viernes, 18 de junio de 2010
NO SÉ QUÉ TIENE PAMPLONA...
28 de enero de 1479.
Hace apenas una semana que el rey ha muerto, y ella no quiere esperar ni un día más para ceñir la corona con la que lleva soñando desde que tiene memoria. Sus hermanos murieron o tuvieron que ser ayudados a morir, eso ya no importa; lo que importa es que el viejo por fin está pudriéndose bajo tierra y que ya no podrá cuestionarle la posesión de Navarra nunca más…
Y no perderá el tiempo viajando hasta la capital del reino para cumplir unos estúpidos mandatos compilados hace más de dos siglos. No. Será alzada, ungida y coronada en Tudela, el mismo lugar donde le fue comunicado el tránsito paterno. Ya habrá tiempo de extender su poder al resto de ciudades y villas, incluso a las que, como Pamplona, no obedecen más ley que la que impone el aborrecido conde de Lerín...
Ha tenido que transigir, es cierto, con que la ceremonia sea oficiada por el deán de la catedral iruñesa, otro notorio beamontés. Pero será él quien tenga que besarle la mano esta vez. Hasta el último momento, y de forma harto impertinente, ha insistido en la obligación de celebrar la coronación en Santa María de Pamplona, y por eso ella puede advertir el odio en su mirada mientras recorre el pasillo central de la nave entre los vítores de la multitud. Sabe perfectamente que aquel esbirro hubiera preferido mil veces coronar a su medio hermano Fernando de Aragón, pero si ha podido aguantar cincuenta y cuatro años de sinsabores para ver colmada su ambición, no se rendirá ahora ante un cura asilvestrado.
El ritual está a punto de finalizar y el deán ha tenido que poner la diadema en su cabeza mientras ella le sonreía sarcástica. Ya ha sido elevada sobre el pavés y se ha cantado solemnemente el Tedeum. En cuanto concluya la misa podrá empezar a gobernar sin cortapisa alguna…
Desde su sitial de honor puede ver al oficiante preparar la comunión, y por eso repara en que ha apartado una oblea del montón y la ha mojado en el cáliz del que, está bien segura, él no ha bebido…
Con la hostia alzada se dirige hacia ella. Pero cuando la tiene delante no le dice “Corpus Christi”, sino: “Debisteis obedecer el Fuero y coronaros en Pamplona, Leonor”.
La concurrencia empieza a murmurar porque la recién jurada reina no abre su boca para comulgar. Ahora sí, y en voz muy alta para que se le oiga bien, el deán exclama: “Corpus Christi”, mientras ella se mantiene indecisa ante los airados gestos del chambelán y de los demás servidores que le suplican que deje de comportarse como una cismática y una hereje.
Por fin el miedo o la vergüenza le hacen abrir la boca y tragar el pan ácimo que, al atravesar su garganta, va dejando un extraño regusto a almendras amargas...
No puede ver el rostro del deán, que vuelve hacia el altar con una mueca de satisfacción que sí advierten el conde de Lerín y el embajador castellano, que han seguido juntos la ceremonia en el primer escaño de la catedral.
Desde el día de su coronación la reina no goza de buena salud. Los físicos lo achacan a su avanzada edad y a la debilidad intrínseca de la condición femenina, demostrada por su manía de negarse a permitir que le quiten la corona. Al morir, tan sólo 15 días después, la tiene tan aferrada en sus manos que dos soldados de la guardia han de romperle varios de sus dedos para arrebatársela…
Cuando la noticia llega a Pamplona, corre el deán a arrodillarse ante la imagen plateada de Santa María. Pero aunque el cabildo cree que reza, tan sólo repite una y otra vez la segunda capítula del Fuero General:
“Todo rey de Navarra se debe levantar en Sancta María de Pamplona, segunt han fecho otros ya muchas vezes…”
© Mikel Zuza Viniegra, 2010