Iglesia de San Nicolás, Tudela, 9 de febrero de 1522
-No insistáis: la justicia de los hombres ha hablado, y si ha errado o no en sus conclusiones, sólo a Dios y no a mí, que soy únicamente el más humilde de sus representantes, le corresponderá enmendarlo en el día del Juicio Final.
-La justicia de los castellanos, querréis decir. ¿Cómo entender si no que se aprobase la muerte de una mujer por el único delito de bordar una bandera?
-¡No una bandera cualquiera: la bandera del usurpador Enrique de Labrit! Parecéis haberlo olvidado, aunque no me maravillo de ello, puesto que vos participasteis de la misma traición que vuestra madre, y en lugar de reforzar las tropas de socorro provenientes de Aragón, os dedicasteis a ondear con regocijo ese vil estandarte desde el campanario de este mismo templo en el que ahora nos encontramos, saludando con probada soberbia la llegada de los invasores, hace de esto apenas siete meses. Tan sólo vuestra corta edad os ha librado de compartir el destino de vuestra madre, pero no agotéis la paciencia de los fieles servidores de su majestad...
-¿Invasores? ¿Cómo considerar tal cosa a quienes venían a recuperar el país para nuestro legítimo rey? Decid más bien que debéis vuestro puesto y vuestras rentas de párroco a haber besado la mano -y no falta quien dice que otras partes de su cuerpo- al alcaide del castillo.
-¡El único rey legítimo de Navarra es el emperador Carlos! Grabaoslo en vuestra dura cabezota si no queréis acabar colgando de la misma soga de la que todavía pende el cadáver de vuestra madre, allá, en Traslapuente...
Y basta ya de esta infernal querella: os vuelvo a reiterar que su cuerpo no será sepultado en esta iglesia por mucho que ella fuese bautizada en nuestra pila. A los traidores a su señor y por tanto a Dios, no les corresponde ser enterrados en suelo sagrado, si no que habréis de llevar sus restos a campo abierto, o a un cruce de caminos, para que allí mueva a la oración de los verdaderos cristianos.
-Sosegaos, señor arcipreste, y ved que la fuerza de mis quince años es más que suficiente para traspasar vuestra abundante barriga con esta espada. Ahora sentaos y escribid lo que yo os dicte si no queréis comprobarlo:
"Yo, Pedro de Baigorri, beneficiado y párroco de esta iglesia de San Nicolás de Tudela, en el reino de Navarra, declaro que no sin mucho pesar y fatiga para mi conciencia puedo seguir ostentando este cargo proveniente de la simonía y la corrupción, y también que no puedo igualmente fingir mi adhesión al emperador extranjero don Carlos, cuando la soberanía de este reino de Navarra corresponde sin duda alguna al rey don Enrique II de Labrit, que para eso nació en él, en la muy fiel ciudad de Sangüesa, mientras el usurpador alemán nacía en un retrete del lejanísimo lugar de Gante. Por tanto anuncio a todos con esta carta mi intención de cruzar los Pirineos para secundar a mi señor natural en su justa lucha por hacer valer sus derechos al trono de Navarra."
-¡Nadie se creerá esta sarta de mentiras! ¡Haré que os cuelguen!
-Cuando mañana por la mañana descubran esta nota clavada en el altar mayor, y que vos no aparecéis por ningún lado, sí lo creerán. Ya sabéis que los castellanos desconfían de cualquier nacido entre estas mugas. Y ahora don Pedro, dad saludos al Diablo de mi parte. Decidle que me espere, que no tardaré en llegar...
La oronda figura del párroco se desplomó sin apenas ruido, con casi dos tercios de la espada dentro de su cuerpo. El joven entendió entonces perfectamente el alcance de la expresión "pesas como un muerto", y lamentó no haber hecho que aquel traidor se hubiera metido él mismo en la fosa. Porque no podía ser una fosa cualquiera, no. Debía ser la que se hallaba justo delante de la puerta de ingreso a la nave, aquella que todos los que entren pisarán durante siglos, al menos mientras esta iglesia permanezca abierta.
Y tampoco lo arrojarás en ella boca arriba, como se hace con los buenos cristianos, sino boca abajo, para que si su podrida alma trata de escapar por la boca, no encuentre otro camino que el del Infierno que merecen los traidores y los faltos de compasión.
Cuando ya está todo hecho, colocas encima la losa de madera que cubrirá la tumba, y con la punta de la daga grabas en ella: Aquí yace Marina de Arriazu, traidora a su patria y a su rey. Con eso te asegurarás de que nadie querrá hurgar en la fosa para percatarse de que el cura no está en la corte de los Albret, sino en la de Belcebú. Y eso será así para toda la eternidad...
Está amaneciendo, la hora en la que la ley permite recoger el cuerpo yerto de los ahorcados. Así que descuelgas a tu madre con toda la delicadeza de la que eres capaz, como si temieses despertarla, y cuando los guardias que te miran con desprecio ya no pueden verte, envuelves sus restos con la bandera que ella misma bordó, la que muestra el carbunclo y las flores de lis de los leales a Navarra.
Y en un pequeño bote remas Ebro abajo, hasta que atándole la piedra más grande que puedes levantar y dándole el beso más cálido que tus labios son capaces de ofrendarle, la arrojas al remolino más profundo, rezando para que si la tierra de Tudela es demasiado sagrada para los fieles a su verdadero rey, sean sus aguas al menos mucho más acogedoras, y lleven hasta Dios a quienes actuaron en conciencia y siguiendo únicamente su libre albedrío.
Foto de Angel Charela |
Enterrados boca abajo en San Nicolás de Tudela
©Mikel Zuza Viniegra, 2015