Ahora lamenta no haber planificado su huida del monasterio para la hora de Laudes en vez de para la de Completas, porque su último día en Leyre se le está haciendo tan largo, azogado sin duda por el temor a que todo salga mal, que querría estar ya tan lejos de allí como ese milano que cruza el cielo hacia Aragón...
Y no verla aparecer en las Vísperas, aunque falten dos horas para la cita, no hace sino incrementar su miedo a que todo haya sido un sueño, a que ella se lo haya pensado mejor y ya no quiera trocar sus privilegios de princesa por el amor de un simple monje.
Así que, para que nadie pueda sospechar, se une en el umbrío presbiterio del templo al canto de los que hasta ese día han sido sus hermanos, y mientras resuenan los himnos y los salmos que establece la liturgia, va recorriendo sus rostros: el aún muy joven del miniaturista Adelmo de Orzanco, el sudorosamente orondo de Berengario de Buñuel, el aparentemente distraído del traductor Venancio de Sagüés, los ojillos hundidos de tanto leer del bibliotecario Malaquías de Cemborain, el absolutamente lleno de arrugas de Alinardo de Burlata, el siempre tiznado por las mezclas de especias del herbolario Severino de Berrioplano, el amarillento del estudiante de retórica Bencio de Arizala, el muy desgreñado del cillerero Remigio de Barañain, el horriblemente desfigurado de su extraño y políglota ayudante Salvador de Monreal, el siempre adusto y vigilante del abad mitrado, Abdón de Villanueva y sobre todo observa con el resquemor acostumbrado los ojos muertos del antiguo bibliotecario Jorge de Burgui, censor incansable de cualquier tipo de burlas o risas en el cenobio...
Probablemente no echará de menos a ninguno de ellos, a lo sumo al novicio Adso de Yelz, por ser de su misma edad. Pero sí que sabe que echará de menos la muy surtida biblioteca, en la que nunca ha buscado precisamente los libros de religión, sino todos aquellos en los que los sabios antiguos habían descrito el mundo. Ese mundo que apenas podía atisbarse desde la ventana del scriptorium...
Hasta que el prior le ordenó una mañana que se pusiera en camino hacia una cercana posesión del monasterio que había que organizar para que sirviera al mantenimiento de la comunidad. ¿Cómo iba a imaginar entonces que al otro lado del Arangoiti, apenas cruzado el río Salazar, en el humilde lugar de Adansa, iba a encontrar la respuesta a todas sus preguntas?
Jorge de Burgui hubiera dicho sin duda que fue el diablo quien hizo que aquella misma mañana la comitiva de la hija del rey García Ramírez estuviese detenida justamente allí. Pero un monje ciego jamás podría entender la belleza de una mujer sentada al borde de la balconada de piedra que mira hacia Usún. Y sólo esa imagen vale más que todos los tratados de Teología que se hayan escrito desde los tiempos de los eremitas del desierto egipcio hasta la actualidad...
Y el joven novicio así lo comprendió en cuanto la vio, y supo también en aquel preciso instante, que si un antiguo abad de su monasterio había pasado trescientos años escuchando a un ruiseñor, él podría estar otros tantos, incluso añadiendo seiscientos más de propina, mirándola sin cansarse nunca de tal contemplación.
Y todas las promesas que se hicieron el uno al otro desde entonces van a cumplirse esta noche, cuando tras las últimas antífonas y preces, él vaya a cambiar definitivamente la fría cubierta de plata de la mujer a la que todos en Leyre dirigen sus plegarias, por la piel -de color tan dorado como el de los sillares que forman los tres ábsides perfectos del monasterio-, de la infanta que le espera al final de las naves.
Y cuando la última estrofa de la impresionante Salve se pierde entre las nubes de incienso que ascienden hacia las bóvedas, y todos los frailes se van retirando, él acude al rincón más oculto, donde ella le ayuda a cambiar el áspero hábito de estameña por otras ropas más apropiadas para empreder viaje. Y camuflados entre el resto de las gentes que salen del templo, oyen cerrarse tras ellos el recio cerrojo de la Porta Speciosa, y saben entonces que la suerte está echada, y que ya no hay vuelta atrás. Y sólo lleva con él, como recordatorio de su antigua vida, un pequeño libro del poeta romano Publius Sirus que ha salvado, y no robado, de la biblioteca monacal, pues sabe que al final hubiera ardido sin duda en la necia y persecutoria hoguera del ciego Jorge.
Y ya subidos a los caballos que, siguiendo el antiguo consejo del trovador inglés Miguel de Oldfield, los llevarán a Francia, no puede evitar recitar al oído de la princesa uno de los versos más bellos de ese libro redimido del fanatismo:
-"Amor animi arbitrio sumitur, non ponitur..."
Elegimos amar, pero no podemos elegir dejar de amar...
Y no verla aparecer en las Vísperas, aunque falten dos horas para la cita, no hace sino incrementar su miedo a que todo haya sido un sueño, a que ella se lo haya pensado mejor y ya no quiera trocar sus privilegios de princesa por el amor de un simple monje.
Así que, para que nadie pueda sospechar, se une en el umbrío presbiterio del templo al canto de los que hasta ese día han sido sus hermanos, y mientras resuenan los himnos y los salmos que establece la liturgia, va recorriendo sus rostros: el aún muy joven del miniaturista Adelmo de Orzanco, el sudorosamente orondo de Berengario de Buñuel, el aparentemente distraído del traductor Venancio de Sagüés, los ojillos hundidos de tanto leer del bibliotecario Malaquías de Cemborain, el absolutamente lleno de arrugas de Alinardo de Burlata, el siempre tiznado por las mezclas de especias del herbolario Severino de Berrioplano, el amarillento del estudiante de retórica Bencio de Arizala, el muy desgreñado del cillerero Remigio de Barañain, el horriblemente desfigurado de su extraño y políglota ayudante Salvador de Monreal, el siempre adusto y vigilante del abad mitrado, Abdón de Villanueva y sobre todo observa con el resquemor acostumbrado los ojos muertos del antiguo bibliotecario Jorge de Burgui, censor incansable de cualquier tipo de burlas o risas en el cenobio...
Probablemente no echará de menos a ninguno de ellos, a lo sumo al novicio Adso de Yelz, por ser de su misma edad. Pero sí que sabe que echará de menos la muy surtida biblioteca, en la que nunca ha buscado precisamente los libros de religión, sino todos aquellos en los que los sabios antiguos habían descrito el mundo. Ese mundo que apenas podía atisbarse desde la ventana del scriptorium...
Hasta que el prior le ordenó una mañana que se pusiera en camino hacia una cercana posesión del monasterio que había que organizar para que sirviera al mantenimiento de la comunidad. ¿Cómo iba a imaginar entonces que al otro lado del Arangoiti, apenas cruzado el río Salazar, en el humilde lugar de Adansa, iba a encontrar la respuesta a todas sus preguntas?
Jorge de Burgui hubiera dicho sin duda que fue el diablo quien hizo que aquella misma mañana la comitiva de la hija del rey García Ramírez estuviese detenida justamente allí. Pero un monje ciego jamás podría entender la belleza de una mujer sentada al borde de la balconada de piedra que mira hacia Usún. Y sólo esa imagen vale más que todos los tratados de Teología que se hayan escrito desde los tiempos de los eremitas del desierto egipcio hasta la actualidad...
Y el joven novicio así lo comprendió en cuanto la vio, y supo también en aquel preciso instante, que si un antiguo abad de su monasterio había pasado trescientos años escuchando a un ruiseñor, él podría estar otros tantos, incluso añadiendo seiscientos más de propina, mirándola sin cansarse nunca de tal contemplación.
Y todas las promesas que se hicieron el uno al otro desde entonces van a cumplirse esta noche, cuando tras las últimas antífonas y preces, él vaya a cambiar definitivamente la fría cubierta de plata de la mujer a la que todos en Leyre dirigen sus plegarias, por la piel -de color tan dorado como el de los sillares que forman los tres ábsides perfectos del monasterio-, de la infanta que le espera al final de las naves.
Y cuando la última estrofa de la impresionante Salve se pierde entre las nubes de incienso que ascienden hacia las bóvedas, y todos los frailes se van retirando, él acude al rincón más oculto, donde ella le ayuda a cambiar el áspero hábito de estameña por otras ropas más apropiadas para empreder viaje. Y camuflados entre el resto de las gentes que salen del templo, oyen cerrarse tras ellos el recio cerrojo de la Porta Speciosa, y saben entonces que la suerte está echada, y que ya no hay vuelta atrás. Y sólo lleva con él, como recordatorio de su antigua vida, un pequeño libro del poeta romano Publius Sirus que ha salvado, y no robado, de la biblioteca monacal, pues sabe que al final hubiera ardido sin duda en la necia y persecutoria hoguera del ciego Jorge.
Y ya subidos a los caballos que, siguiendo el antiguo consejo del trovador inglés Miguel de Oldfield, los llevarán a Francia, no puede evitar recitar al oído de la princesa uno de los versos más bellos de ese libro redimido del fanatismo:
-"Amor animi arbitrio sumitur, non ponitur..."
Elegimos amar, pero no podemos elegir dejar de amar...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011