jueves, 16 de abril de 2020

JUSTICIA POÉTICA II

Conviene leer antes: Justicia Poética I , pero por si no apetece, resumiré la historia diciendo que la princesa Agnes de Navarra, educada en la corte literaria de su madre y poetisa ella misma, fue casada a los 16 años con Gastón de Bearn, el noble más poderoso del sur de Francia, obsesionado únicamente con la caza y la guerra. La disparidad evidente de caracteres conllevó una vida prácticamente separada, hasta que al nacer un heredero legítimo en 1362, su marido la repudió y la obligó a refugiarse en la corte de su hermano, el rey Carlos II de Navarra. Hasta 1375, madre e hijo no pudieron volver a encontrarse...



Vino el joven Gastón a la corte de Navarra, efectivamente, en 1375. Durante unos pocos meses pudo Agnes conocer a su hijo al fin, y éste pudo reconocer también a la mujer de la que recibía cartas proscritas desde el otro lado de los Pirineos. Y no sólo pudieron conocerse, sino que sobre todo se reconocieron ambos, pues era su carácter muy parecido. Siempre tuvo miedo la exiliada en Pamplona de que su hijo, al que arrebataron de sus brazos con apenas tres meses, durante los que le cantó todas las noches una nana compuesta por ella misma, creciera y fuese educado para ser una mera réplica de su belicoso padre. Pero no: el joven Gastón era sensible, refinado, elegante y sobre todo amaba la poesía tanto como ella. Era a su bastardo Yvain a quien el señor del Bearne había convertido en su duplicado: pendenciero, violento, obsesionado por la caza. Maldito Yvain…


 El joven Gastón volvió tres años después a Pamplona en viaje de recién casados. Quería presentar a su madre a su esposa. Agnes le regaló entonces varios objetos -entre los pocos y pequeños que había podido salvar de su propio expolio- pertenecientes a sus antepasados navarros, para que no olvidase nunca que provenía de una estirpe de reyes: dos relicarios, uno de la Vera Cruz y otro de la Virgen, y dos libros de horas con las armas de Navarra.

A Agnes le gusta recordar a su hijo así, contento por conocer las historias de sus antepasados. Ya no lo vería nunca más. Se cruzaron cartas, claro, pero ya no volvieron a verse jamás. Lo demás duele demasiado todavía al recordarlo. En 1380, los nobles bearneses, descontentos con el despótico gobierno de Gastón tramaron un complot contra él. Una maquinación en la que el hijo del tirano, el joven Gastón, estaba llamado a jugar un papel esencial. Porque su tío, el rey Carlos II de Navarra, siempre amigo de todas las intrigas, le había entregado en aquella última visita a Pamplona una bolsa de cuero llena de un misterioso preparado: “el veneno más infalible de todos”, según sus propias palabras. Gastón sólo tendría que echar una pequeña cantidad en la comida de su padre, para que el Demonio lo acogiera de una vez en el Infierno, que es el único lugar destinado a quienes se atreven a desafiar a la dinastía de Evreux.

Pero Agnes no sabía nada de todo aquello, lo jura y lo repite a todo aquel que quiere escucharla. Lo hizo entonces, cuando ya demasiado tarde se enteró de todo, y lo sigue haciendo ahora, trece años después, cuando no es más que la vieja y loca tía Agnes, acogida por pena en la corte de su sobrino Carlos III de Navarra. Lo que sí sabe es que el Demonio, en lugar de abrir las puertas del Infierno para el viejo Gastón, se las abrió de lleno a Gastón el joven, porque la bolsa con el veneno acabó –nadie sabe cómo- en manos del bastardo y favorito Yvain, que raudo corrió a denunciar a su medio hermano a su padre.


El tirano persiguió y torturó a todos los posibles implicados, y a su hijo legítimo lo encerró en la torre más alta del castillo. Allí, el pobre hijo de Agnes se negó durante días y días a probar bocado, temeroso él mismo de ser envenenado. Su padre perdió la paciencia e intentó obligarle a comer, llevándole él mismo un trozo de venado a la boca. La carne iba clavada en la punta de una afilada daga, pero el joven Gastón se resistía a obedecer, se removía aterrado entre los crispados brazos de su padre hasta que… Hasta que el puñal fue a clavarse con fuerza en el cuello del prisionero, el único lugar donde no puede aplicarse un torniquete. El hijo de Agnes murió desangrado en pocos minutos.

A Pamplona tardó en llegar la funesta nueva unos días, pero de que el triste mensajero había cumplido su cometido se enteraron todos los habitantes, porque cuentan que los gritos de desesperación de Agnes se oyeron por toda la ciudad. Desde aquel momento dicen también que la cabeza de Agnes ya no volvió a funcionar del todo bien, que únicamente repetía que su hijo vendría cualquier día a visitarla, y que entonces le cantaría aquella vieja nana que le compuso cuando era un niño…

Los años fueron pasando, en 1387 murió Carlos II de Navarra, y en 1391 Gastón de Bearne, el asesino de su propio hijo. Parece que intentó hasta el último momento que le heredara su favorito Yvain, pero un lejano pariente de la rama legítima de los Foix: Mateo de Castelbon, fue quien, apoyado por el dinero navarro, consiguió hacerse finalmente con el gobierno del Bearne. Hasta se logró entonces una indemnización por lo que se había hecho sufrir a Agnes. Aunque ella, naturalmente, no vio una sola moneda, pues la compensación fue íntegramente al tesoro navarro. Tampoco le importó demasiado. Todos pensaron que porque estaba loca, como se suele juzgar a quienes no otorgan en su vida la importancia mayor al dinero. No, lo que ocurría es que lo único que importaba a Agnes desde la muerte de su hijo es que aquel maldito delator, el bastardo Yvain, seguía vivo en alguna parte. Ella había sobrevivido a todos los protagonistas del drama, menos a aquel bastardo.

Era vieja, sí, cada vez con menos contactos en Francia, pero sí que contaba con uno ciertamente importante: su hermana Blanca, la afortunada reina viuda de Francia desde hacía casi cincuenta años. Si alguien podía enterarse de dónde andaba Yvain de Foix era ella…
Y se enteró. Vaya que si se enteró. Y se lo hizo saber a su hermana Agnes: el bastardo había conseguido introducirse en la corte del joven rey Carlos VI, con quien compartía todo tipo de diversiones y borracheras, organizando fiestas continuas que duraban días enteros y escandalizaban a toda la ciudad de París.

Blanca de Navarra, reina  viuda de Francia,
en una vidriera de la catedral de Evreux.
Siglo XIV
Agnes no está loca. No lo ha estado nunca. Le sobra cabeza para organizar una última intriga, arte que han dominado todos los miembros de la dinastía de Evreux. Ella no será menos. Envía una carta a Blanca:

-¿Hermana, sigues viviendo en aquel palacio cercano a les Gobelins? Ya sabes: aquel que tiene a su izquierda el arsenal de la Estrella y a su derecha el pequeño palacio del mariscal des Ursins.

Y Blanca, a la vuelta de quince días contesta que sí, que allí vive desde hace décadas. Nuevo mensaje de Agnes:

“Por el cariño que como hermanas nos tenemos, y por todo el dolor que hemos sufrido al anteponer la razón de Estado a nuestra propia felicidad, obligadas a casarnos con hombres maltratadores cuando no directamente asesinos, tú mejor que nadie puedes comprenderme, Blanca. Y mi venganza ya no puede cobrarse más que en la piel del maldito Yvain. Organiza en tu palacio una fiesta para su grupo de diletantes, que sea dentro de dos meses. El tiempo justo para que yo pueda aleccionar –y sobre todo pagar-  a quien pueda llevarla a cabo en mi nombre. Te mantendré informada…”

La fiesta se confirma, efectivamente, para finales de enero de 1393, en el palacio de la reina Blanca, cerca des Gobelins. Mientras tanto, Agnes, que nunca ha estado loca, sabe a quién encargar su desquite:  Pons de Orendain, el fiel capitán de la guardia real, sin oficio desde la muerte de Carlos II. Él tiene además edad para acordarse de todas las sevicias sufridas por Agnes a manos de los Foix, y está plenamente dispuesto a hacérselo pagar al culpable. Aun así, el agradecimiento debido se expresa comprando para la familia del guerrero el palacio cabo de armería de su pueblo. 


Relieve en la ventana del vestíbulo de la actual sala de investigadores del Archivo Real de Navarra,
antiguo Palacio Real de la Navarrería de Pamplona

-Mira y escucha, Pons: tú no conoces París, pero te dibujaré aquí con tiza, en el muro junto a la ventana de mi pequeña habitación en el palacio real de Pamplona, los tres hitos que deberán guiarte: el arsenal de L’etoile (así llamado por tener forma de estrella), el gran palacio de mi hermana, la reina Blanca, con sus fortísimas torres redondas en sus cuatro esquinas, que marcaremos con una "P" y el petit palais del mariscal des Ursins, con sus cuatro torrecillas circulares, que marcaremos con una doble "P P". Repítetelos a ti mismo hasta aprendértelos, hasta que en tu cabeza no haya duda alguna de que sólo tendrás que entrar en el palacio de mi hermana, que tiene a su izquierda el arsenal y a su derecha el pequeño palacio del mariscal. Los servidores de mi hermana te estarán esperando y te proporcionarán todo lo necesario, que no será ninguna espada de oro ni un puñal de plata, te lo garantizo. No tendrás que luchar con nadie, bastante has batallado tú también por Navarra. Esta será nuestra última misión: la tuya y la mía.






Pons partió hace un mes ya. Y Agnes espera, tan solo espera a que llegue el mensajero con la noticia anhelada.  El 1 de febrero las tablas del puente levadizo del palacio tiemblan bajo los cascos del caballo del correo que desde París galopa para informar a su majestad Carlos III de Navarra de lo acontecido en el palacio de su tía la reina Blanca hace apenas tres días. Pero nunca contará las cosas como realmente fueron, como sólo Agnes y Blanca de Navarra saben que ocurrieron.

Fue precisamente Blanca, siempre tan ocurrente, la que precisamente dio la idea a los jóvenes nobles de que se vistieran de hombres salvajes. Las damas compitieron por coser sobre las ropas de lino de aquellos guapos muchachos las ramas de roble que les darían el fiero aspecto requerido. Sin embargo, muy pocas sabían que uno de ellos sería el propio rey, Carlos VI, que se ha empeñado en participar en el baile de máscaras. El gran salón está casi a oscuras, pues se ha prohibido que nadie entre con antorchas en la mano, dado lo fácilmente combustibles que son los disfraces de los protagonistas. 

Pero entonces, cuando ya los seis jóvenes se lanzan a su frenética danza, por una puerta entra alguien, parece ser que el duque de Orleans llevando un farol en la mano. Un farol que acerca al rostro de uno de los danzantes por ver si reconoce al enmascarado. Entonces una chispa salta del candil a las ramas que adornan el vestido del alumbrado, que comienza a arder como una tea. En el caos que se sucede inmediatamente, nadie repara en un oscuro servidor que arroja aceite sobre quien él sabe sin duda alguna que es Yvain de Foix. Y después le acerca una vela para que arda en el Infierno donde le espera su malvado padre.

De hecho, murieron cuatro de los seis danzadores. El quinto se salvó arrojándose dentro de una cuba de vino, y el sexto, que resultó ser el propio rey Carlos, metiéndose bajo las faldas de la duquesa de Berry. ¡Lástima –piensa Agnes para sí-, podíamos habernos librado a la vez de los Foix y de los Valois! Pero no importa, lo que cuenta es que el bastardo Yvain ha muerto como el bellaco que era: ardiendo por los cuatro costados.

Un mes después vuelve a Pamplona Pons de Orendain, que le da los detalles más concretos de lo que los parisinos conocen ya como “Le bal des ardents” (El baile de los ardientes). Por deseo de Dios debió ser que se adelantara el duque de Orleans al plan tramado por Agnes y Blanca, porque el capitán estaba ya dispuesto a ejecutarlo cuando comenzó a arder otro que no era Yvain. Pero el bastardo no se escapó, vaya que no…

Le Bal des ardents, en una miniatura de las Crónicas de Froissart
Los danzantes tratan de quitarse sus disfraces en llamas. Al fondo a la derecha, uno de ellos se salva
metiéndose en una cuba de vino. A la izquierda, bajo la capa azul de la duquesa de Berry, asoma la cabeza del rey Carlos VI
Siglo XV, British Library

Se abrazan. Por afecto, y porque la misión se ha cumplido a entera satisfacción de ambos y de Navarra. La vieja deuda de Agnes con los Foix ha sido cobrada.

Y no quedará más prueba de ello que aquellos dibujos que la propia Agnes trazó en la ventana de su pequeña habitación en el palacio real de Pamplona. Para que no se borren de la memoria de las generaciones futuras, pocos días después ordenará a un albañil que los grabe en el muro con maza y cincel. Todos dirán lo mismo de siempre: la vieja y loca tía Agnes.

 Hasta que muchos siglos más tarde, uno que debió haber empleado el tiempo en transcribir farragosos y aburridos documentos allí, prefirió fijarse en aquellos signos labrados en piedra para recordar la tragedia griega sufrida por una princesa navarra. Agnes murió en Estella en 1396, Blanca en París en 1398.

Pero Agnes sonríe, y mientras mira por la ventana ponerse el sol sobre las crestas de Goñi, vuelve como cada noche a cantar para su hijo Gastón aquella nana que compuso especialmente para él. Una canción que, andando el tiempo, llegará a convertirse en un himno para una de las naciones más hermosas del mundo, aunque ya no exista: Occitania.

Y cronistas ignorantes defenderán luego también que, en realidad, la compuso Gastón de Foix, olvidando así que la única poeta de aquella malhadada pareja fue siempre ella. Por eso canta y pide que se allanen las montañas que no le dejan ver a su pequeño hijo desde Navarra:


Dejós ma fenèstra,
i a un aucelon.
Tota la nuèch canta,
canta sa cançon.

Se canta que cante,
canta pas per ieu.
Canta per mon mio,
qu'es al luènh de ieu.

Aquelas montanhas,
que tan nautas son.
M'empachan de veire,
mon amor ont son.

Baissatz-vos montanhas,
planas, levatz-vos.
Per que pòsque veire,
mon amor ont son.

Aquelas montanhas,
lèu s'abaissaràn.
E mon amorete
se raprocharà.



Bajo mi ventana
hay un pajarito.
Toda la noche canta,
canta su canción.

Si canta, que cante,
no canta para mí.
Canta para mi amado
que está lejos de mí.

Aquellas montañas
que son tan altas,
me impiden ver
dónde está mi amor.

Bajaos montañas,
alzaos llanuras,
para que pueda ver
dónde está mi amor.

Aquellas montañas
pronto se bajarán.
Y mi amor
se acercará.





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2020