sábado, 19 de junio de 2010

LA DIVA



El pasado 13 de mayo escribí una historia en la que imaginaba que el infante Teobaldico no sólo no había muerto en 1272 al caerse desde la torre más alta del castillo de Estella, sino que habiéndose convertido en rey de Navarra con el nombre de Teobaldo III, y habiendo contraído matrimonio con su prometida, Violante de Castilla, habían tenido un hijo –por supuesto también llamado Teobaldo- en cuya sangre se unían las de los dos mejores poetas de toda la Edad Media, pues sus abuelos eran don Teobaldo I de Champaña, y don Alfonso X de Castilla, que fueron sin duda los más grandes trovadores de su tiempo.

Mas ¿qué hubiera ocurrido si en lugar de un niño les hubiera nacido una niña…?

Se ha negado en redondo la reina Violante a que su hija primogénita lleve el nombre de “Teobalda”, como proponía su marido, así que consultadas las crónicas, ambos esposos han acabado llegando al acuerdo de que lleve el nombre de Blanca, que era el mismo de la bisabuela que engendró al primer Teobaldo, y también el de muchas otras princesas de la Casa Real de Navarra.

Y va creciendo Blanca en belleza y sabiduría, hasta el punto de eclipsar la fama de Cleopatra, que dicen reinó entre los egipcios hace más de mil años. Y de todos los reinos de la cristiandad van llegando ofertas de matrimonio para esa infanta que cuentan escribe y canta los poemas más hermosos que los hombres hayan conocido desde el tiempo de los griegos. Y a fe que el reino entero se paraliza cuando ella sale a la terraza del palacio de Tiebas y su canto va cobrando progresiva armonía, hasta que todas las campanas de Navarra, y todas las aves que por su cielo aletean y en sus árboles anidan, acompañan con sus repiques y con sus trinos la destreza melódica de su futura señora.

Y en una de esas ocasiones, mientras los príncipes Fernando de Castilla y Jaime de Aragón están cazando cada uno de ellos en su propio reino, pero justo en la frontera de Navarra, allá cerca de la hermosa ciudad de Tarazona, oyen esa singular algarabía y caen inmediatamente rendidos ante aquella encantadora maraña de sonidos que ha de ser parecida a la que entona el coro de los Serafines en el Séptimo Cielo.

Y ambos piensan que la princesa cantante ha de ser suya o de ningún otro. Y ordenan la formación de sendas huestes que les permitan llevar a cabo su propósito. Y cuando los dos ejércitos se encuentran el uno frente al otro en los campos de Corella, se acometen con tal saña al grito de ¡Blanca o la Muerte!, que en pocas horas el estandarte de los castillos y los leones y el de las barras de sangre, yacen derribados por el suelo, rodeados de miles de muertos y de los dos príncipes, yertos bajo sus coronas de oro.

Y justo en ese preciso momento, siempre previsto por la princesa de Navarra, su cántico hechicero se torna grito de guerra e irrintzi salvaje, que hace salir hasta de debajo de las piedras a los soldados navarros que no hace tanto tiempo asombraron con sus proezas toda la Tierra Santa. Y al frente de ellos va Blanca con su negra cabellera al viento y su armadura de plata que destella al sol. Y cuando permanece callada ante sus tropas impresiona aún más que cuando canta...

Y con ese idioma que ella domina, y que entienden los pájaros silbantes y los lobos aulladores, ordena el avance sobre los desguarnecidos reinos de Castilla y Aragón, que ya no tienen príncipe que los defienda, y muy pronto la frontera de Navarra vuelve a ser aquella en la que no había nadie más enfrente que los sarracenos que siguen los dictados de Mahoma. Y hierve la sangre belicosa de los Sanchos y los Garcías en el corazón de Blanca, que ya sueña con seguir la misma táctica contra el rey de los franceses y también contra el de la Inglaterra, y aún contra el Papa de Roma que se cree protegido por su voto de castidad…

Y jura ante la tumba repujada y dorada de su abuelo, el rey poeta Teobaldo I, que no han de cesar sus campañas hasta que el mismo emperador romano de Constantinopla le ruegue de rodillas que se case con él. Y tal pensamiento la alegra sobremanera, de tal suerte que su cadenciosa voz vuelve a elevarse sobre las nubes de incienso que se extienden por el templo, haciendo que todos los que la escuchan estén dispuestos a dar su vida y su hacienda por ella, como dicen que juraron los soldados que siguieron al príncipe Alejandro de Grecia en su conquista del Oriente…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010