martes, 4 de agosto de 2015

BONE FOY

 Pocas veces se tiene la oportunidad de convertir un sueño en realidad. No entiendo la escritura sino como otra forma de sueño, y en ese sentido colaborar a que Carlos III el Noble, Blanca de Navarra o el príncipe de Viana -protagonistas de la mayoría de los relatos con los que os aburro- retornasen fugazmente a casa, no puedo considerarlo más que como un sueño que al fin se ha cumplido. 

Porque el palacio de Olite fue su casa, igual que ahora lo es de todos los que se maravillan contemplando lo que de su pasado esplendor nos ha llegado. Pretendí evocarlo con mi relato, que ha servido de base para el minucioso, estupendo y hermoso trabajo que Gabriela Barrio ha llevado a cabo para la exposición "LA CORTE DE OLITE POR TEA EN LA AZOTEA", que se ha desarrollado del 17 de julio al 2 de agosto pasados. 

Una vez me definieron como el último defensor vivo del príncipe Charles d'Evreux y Trastamara. Y más allá de la completa locura que ello supone, la verdad es que sí, puedo afirmar que seis siglos después continúo identificándome con una causa a la que mi admirado Alvaro Mutis también se aferró con uñas y dientes al escribir: "¡Yo fui amigo del príncipe de Viana, respeten la más alta miseria, la corona de los insalvables!"

Durante quince días todos estos personajes han vuelto a habitar el palacio que ordenaron levantar, y lo han hecho recordando una ceremonia caballeresca que tuvo lugar entre sus muros muchas veces, según podréis leer en la historia escrita por mí que os adjunto. Y no podría yo haber pedido nada que me hiciese sentir más agradecido.

Y es que no en vano dejó escrito el califa Abderramán III: 


"Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de sus altos designios, ha de ser con la lengua de las edificaciones. ¿No ves cómo han permanecido las pirámides y a cuántos reyes que no construyeron nada  los borraron las vicisitudes de los tiempos?"



 Y suscribió también el rey Carlos III el Noble de Navarra:

 «Como nos, por servicio et placer nuestro et de nuestros sucesores et herederos del Reyno de
Nauarra, hayamos principiado a construir et edificar un nuevo palacio muy
insigne, de la quoal obra et construcción esperamos que nuestro Senyor Dios sea servido. 

Et no solamente nuestra dicha villa, sino también todo nuestro dicho Reyno sea honrado et ennoblecido, pues en la quoal dicha construcción, con continua meditacion pensamos, a fin que ella sea de tal forma que de nos perpetuamente quede memoria...».



Palacio Real de Olite, primavera de 1425


Anda la corte alborotada, que al fin y al cabo no entrega el rey don Carlos III todos los días collares de su orden de Bone foy. Al contrario, hace muchos años que no se celebraba esta ceremonia, y si ha accedido a repetirla con todos los fastos de antaño, ha sido debido a los constantes ruegos de su hija doña Blanca y de su nieto, el príncipe de Viana, que jamás pudieron presenciarla. 

Y está el salón de audiencias decorado con estandartes, banderolas y gallardetes con todas las divisas de la Casa Real de Navarra: las hojas de castaño, los lebreles blancos, y los triples lazos que identifican a la dinastía de Evreux, que felizmente reina desde hace casi cien años ya. El viejo corazón de don Carlos se alegra ante tanta y vertiginosa actividad, y se preocupa él mismo de que todo esté en su sitio, sobre todo los collares que habrá de repartir entre lo más granado de sus caballeros, para que allá donde sus andantes pasos les lleven a partir de ahora, puedan representar con orgullo al reino de Navarra. 

Todo está listo ya, así que ordena don Carlos que vayan a buscar a su hija y a su nieto para que puedan los tres juntos ocupar sus sitiales de honor. Cuando por fin llegan a su presencia, les coloca con mucho cuidado un collar tan lujoso como el suyo: con eslabones de oro en forma de hojas de castaño, rematado por un lebrel blanco de fino esmalte. Los que recibirán los nuevos miembros de la orden son iguales, sólo que los suyos son de plata.
Así habla muy serio el rey a su hija, mientras ambos contemplan como el niño juega con su fiel perro Dinadán: 


-Blanca, hija mía, muy pronto habrás de ser tú quien dirija, no sólo este tipo de solemnidades, sino también el reino. Y cuando así ocurra, quiero que sepas rodearte de buenos consejeros de gobierno, como hice yo. Entre los caballeros que hoy tomarán el manto de mi orden, uno destaca sobre todos pese a su juventud: don Martín de Suescun. Estupendos han sido los servicios que ha prestado ya a la Corona, y serán mejores aún a medida que vaya madurando. Pero habéis de saber que lo noto últimamente triste y huidizo, sin la alegría que antes derrochaba por doquier. ¿Sabéis acaso qué le ocurre?

-Debéis ser vos, padre mío, el único que no está enterado de lo que le sucede, pues todo el mundo conoce en Olite las cuitas de don Martín y de doña Isabel de Asiain, mi dama de compañía. Recordad que fueron educados desde muy niños en nuestra corte, y que eran ya entonces inseparables, así que no es raro que entre ambos naciese un amor profundo que estaba a punto ya de hacer sonar las campanas de boda cuando, por esas dificultades que a veces se complace en poner Cupido en el camino de los enamorados, surgieron tontas desavenencias entre ellos. Le pareció a ella que él miraba demasiado a doña Beatriz, la hija de vuestro canciller. Y él creyó ver demasiadas galanterías en el trato de ella con el embajador inglés. Discutieron pues por semejantes nimiedades. Y desde entonces se rehúyen los dos por los pasillos y las estancias de este palacio, descuidan sus obligaciones y ninguno de los dos levanta cabeza. Y es gran lástima, pues doña Isabel es tan hábil consejera como don Martín.

-Pues tendremos que hacer algo para arreglar esta situación, ¿no creéis? Que no puede el reino de Navarra prescindir de damas y caballeros tan esforzados…


-¿Y qué se os ocurre que podamos hacer, padre mío?

-Quizás si a la vez  que le entrego el collar le nombro embajador de Navarra en la lejanísima corte del rey de Armenia, su corazón se delate ante la perspectiva de perderla para siempre…
-Y si no ocurre así, yo dejaré caer, como quien no quiere la cosa, que es mi voluntad que ingrese de inmediato doña Isabel en el convento de clausura de las Clarisas de Estella. Si de esta forma no logramos que vuelvan a unirse, malos componedores estaremos hechos vos y yo…

-¡Pues sea! Demos comienzo a la ceremonia, que observo por esta mirilla que los caballeros aguardan impacientes en la antesala, muy bien ataviados con las capas verdes con vueltas rojas en el cuello y en las mangas. Y ved como destacan sobre su espalda  las doradas hojas de castaño de nuestra divisa.

-Si os parece, ordenaré a Navarra, el rey de nuestros heraldos –al que veo ataviado con el tabardo que lleva nuestras armas bordadas- que abra ya las puertas y vaya nombrando a los congregados. Haré llamar también a doña Isabel para tenerla a mi lado, y pediré a don Guillen de Ursua, nuestro juglar favorito, que comience a interpretar uno de esos cantares de gesta que tanto os gustan, padre mío…

Y es el primer caballero en ser llamado a formar parte de la orden de Bone foy, el citado Martín de Suescun, que arrodillado ante el rey escucha cuales serán a partir de ahora sus obligaciones: obedecer a su soberano en todo, servirle de buena fe, respetando la palabra dada en todo momento, de manera que nunca se rompa la confianza entre ambos.
Cuando el heraldo calla pregunta don Carlos: 

-¿Estáis dispuesto a cumplir este juramento, don Martín?

-Lo estoy.

-Pues entonces, por San Miguel y San Jorge, santos patrones de los caballeros, os nombro caballero de la Real Orden de Bone foy. Y para que no olvidéis vuestra promesa,  os entrego  este collar de mi divisa, que a partir de ahora podéis lucir con orgullo. 

-Gracias, alteza. Espero ansioso vuestra primera orden.

-Es mi voluntad y deseo que partáis de inmediato como enviado mío a la corte de Armenia. 
 Tan lejana, que no aparece en muchos mapas. Me representaréis allí como embajador hasta que no se os ordene regresar.  Quizás pasen años…

Y se clavan esas palabras de don Carlos en los corazones de don Martín y doña Isabel como si fueran espadas. Pero ninguno de los dos expresa la menor protesta. Se miran entonces desconcertados el rey y doña Blanca, y hasta el juglar ha dejado de tocar esperando que uno de los amantes dé el primer paso. Pero como continúan ambos con las cabezas bajas mirando al suelo, es la princesa quien rompe el silencio: 

-No sólo al rey debe servir un buen caballero: también a Dios. Y lo que vale para un caballero vale para una dama igual, porque muy sabiamente no rige en este reino de Navarra ninguna ley que impida gobernar a las mujeres, así que cuando suceda –espero que en un futuro aún muy lejano- a mi padre en el trono, seré yo quien otorgue estos collares a mis vasallos. Y si hay reina, justo es que haya también damas a su lado, así que quiero hacer entrega yo también de uno de estos honrosísimos collares a la mejor de todas ellas: la aquí presente doña Isabel de Asiain. Venid, arrodillaos ante mí. ¿Juráis que obedeceréis siempre mis órdenes, como soberana vuestra que un día seré?

-Lo juro. ¿Cuál es vuestro primer mandato?

-Es mi voluntad y deseo que os apartéis del mundo e ingreséis mañana mismo en el convento de clausura de las Clarisas de Estella, de dónde nunca más volveréis a salir.

Y ahora sí, se miran angustiados los jóvenes amantes. Martín ofrece su mano a Isabel y ambos se levantan al unísono, procediendo a quitarse el uno al otro el collar que les acaban de imponer el rey y la princesa. Respetuosamente, pero con firme voz, así hablan para que todos puedan escucharles:

-Triste cosa es romper un juramento apenas pronunciado, pero más vergonzoso sería para nuestra recién obtenida condición de caballero y dama de vuestra Orden, callar ahora y escapar esta noche por la puerta de atrás de este palacio. 

-Sabed todos –prosigue doña Isabel- como Martín y yo nos amamos desde que éramos unos mocetes, y que no aceptaré yo por tanto que él se vaya a Armenia, pues lo más lejos que pienso dejarle ir es hasta Tafalla, y eso sólo si me promete volver pronto. Y sé también por eso mismo que él no admitirá jamás que yo sea monja, ni en Estella ni en ningún otro sitio. Así que si nos obligáis a cumplir la palabra ante vuestras altezas empeñada, no habrá esta noche celebración, sino quizás funerales, pues preferimos arrojarnos juntos desde la torre de la Joyosa Guarda que vivir separados. 

-¡Y mirad que os ha costado reaccionar! –exclama jubiloso el rey. No sabíamos la princesa y yo qué más  malvados mandatos inventar para lograr que olvidaseis vuestras querellas. 

-Desde luego que sí, padre, que ya los veía yo también viajando hacia Armenia e ingresando resignadamente en el convento. Mucha caballerosidad es la que ambos han demostrado no mintiéndonos ni a nosotros ni al resto de caballeros de la Orden de Bone foy, así que creo hablar en nombre de mi padre y de mi hijo, que grandes enseñanzas sacará de este día para cuando él mismo sea rey, si afirmo que a partir de hoy mismo desobedecer órdenes insensatas –aunque provengan del propio soberano- no habrá de ser en Navarra motivo de persecución, sino de reconocimiento. Volved a poneros pues vuestros collares, y que sepa todo el mundo que los reyes de Navarra sólo inclinan su cabeza en este mundo ante el amor verdadero.



Y por estos y otros muchos acontecimientos que podríamos también relatar, fueron don Carlos III, su hija doña Blanca y su nieto el príncipe de Viana muy queridos por las gentes. Y dejaron tan buena memoria, que incluso hoy en día se dibuja una sonrisa en la cara de quienes los recuerdan. Y no es eso poco elogio para un gobernante... 


© Mikel Zuza Viniegra, 2015