martes, 22 de junio de 2010

TAN CERCA TAN LEJOS…



Y es lo que tiene este hasta ahora inédito Libro de los Teobaldos, que cuanto más se profundiza en él, más nuevas historias se llegan a conocer...

Y diz que la tal Blanca llevó a cabo sus planes de conquista de todos los reinos de la cristiandad, tal y como lo había jurado ante la tumba de su abuelo, pues no hubo duque, príncipe o rey que pudiera resistirse al embrujo de su voz, de tal forma que el carbunclo de Navarra y la banda de plata de Champaña se enseñoreaban ya de todos los castillos que iban desde el mar verde, allá donde moran los escoceses, hasta las lindes de Al-Andalus, donde rezaban a Alá para que a la princesa no le diese por aprender la lengua arábiga…

Tan sólo un pequeño reino norteño, en el confín helado donde habitan los vikingos, sigue sin inclinar sus estandartes ante los de la invencible reina. Y a Blanca le entra la curiosidad de ver con sus propios ojos a quiénes se conducen con semejante altanería. Y marcha silenciosa a la cabeza de su ejército, con su garganta protegida por un pañuelo de seda donde van bordadas muchas escenas sacadas de los poemas del primer Teobaldo.

Y Esteban de Idoate es el capitán de su guardia, y mucho la ama desde que crecieron juntos en el mágico delta que forman los castillos de Monreal, Leguin e Irulegi. Y anoche estuvieron, como tantas otras noches, juntos en su tienda, y siguió sin poder hacerla prometer que además de su señora sería alguna vez su esposa, pues no es Blanca de esas que puedan conceder más de un solo día al lado de nadie.

Y arriban por fin al reino rebelde, y van cayendo todas sus ciudades y villas una tras otra hasta que llegan a la capital, ante cuyas murallas canta la princesa con tal sentimiento que las gaviotas que vigilan la mar vuelan tierra adentro sólo para poder escucharla, y hasta los osos blancos despiertan al unísono en sus cavernas del bosque al oírla.

Mas no se alza el puente levadizo ni se abaten las banderas enemigas, así que ordena Blanca el asalto a sangre y fuego, y como tienen los navarros ya mucha costumbre en estas lides guerreras, para la medianoche no resiste más que la torre del homenaje. Y sale entonces de ella enarbolando una bandera blanca, y alumbrado tan sólo por la antorcha que porta un paje, el hombre más hermoso que haya visto nunca la princesa. Con el pelo tan negro como una noche sin luna y los ojos tan verdes como el mar que muerde los fiordos, y si permanece en silencio no es por desafiarla, sino porque es sordo, y por tanto inmune al hechizo de su cantar.

Y para cuando Blanca comprende lo ocurrido, ya naufraga sin remedio en esos ojos, así que da orden a su hueste de que guarden las armas, y esperen a que ella acuerde la paz con el vencido, a quien sigue hasta el interior la torre.

Pasan 5 días y 5 noches allí encerrados, y a Esteban comienzan a llegar las voces acusadoras en contra de la reina, sobre todo por parte del obispo de Estella, que cree que la natura femenina no casa bien con el ejercicio del mando. Pero Esteban recuerda bien que ella rechazó al barbudo mitrado, y que desde entonces se la tiene jurada.

Por fin se abren las puertas de la torre, y salen los dos príncipes de la mano, y Esteban advierte que lleva Blanca en el dedo un anillo con un diamante del mismo color que el hielo que cubre los lagos de esa gélida tierra, y que muy pronto cubrirá también su corazón, pues anuncia la reina su matrimonio con su silencioso acompañante.

-¿Cómo puedes casarte con alguien que nunca podrá acompañar tu voz? –le pregunta Esteban cuando nadie más puede oírlos.

-Porque hay cosas que no necesitan decirse para que sintamos que son verdaderas–responde ella rozando su mano con la del capitán-. Conozco bien tus sentimientos hacia mí, y aunque te quiero mucho sabías también que nunca te prometí nada que fuera más allá de otra noche más. Mañana mismo embarcamos para Thule, que es la tierra de sus antepasados, más al norte aún que ésta donde nos encontramos. Y no sé cuánto tiempo permaneceré allí. Es mi deseo que comuniques mi decisión al Consejo Real.

Y así lo hace Esteban, y todos los demás magnates se sublevan ante la idea de que la reina que ha hecho que Navarra sea nombre temido en todo el orbe prefiera ahora el amor a las campañas militares, y acuerdan dar muerte al príncipe sin voz y hasta se atreven a proponer que Blanca sea encerrada hasta que recupere el juicio, y que sea Esteban quien tome el poder mientras eso no ocurra.

Y el capitán les hace creer que acepta su propuesta, pero cuando la reunión termina corre a contarle a la princesa lo acordado. Y ella, que nunca ha suplicado a ningún hombre, cae de rodillas y le da su palabra de que se casará con él si deja marchar sano y salvo al príncipe del norte, que la espera en su barco…

Y cuando llegan al puerto, ven fondeado el drakkar, y Esteban abraza a Blanca mientras le dice:

-Vete. Porque si ese barco zarpa y no estás con él lo lamentarás. Tal vez no ahora, tal vez no hoy ni mañana. Pero sí más tarde, y para toda la vida…
Guardaré tu reino para ti, por si alguna vez quieres volver.

Y mientras la embarcación se aleja, canta Blanca tan bello cantar, que consigue que todos los peces de la mar asomen sus plateadas cabezas para escucharla y que la escolten hacia su destino.

Y van volviendo las tropas hacia Navarra, y Esteban al frente de ellas. Y lo primero que hace al llegar al reino es ordenar la detención de todos los que le propusieron encerrar a Blanca, el rijoso obispo de Estella incluido, porque si hay algo que el capitán no soporta es a los cansos. Y cree con mucha razón que una buena temporada en las mazmorras de los castillos más alejados de cualquier camino, aplacarán sus desvaríos.

Y cuando queda al fin solo, saca de la alacena el licor de enebro, lo mezcla muy bien mezclado con el remedio antifiebres del barón Von Schweppes, y sube a la terraza del castillo, donde recoge del borde de una almena un poco de nieve recién caída y la vierte en el vaso.

De las lejanas tierras donde quedó Blanca se ha traído unas hierbas que los vikingos llamaban tabaco, y que ellos a su vez habían traído de otras lejanas tierras más allá del mar, donde sus habitantes tienen la costumbre de darles fuego para así poder inhalar sus vapores. Mientras duró el asalto a aquel reino helado se aficionó, y ahora no lo puede dejar.

Y cuando se pone el sol tiñendo de rojo las crestas de Goñi, un par de lágrimas caen también dentro del vaso, mezclándose estupendamente con el resto de ingredientes, pues su sabor salado le hace recordar el de la piel de Blanca.

Y el viento hace ondular las copas de los árboles y silbar a las ramas de acebo. Y ululan las rapaces, y repiquetea el río allá abajo…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010