de
basarse el mutuo conocimiento social, tenemos que convenir en que hay problemas
hasta cotidianos de la vida en los que es natural la coincidencia. ¿Por qué
ésta no se produce? Por una especie de “toma de partido”, por un apriorismo
feroz que todo invalida. Se atiende más a las posiciones que a los principios, a
la inercia que a la razón, al recelo que a la caridad, al “de dónde viene”
mejor que “al cómo es”.
¡Qué
motivo de confusión para todo espíritu cristiano el de ver que no somos capaces
de elevarnos sobre la masa abyecta de nuestros prejuicios hostiles!
La
política es una ciencia de síntesis. Sintetizar es en el fondo reunir, y unir
es hermanar. Como en los jardines de los hombres, crecen también en el social multiplicidad
fascinadora de formas de vida. La política viene a coordinarlas, cuando actúa
bien. Nosotros nos empeñamos en que, contra todas las normas de la vida, la
política sea destrucción. Y está claro que ya no es síntesis, como no sería
jardín un seto árido con un cardo enorme en medio.
Navarra
era un bellísimo paraje que se agostó en medio de aquellas pugnas de las que
fue víctima, como bien recuerda Eladio Esparza, el príncipe desgraciado.
Constituye, por ello, un símbolo de la hora actual, en la que ya no se agostará
nuestra independencia secular, cuyo recuerdo vive allí como un fantasma
funerario entre la tumba del padre y la del hijo, pero puede secarse ya en una
inconsciencia glacial lo poco que queda de prurito navarro. Para que no suceda
así, habrán de coincidir los navarros que se estiman como tales. No importa que
la meta no sea la misma: pueden serlo y de hecho lo son algunas de las etapas,
algunos de los tramos del camino. Y mientras tanto, el diálogo fraterno puede
hacer prodigios. ¿Qué hace falta para ello? Sinceridad. Que cada cual sepa lo
primero qué es lo que quiere, que se defina, que elija libremente sus etapas. A
los que tenemos el tramo más largo no nos ha de irritar ni que los otros rindan
viaje antes ni que nos lo digan con toda claridad. Tenemos un albedrío con todo
derecho y reconocemos este derecho a los demás. El progreso de un pueblo no se
elabora exclusivamente con una tesis política por excelente que sea; es la
cifra de muchos esfuerzos de magnitudes distintas. En Navarra la mente
política, sobre todo la introspectiva, es decir, la que ha mirado hacia casa,
no ha tenido a menudo ni claridad ni precisión en los objetivos. Se ha carecido
de sinceridad en la mente y de campechanía, por tanto, en el corazón. Nada
obsta a que entre muchos navarros, polarizados en desde actividades distintas,
elaboremos un porvenir mejor que el que se cierne; nada obsta a que haya
efluvios de armonía por encima de las ideologías distintas. Una cosa es
necesaria. Sinceridad en la mente, que es casi siempre cordialidad en la
política. Perfílense escuetamente los contornos de cada norma, de cada deseo:
así nos conoceremos sin miedo a desengaños ni ficciones. Y caminaremos juntos
las etapas que nos sean comunes.
Y desde luego hiela la sangre pensar que algo tan
cuerdo y sensato como esto:
“Sería
absurdo suponer que la política es una especie de punto muerto sin solidaridad
alguna entre los distintos componentes sociales. Principio ultrabárbaro que no
puede menos de elaborar una regresión a estados inferiores de civilización,
definitivamente liquidados para todo hombre de sentido cristiano y aun
meramente humanista. Una lucha política, por muy ardorosa y vehemente que sea
no puede ser antisocial, porque la solidaridad social está inscrita en la mente
de todo ser humano. Y las distintas ideologías no pueden llevar a la
eliminación de las personas ni de los nexos vinculatorios de la sociedad”.
fuera escrito tan solo siete meses antes de la mayor
degollina acontecida entre nuestras mugas, impulsada desde el principio por
locos furiosos como Garcilaso o Esparza, que estaban físicamente a sólo tres
metros de Aguerre (Diario de Navarra y La Voz de Navarra tenían sus sedes una
frente a la otra, en la calle Zapatería).
¿Cómo no fue capaz entonces de percibir lo que se
avecinaba? Quizás porque era buena persona, y la bondad no concibe que alguien
pueda planear primero y perpetrar después actos tan innobles como los que estaban
llevando a cabo sus adversarios políticos ya desde bastante antes de julio de
1936. En esa tesitura podría entenderse este otro párrafo de su artículo:
“En Navarra la mente política, sobre todo la
introspectiva, es decir, la que ha mirado hacia casa, no ha tenido a menudo ni
claridad ni precisión en los objetivos. Se ha carecido de sinceridad en la
mente y de campechanía, por tanto, en el corazón. Nada obsta a que entre muchos
navarros, polarizados en desde actividades distintas, elaboremos un porvenir
mejor que el que se cierne; nada obsta a que haya efluvios de armonía por
encima de las ideologías distintas. Una cosa es necesaria. Sinceridad en la
mente, que es casi siempre cordialidad en la política.”
Pero cómo esperar “sinceridad” de gente como Garcilaso,
que sabemos que, entrevistándose con Manuel Azaña en agosto de 1931, tuvo el
inmenso cinismo de asegurarle que: “el
Gobierno de la República no debe creer en guerras civiles con pistolas en
Navarra. Eso son sólo fantasías inventadas por ciertas fuerzas de Izquierda
para desviar la atención sobre los problemas reales”.
Al menos el futuro presidente retrató bien su perenne
obsesión antivasca, pues dejó escrito sobre él:
“El señor García, director del Diario de Navarra, habla por los codos,
con cierta incoherencia, durante dos horas. Yo estoy un poco mareado. Es
católico, españolista, adversario de la República. Su gran enemigo: los
bizcaitarras. Insiste mucho en que en Navarra no puede haber Guerra Civil.
Ignora si hay armas, aunque cree que no, pero está seguro de que no hay
organización, pues si la hubiera no podría serle desconocida. Y empeña en ello
su palabra de honor. El más grave error político, sería favorecer la unidad
política de las Vascongadas y Navarra. Entonces el nacionalismo sería
peligroso. A eso tiende el Estatuto de Estella. Califica de filibustera a la
Sociedad de Estudios Vascos. Aborrece a los bizcaitarras y por su gusto se
prohibirían las romerías de los mendigoizales”.
Pero ya que ha sido la figura histórica del príncipe
de Viana la que me ha llevado a escribir este ensayo, me parece justo destacar
que la columna de José Aguerre le hermana claramente con Pedro de Sada, el
canciller de Carlos de Viana, que harto de la guerra civil entre agramonteses y
beaumonteses, compuso hacia
1466 su famosa Complayna
o llanto que de sí misma faze Navarra, donde no puede dejar de lamentar:
«¡Oh, yo, Navarra, obstinada y de
corazón endurecido, nunca
suficientemente poblada de gente sabia,
científica, prudente y
sin pasiones, he sido tan infortunada
que veo muchos extranjeros
y nativos, pervertidos y desprovistos
de virtud, viciosos
y amantes solamente de sí mismos,
menospreciando el bien
público mío»
Es decir, entre 1466 y 1936, entre
el texto de Sada y el de Aguerre, habían pasado nada menos que 470 años, pero
Navarra permanecía igual o más dividida todavía. Y ambos, hermanados por el
amor a Navarra a través del tiempo, lucharon a su manera contra ese desorden de
cosas que parece condenarla a permanecer en el mismo estado de división por los
siglos de los siglos.
Sada se vio obligado a contemporizar, y tras la muerte del príncipe de
Viana en 1461, entró al servicio de Juan II, aunque justo es reconocerle que no
aguantó mucho en su corte y regresó pronto a Navarra, donde el texto citado nos
da idea de su verdadera opinión sobre el nuevo régimen tiránico que el rey Juan
impuso.
En cuanto a Aguerre, lo pagó más caro aún... Porque el periódico La Voz
de Navarra fue incautado el 19 de julio de 1936, al día siguiente del
alzamiento militar contra la República, y su rotativa confiscada para imprimir
a partir de entonces el periódico falangista ¡Arriba España!
Aguerre, su director, que en ese momento era también presidente del
Napar-Buru-Batzarra del PNV, fue detenido durante el asalto bajo la falsa acusación
de poseer armas recibiendo un culatazo en la cara que le arrancó varios
dientes. Sangrando abundantemente, lo llevaron al tristemente célebre calabozo
del Gobierno Civil, donde pasó varios meses encerrado. Manuel Irujo, años
después, aseguro que Aguerre “fue sometido a vejámenes indignantes que, por
respeto a su memoria, nos resistimos a dejar escritos”. Sólo su relación –quizás
familiar- con el siniestro santero Benito Santesteban, que además de ser uno de
los jefes de la Junta de Guerra Carlista, fue también uno de los mayores
responsables de la sangrienta represión, hizo posible que no fuera fusilado,
aunque siguió sufriendo detenciones y registros arbitrarios durante años, como
por ejemplo en 1946, cuando fue encarcelado de nuevo en una celda de castigo y
le obligaron a subir y bajar una escalera sin descanso, hasta casi hacerle
reventar de cansancio. Por supuesto no volvió a serle permitido ejercer el
periodismo, teniendo que dedicarse a la enseñanza de idiomas.
Mientras tanto, Garcilaso y Esparza se convirtieron en prohombres del
nuevo régimen franquista, gozando de todo tipo de privilegios, y el primero
dirigió Diario de Navarra hasta su muerte, el 19 de octubre de 1962, el mismo
día en que –misterios del destino- falleció también el tan injustamente
represaliado José Aguerre. La trayectoria paralela de ambos fue magníficamente
estudiada en el libro de
Iván Giménez “Agerre y Garcilaso. Dos periodistas,
víctima y verdugo del golpismo navarro”, editado en 2013 por Pamiela, que he
utilizado para escribir mi texto y que os recomiendo vivamente. Si lo leéis,
podréis comprobar que mientras Garcilaso tuvo dedicado un premio de
“periodismo” hasta el año 2005 –cuando hasta a sus promotores les dio vergüenza
seguir invocando a semejante personaje-, Aguerre, como de costumbre, no tiene
dedicada ni una mísera calle en Navarra. Así se escribe siempre la historia por
estos lares.
En todo caso, quede claro que, como bien señala Iván Giménez en su
libro referencial, “Aguerre fue también hijo de su tiempo, por lo que su
profundo catolicismo y sus ideas conservadoras son difícilmente reivindicables
hoy en día. Incluso su manera de escribir, tanto en castellano como en euskara,
adolece de un barroquismo que hoy resulta ampuloso y anacrónico, pero sí que
reivindicó Navarra como sujeto histórico e intentó una síntesis entre los
nebulosos derechos forales y la pretensión de algo mucho más nítido, como el
derecho a decidir, ese ejercicio democrático hoy tan remoto pero que se practicó
en las sucesivas votaciones sobre el Estatuto Vasco a principios de los años 30”.
Admitiéndolo, considero sin embargo que el ejemplo de Aguerre es digno
de aprecio y recuerdo hoy en día, cuando muchas de las peores características
políticas de esos años 30 están volviendo –increíblemente- a resurgir con
fuerza. Porque sus convicciones democráticas se basaron siempre en una
oposición radical a cualquier autoritarismo, como demuestra uno de sus
editoriales, publicado también en el mismo mes de octubre de 1935, en el que
condenó el fascismo de Mussolini, y que probablemente selló su destino ante sus
perseguidores, tan solo unos meses más tarde.:
“Que se mantenga el fascismo en el poder será lamentable para los
italianos y terrible para los que se pudren en las cárceles, pero no significa
nada ante la Historia. Tarde o temprano será condenado por su propio fracaso.
[…] La Historia nos dice que todas las tiranías han caído. Nada se olvida. Todo
se paga. Esta es nuestra confesión antifascista. No puede ser otra nuestra
posición: antes, ahora y siempre. Somos los hijos del pueblo: dóciles en la paz
y en el gobierno de nuestros derechos; ardientes y fanáticos ante el atropello
de nuestras esmaltadas esencias de libertad y democracia”.
Pero había prometido explicaros al final por qué los restos agasajados
en Poblet en 1935 eran los de un “supuesto” príncipe de Viana. Y de hecho ya
habéis visto que aquella impresionante ceremonia que entonces se organizó llevaba
oculta mayor carga de profundidad de la que en un principio podría suponerse, y
aunque ante la trascendencia de los acontecimientos que os he relatado pierda
desde luego importancia, no podéis quedaros sin saber que ahora –casi 100 años
después- sabemos que todo aquel reconocimiento y oropel, aquella ofrenda de
tierra de Navarra ante los huesos de Carlos de Viana, no fue más que una
absurda mascarada, aunque los participantes –bueno, ya hemos visto que algunos
de ellos exclusivamente en lo tocante al
homenaje al príncipe- sí que actuasen de buena fe.
Porque resulta que en 1998 comenzó el proyecto de identificación por
ADN del cadáver del príncipe de Viana vuelto a enterrar en Poblet en 1935,
promovido por la investigadora Mariona Ibars y llevado a cabo por el equipo del
Antropólogo Forense José Antonio Lorente. Una técnica que, desde luego, jamás
pudo imaginar Eduard Toda que alguna vez llegase a existir.
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Supuesta momia del príncipe de Viana en Poblet
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Y cuando se pusieron a ello, los forenses comprobaron asombrados que esa
supuesta momia de Carlos de Viana estaba formada por tres fragmentos de distintas
procedencias: el torso al que le faltaba el brazo derecho (recordad lo que
conté al inicio: que al príncipe, por su fama de santidad, le cortaron el brazo
derecho para convertirlo en reliquia, por lo que Eduard Toda lo único que
rebuscó entre los huesos revueltos de todos los enterrados en Poblet fue un
manco), pero también la parte inferior de la columna vertebral de otro cuerpo,
además unas piernas que le debieron parecer muy apropiadas a don Eduard en aquel
momento para completar su particular “Monstruo de Viananstein”. Así que atando
las tres partes y cubriéndolo todo con un sudario, se lo entregó a los monjes
de Poblet. Debió pensar que lo importante era el símbolo y no la verdad.
Descubrieron los forenses también que la columna de ambos fragmentos
sumaba nada menos que 8 vértebras lumbares, y eso que los humanos sólo tenemos
5, porque los restos mostraban evidencia de haber sido serrados para que
encajasen lo mejor posible y poder así entregar una “momia” entera.
Así que para confirmar que los restos de Poblet no corresponden al
Príncipe de Viana, fue necesario obtener el ADN de los tres diferentes
segmentos momificados y compararlos con los cuerpos que, «sin lugar a dudas»,
correspondían a familiares del Príncipe, identificados en un estudio genético
de la transmisión del ADN mitocondrial (el que sólo se transmite por vía
materna).
Esto fue posible gracias a su comparación con los restos de Ana de
Jagellón-Foix, tataranieta materna de Blanca I de Navarra y sobrina en cuarto
grado del Príncipe de Viana, enterrada en la catedral de Praga (el siempre
beatífico Arzobispado de Pamplona, el mismo que tan bien trató en su momento a
Garcilaso, Esparza o Mola, no dio permiso para que se investigasen los restos
bajo el sepulcro de Carlos III –abuelo del príncipe- en la catedral) cuyo estudio dio como resultado que ninguno de
los tres fragmentos de la supuesta momia del príncipe en Poblet eran los
auténticos. Por tanto, habría que examinar los restos mezclados de las más de
cien personas enterradas en Poblet para encontrar, si es que está allí, al
verdadero Carlos de Viana, cosa que supondría tal gasto económico que podemos
estar casi seguros de que jamás se hará, y los huesos del príncipe de Viana
seguirán perdidos por toda la eternidad. Mejor así. El caso es que aquel
carnaval del año 1935 se hizo ante los huesos de vaya usted a saber quién,
porque desde luego no fue ante los de Carlos de Viana.
Hombre, el Gobierno de Navarra sí que podría presionar al Arzobispado (de
hecho, le restauró completamente la catedral en 1994 con el dinero de todos los
contribuyentes forales e, incomprensiblemente no se le ocurrió exigírselo a
cambio, siquiera por mera curiosidad histórica) para que alguna vez se estudien
los dos ataúdes, se supone que llenos de restos de los reyes y reinas navarros, que custodia
la hermosa tumba borgoñona de Carlos III el Noble. Por supuesto, podemos
esperar sentados a que algo así ocurra…
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2024