martes, 2 de agosto de 2016

CRÓNICAS ROMANO-NAPOLITANAS I: TROPPO CALDO

Verano de 1724

Llevaba ya Vivaldi dos años residiendo en Roma, cuando fue elegido Papa Benedicto XIV, quien semanas más tarde cambió su nombre por el de Benedicto XIII, al ser advertido por la Curia de que antes que él hubo otro Benedicto que llevó ese ordinal, aunque fuese considerado ahora como hereje y antipapa (sin merecerlo, pues realmente el aragonés Pedro de Luna  fue un gran papa. Uno de los mejores sin duda alguna).

En todo ese tiempo no había logrado acostumbrarse al endemoniado tráfico de las calles de la capital pontificia, y añoraba en secreto no poder desplazarse en góndola por el triste río Tiber -Tristevere, llamaba él al barrio viejo-. Tanto lo detestaba, que había fijado su morada en el quartiere más lejano al centro que pudo encontrar.

Y hasta allí precisamente fue a buscarlo la Guardia Suiza llevando un escueto mensaje del nuevo Papa: "Questa sera, a San Pietro". El sargento aún añadió otro: "Los Orsini detestan esperar a los venecianos". Naturalmente Benedicto XIV pertenecía justo a tan insigne familia...

Imaginó las calles atestadas para celebrar el resultado del conclave. Los callejones colapsados por las carrozas de los nobles y por las carretas de los tan sólo un poco menos nobles (en Roma todo el mundo se tenía por tal), y hasta el mínimo hueco sobre las calzadas ocupado por los borriquillos que todos usaban teóricamente para intentar sortear aquel caos en permanente movimiento, aunque lo único que conseguían era taponar aún más las ya de por sí estrechas vías. Y comenzó a sudar...

Porque él no tenía carroza ni carreta, y su borriquillo estaba desde hace una semana esperando a que el herrero le colocase unas nuevas herraduras. “Domani, domani”, le decía cada día cuando le conminaba a que se las pusiese de una vez. Y ahora el domani había llegado ya, y él no tenía con qué desplazarse hasta la basílica vaticana. Sí, podía utilizar los servicios de un cochero, pero de sobra sabía que en cuanto detectase su acento véneto, se dedicaría a darle vueltas por todos los vícolos de la ciudad hasta marearlo. Y la cuenta que le exigiría al final sería digna de un arzobispo… No. Tendría que ir andando, bordeando el río hasta Sant’Angelo.

Se autoengañó repitiéndose que, al fin y al cabo, sería tan sólo una paseggiata, Y como si pudiera llevar su música en un aparato minúsculo y todavía no inventado, antes de abrir la puerta de su casa se concentró en escuchar el allegro de su concierto para dos violines, cuyo ritmo pensó que sería el más adecuado para marcarle el paso.

En cuanto puso un pie en la calle, el sol lo golpeó con furia africana. Era tarde ya para volver a su habitación y ponerse una casaca más fina, así que se avergonzó de antemano por la imagen que darían sus cercos de sudor cuando hiciese la reverencia ante el papa. Y es que como si la sombra fuese un atributo diabólico que hubiera sido exorcizado por todos los sucesores del apóstol Pedro, no había dónde refugiarse del astro rey. Recordaba haberle preguntado en cierta ocasión al cardenal Benedetto Pamphili, protodiácono de Santa María in Vía Lata, por qué no se plantaban árboles de gran porte en Roma. Su agria respuesta fue: “Cuando se planten robles en medio de la laguna de Venecia, veréis vos árboles en Roma”.
 

Corriendo y esquivando a la vez borricos (los de dos patas montados sobre los de cuatro, que denostaban su torpeza apretando los dedos y levantando las manos con fruición mientras lo insultaban con los más imaginativos juramentos) llegó exhausto a mitad de su trayecto. Resoplaba como un fuelle pinchado, y esta vez no sólo era por el asma, sino porque las fuentes –salvo las monumentales- brillaban por su ausencia, y cuando las había, su exigua altura las hacía más propias para perros que para personas. Los aguadores hacían su agosto –su ferragosto más bien- de tal circunstancia, y vendían sus jarras al mismo precio que si en vez de agua estuvieran llenas del Chianti elaborado exclusivamente para el marqués de Mantua. Le dio igual a estas alturas darles sus ultimas monedas con tal de saciar su sed…


 -Ma questa acqua è calda, maledetto!

-Stai zitto, sporco veneziano!

De buena gana se hubiera sentado en un banco a descansar un instante, pero tampoco había bancos. Sonreía al pensar en el cardenal Pamphili exhortándole: “Cuando haya bancos en mitad de la laguna de Venecia, habrá bancos en Roma”. Se apoyó en la barandilla del puente: sudaba copiosamente, así que con no poco esfuerzo y cuidado se levantó la gruesa peluca, momento que aprovecharon todos los agazapados mosquitos de la isola Tiberina para usar su calva como pentagrama de sus ferocísimas notas. La última -que debió ser un do sostenido- le hizo tanto daño que soltó sin querer el bisoñé, que cual pájaro herido fue a caer a plomo a las turbias aguas.

El allegro del concierto para dos violines, gracias a Dios, seguía resonando en sus oídos e indicándole el camino en aquella selva de atropellos, hasta que por fin consiguió llegar a las puertas del palacio papal. Eso sí, en tal estado de postración y asfixia que los guardias se negaban a franquearle el paso. Tuvo que ser el siempre displicente cardenal Pamphili –estos venecianos, siempre tan flojos, le oyó decir- quien le llevase casi en andas hasta el pasillo donde aguardaban quienes esperaban a cumplimentar al papa.

¡Qué maravilla de estancias, decoradas por los mejores artistas del Orbe! Y más prodigiosas resultarían si no estuvieran llenas de miles de personas aullando, cada una en su lengua natal –pensó Vivaldi mientras recuperaba lentamente el resuello-. Muchos de los presentes, con evidente gusto por el arte, intentaban tomar del natural bosquejos en sus cuadernos, pero eso parecía ofender gravemente a los guardias, que ladrando más que gritando, atronaban el escaso aire de las galerías con sus exabruptos: E proibito dipingere qui! E proibito dipingere qui! Aunque a algunos sí que les permitían pintar –y vender a precio de oro- sus dibujos. Reconoció a bastantes: eran los sobrinos de varios cardenales e incluso del propio papa, muchos sin talento alguno para la pintura, pero con el rostro tan pétreo como el recientemente descubierto Apolo del Belvedere.

Las horas pasaban, y el santo padre no recibía a nadie de los allí congregados, que con el calor y el sofoco progresivos, iban cayendo en un sopor cercano a la catalepsia. A las diez de la noche se abrieron por fin las puertas, pero no las de la sala de Audiencias –il papa é stanco!, berrearon los guardias- sino las que a través de un laberinto de pasillos llevaban de nuevo a la calle.

Vivaldi ya no aguantaba –en todos los sentidos- más. Ya había estado otra vez en el Vaticano, invitado por el anterior pontífice, el muy sordo (y por tanto inmune a cualquier interés musical) Inocencio XIII. Recordaba por tanto dónde estaban situadas las estancias dónde el camarlengo guardaba las ropas y aditamentos que al día siguiente se pondría el papa para su coronación. En medio de la oscuridad y de la multitud, no le fue difícil llegar hasta ellas. Allá, al fondo, vio entre tinieblas lo que buscaba: la tiara papal que adornaría il vasto e vuoto cabezzone de Benedicto XIV durante la ceremonia. Le dio la vuelta, como admirándola, soltó con parsimonia los botones de su bragueta, y procedió a orinar larga y placidamente procurando que ni una gota quedase fuera de corona tan resplandeciente. “La única y verdadera satisfacción del día”, pensó mientras dejaba cuidadosamente la tiara en su sitio. Y junto a ella, como firma inequívoca, la partitura del concierto para dos violines que había pensado regalar al ingrato pontífice Orsini. Tan silenciosamente como había entrado, salió de la habitación y se deslizó sin ser visto hasta la calle.

A la mañana siguiente muchos de los romanos que llenaban la piazza di San Pietro se sorprendieron de que la ceremonia no comenzase a la hora prevista. Otros aseguraban que un fuerte destacamento de la Guardia Suiza había salido a la caza de un peligroso delincuente, pero que no habían conseguido dar con él.

Y es que era muy temprano -con las primeras luces del sol, esas que afortunadamente aún no abrasan-, cuando Antonio Vivaldi salió de la ciudad. Le pareció que a esas horas, tan vacía de gentes y silenciosa, era cuando Roma estaba verdaderamente espléndida y hermosa, y con la euforia que da el aire fresco, se prometió a sí mismo plantar robles y poner bancos en la laguna de San Marcos. Y, desde luego, nunca más salir de Venecia…





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016