Los historiadores creían hasta ahora que la breve visita a Navarra del príncipe francés Luis el Hutín en el año 1307 había tenido como único motivo ser coronado en Pamplona, cuyo trono le correspondía tras la muerte de su madre, la reina Juana.
Se sabía también que había aprovechado su breve gira para hacer detener a todos los templarios del reino, se suponía que siguiendo en eso las órdenes de su padre, el hierático Felipe el Hermoso. Pero un reciente descubrimiento en los Archivos de la Universidad de Paris, viene a esclarecer definitivamente el periplo de Luis, convirtiendo de paso a Navarra en campo de pruebas de una teoría que, de haberse extendido por el resto del continente, hubiese cambiado sin duda la historia de Occidente.
Y es que haciendo acopio de documentos para su tesis sobre los últimos Capetos, encontró la profesora Madeleine Giraud, directora del Centre de Recherches Scientifiques de Paris, un memorandum sobre esa estancia de un mes del príncipe Luis en Navarra, y no pudo dejar de sorprenderse al ir leyendo que tanto como para ser nombrado rey, esos treinta días fueron empleados para poner en práctica el dictamen que el maestro más famoso de La Sorbona en aquella época había elaborado para encauzar un insospechado asunto.
Al parecer todo había comenzado con una espinosa cuestión enviada por el cabildo de la catedral de Pamplona al claustro de profesores de dicha universidad: ¿era pecado besarse a la puerta de las iglesias? Porque si considerábamos que el espacio sagrado empieza en el atrio exterior y no exclusivamente al franquear las puertas de los templos, resultaba evidente que sí lo era. Mas si se establecía que bajo los decorados pórticos podía cada quien besarse con cada cual hasta hacer enrojecer a las talladas cabezas de piedra, ¿no acarrearía tan disolvente práctica perjuicios innumerables al reino?
Por si acaso, el cabildo pamplonés ya advertía que ellos habían optado por la prohibición total, que al parecer siempre ha sido una actitud de lo más navarra. Y para lograr que se respetase su mandato, habían encomendado a los templarios que detuviesen a todas las parejas que estuvieren besándose fuerapuertas de una iglesia, resultando de esta forma que ahora todas las prisiones del reino estaban completamente atestadas, e incluso se recibían quejas sobre el violento proceder de los templarios, que no resulta extraño si tenemos en cuenta que quien tiene prohibido por la regla de San Bernardo besar a nadie, envidia y hasta detesta a quien sí puede hacerlo. El caso es que de seguir así las cosas, y si la Universidad de París no lo remediaba, una revolución amenazaba con desatarse en Navarra...
Vista la gravedad del asunto, no tardó en reunirse el claustro de profesores para tomar una decisión. Y con los primeros debates, se vio claramente que quien más dominaba el tema era el ilustre maestro don Roberto de Smith, que era quien de todos ellos dominaba con más esmero las siete artes liberales y que aportó muchas pruebas sobre cómo en su Inglaterra natal era costumbre aceptada por todas las clases sociales el besarse a la puerta de la casa de Dios, y sobre como no se conocía ningún caso de que el Todopoderoso hubiera enviado un rayo a fulminar a quienes en esos dulces menesteres se hallasen, pero si que las crónicas recogían unos cuantos ejemplos de caballeros que habían recibido la descarga brutal del relámpago por empuñar una espada en la puerta de una iglesia.
Pero si el metal atrae al rayo no era la causa de esta reunión de sabios, sino si los besos disgustan o no a Nuestro Señor, y con las pulidas argumentaciones de don Roberto, todos estuvieron de acuerdo en que sólo el que le dio Judas no fue de su agrado, y puesto que en las Sagradas Escrituras no se cita ninguno más, no tenía motivo el cabildo de la catedral de Pamplona para mostrarse tan rígido, así que la próxima visita del príncipe Luis a Navarra debería ser aprovechada para acabar con ese absurdo orden de cosas, permitiéndose a partir de entonces sin multa ni prisión ninguna, los besos románicos y góticos, y en general todos los que no fuesen dados bajo el nefasto influjo del estilo neoclásico, que afortunadamente no era conocido aun en el siglo XIV...
Y vino Luis muy contento a su reino, y como el maestro Roberto había estipulado muy claramente que debía ser él, como nuevo monarca, quien debía dar ejemplo, no dejó de besar a toda navarra que se acercó a cumplimentarle a la puerta de una iglesia, de suerte que dicen las crónicas que no quería abandonar el atrio de ninguna, allá en cualquiera de las localidades que visitaba. Y por supuesto ordenó liberar a todos los prisioneros que penaban sus cuitas por la desdichada decisión del Car-cabildo catedralicio. Y asimismo se encargo de detener a todos los templarios, a quienes enseñó a las puertas de San Pedro de Olite cómo debían besar, pues eso no se lo había enseñado San Bernardo a los pobres hermanos. Y si luego resultó que prefirieron esos frailes guerreros hacerlo entre ellos -y no a alguna moza que por ellos suspiraba- , y esta noble actitud fue después aprovechada por el bárbaro Nogaret -temible fiscal de Francia- para perseguir a la Orden hasta el exterminio, es cosa que se escapa ya de este estudio...
El caso es que el mes que el ya coronado rey de Navarra Luis se había dado para conocer su reino estaba a punto de expirar, así que sabiendo que su misión estaba ya cumplida, fue aproximándose a la frontera con Francia para volver a París. Y dice el hasta ahora desconocido memorandum que lo hizo por el valle de Urraul. Y al detenerse en el hermoso templo de Santa Fe de Eparoz, dio el último beso a una dama que por aquel maravilloso claustro pasaba, y desatáronse justo en ese momento los vientos que el Aizkurgi -que es montaña muy alta que domina el santuario- guarda en su cumbre. Y bañados por ellos no pudieron los dos protagonistas dejar de recordar las palabras del siempre sabio maestro don Roberto...
© Mikel Zuza Viniegra, 2015