-Querido hermano y señor don Carlos ¿Habéis leído ya el tratado de anatomía que ha escrito vuestro médico, el muy sabio Abarbanel Ben Ablitas?
-Las labores de gobierno no me dejan tanto tiempo para leer como yo quisiera, querido hermano don Pedro. ¿Qué dice el buen doctor?
-Pues dice que las orejas y la nariz nunca dejan de crecer a lo largo de la vida. ¿No os aterra tal posibilidad? Pensad que si desde pequeños vos y yo disponíamos ya de un apéndice nasal muy destacable -que huelga decir que los años no han hecho sino acentuar- quizás ahora, cuando hemos dejado atrás la madurez, deberíamos preocuparnos por la posibilidad de que no haya suficiente alabastro o mármol en todo el reino de Navarra para tallar nuestras narices en las estatuas sepulcrales que habrán de ornar las tumbas por las que seremos perpetuamente recordados...
-Poco os preocupaba esa apreciable cualidad nuestra cuando íbamos a cazar y nos permitía percibir la presencia de los corzos y jabalíes más escondidos mucho antes que cualquier lebrel o podenco de nuestra jauría.
-Bueno, recordad que yo la aprovechaba para espantarlos, que nunca me gustó matar seres vivos. Pero sí que envidiaba vuestra capacidad para detectar la ponzoña de las setas más apetecibles, sólo con acercároslas un instante al rostro.
-Muchas veces salvé así mi vida de las asechanzas y complots de los espías castellanos, es verdad. También tiene sus cosas malas: no hay diligencia que vos y yo podamos tomar en verano, pues con que uno solo de los viajeros -o de las viajeras, que también las hay poco amigas del jabón- suba y levante sus brazos para agarrarse a la barra antes de que el cochero ponga en marcha el vehículo, el hedor axilar se extiende sin recato por toda la estancia hasta grados mareantes, y hemos de bajarnos cuanto antes para no morir asfixiados.
-Culpa vuestra será, hermano y señor don Carlos, que no promovéis una ordenanza para hacer obligatorios los baños de axilas y los de ingles, que peor olor aún que los inocentes sobacos pueden llevar por los aires...
-¡Para ordenanzas olfativas están los tiempos, hermano don Pedro! ¿No recordáis como las gentes nos tomaron por locos por promover aquella ley que ordenaba a los carniceros de nuestro reino a separar muy claramente en sus establecimientos la carne de cerdo y la de cerda? Pues aunque es notorio a cualquier persona de buen tono y sentido que la primera proviene siempre de verraco elefantial, y huele por tanto a rayos al cocinarla, mientras que la segunda no ofende a la nariz y resulta mucho más agradable al paladar (al menos para aquellos a los que le guste comer carne, que según la OMS están condenados al Averno más profundo), tuvimos que revocar tan justo mandato para seguir siendo tenidos por cuerdos. Qué le vamos a hacer...
-Llegarán tiempos y personas más olfatívamente sensibles, querido hermano. Recordad además que también otros, como el muy noble marqués de Galuf, notan tan clara diferencia. Pero ahora decidme, ¿cómo van vuestros esfuerzos diplomáticos en la corte francesa para obtener ese ducado que perseguís? He olvidado su nombre, ¿cómo decís que se llamaba...?
-El señorío de Bergerac, hermano don Pedro.
-¿Y por qué queréis ostentar precisamente ese título, hermano y señor don Carlos?
-No sabría deciros con seguridad. Tan sólo sé que siento el deseo irrefrenable de poder grabar en mis sellos, además de mi condición de Rey de Navarra, también la de señor de Bergerac. Será el destino...
-No creo yo mucho en esos pronósticos o almanaques, pero reconozco que suena bien ese nombre de Bergerac, así que yo también insistiré ante el rey francés para que pase a formar parte de la herencia de nuestra familia, os lo prometo. Ya que llevamos esta pesada carga en el rostro, qué menos que obtener compensaciones merecidas por ello...
-Bueno, pude echar un vistazo al tratado anatómico de don Abarbanel cuando vino a presentarme su obra, y creo recordar que también decía, además de esa pejiguera de que no para de crecer durante toda la vida, que está probado que tener una nariz como la nuestra indica sin duda alguna el tamaño de otro apéndice más oculto. ¿Qué opináis vos sobre el particular, hermano don Pedro?
-Que no puedo quejarme al respecto, hermano y señor don Carlos. Y que tiene mucha razón en eso el muy sabio don Abarbanel, como vos mismo podréis confirmar...
-Pues entonces dejémonos ya de incómodas mediciones y despidámonos, hermano, al elegantísimo modo de los humanos que más al norte habitan, mal conocidos como esquimales, pues Inuits se llaman realmente, que saben perfectamente lo que hacen cuando se besan...
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2015