Llevaba ya Vivaldi dos años residiendo en Roma, cuando fue elegido Papa Benedicto XIV, quien semanas más tarde cambió su nombre por el de Benedicto XIII, al ser advertido por la Curia de que antes que él hubo otro Benedicto que llevó ese ordinal, aunque fuese considerado ahora como hereje y antipapa (sin merecerlo, pues realmente el aragonés Pedro de Luna fue un gran papa. Uno de los mejores sin duda alguna).
En todo
ese tiempo no había logrado acostumbrarse al endemoniado tráfico de las calles
de la capital pontificia, y añoraba en secreto no poder desplazarse en góndola
por el triste río Tiber -Tristevere, llamaba él al barrio viejo-. Tanto lo
detestaba, que había fijado su morada en el quartiere más lejano al centro que
pudo encontrar.
Y hasta allí precisamente fue a buscarlo la Guardia Suiza
llevando un escueto mensaje del nuevo Papa: "Questa sera, a San
Pietro". El sargento aún añadió otro: "Los Orsini detestan esperar a
los venecianos". Naturalmente Benedicto XIV pertenecía justo a tan insigne
familia...
Imaginó las calles atestadas para celebrar el resultado del conclave. Los callejones colapsados por las carrozas de los nobles y por las carretas de los tan sólo un poco menos nobles (en Roma todo el mundo se tenía por tal), y hasta el mínimo hueco sobre las calzadas ocupado por los borriquillos que todos usaban teóricamente para intentar sortear aquel caos en permanente movimiento, aunque lo único que conseguían era taponar aún más las ya de por sí estrechas vías. Y comenzó a sudar...
Porque él no tenía carroza ni carreta, y su borriquillo
estaba desde hace una semana esperando a que el herrero le colocase unas nuevas
herraduras. “Domani, domani”, le decía cada día cuando le conminaba a que se
las pusiese de una vez. Y ahora el domani había llegado ya, y él no tenía con
qué desplazarse hasta la basílica vaticana. Sí, podía utilizar los servicios de
un cochero, pero de sobra sabía que en cuanto detectase su acento véneto, se
dedicaría a darle vueltas por todos los vícolos de la ciudad hasta marearlo. Y
la cuenta que le exigiría al final sería digna de un arzobispo… No. Tendría que
ir andando, bordeando el río hasta Sant’Angelo.
Se autoengañó repitiéndose que, al fin y al cabo, sería tan
sólo una paseggiata, Y como si pudiera llevar su música en un aparato minúsculo
y todavía no inventado, antes de abrir la puerta de su casa se concentró en
escuchar el allegro de su concierto para dos violines, cuyo ritmo pensó que sería
el más adecuado para marcarle el paso.
En cuanto puso un pie en la calle, el sol lo golpeó con
furia africana. Era tarde ya para volver a su habitación y ponerse una casaca más
fina, así que se avergonzó de antemano por la imagen que darían sus cercos de
sudor cuando hiciese la reverencia ante el papa. Y es que como si la sombra
fuese un atributo diabólico que hubiera sido exorcizado por todos los sucesores
del apóstol Pedro, no había dónde refugiarse del astro rey. Recordaba haberle
preguntado en cierta ocasión al cardenal Benedetto Pamphili, protodiácono de Santa
María in Vía Lata, por qué no se plantaban árboles de gran porte en Roma. Su
agria respuesta fue: “Cuando se planten robles en medio de la laguna de
Venecia, veréis vos árboles en Roma”.
Corriendo y esquivando a la vez borricos (los de dos patas
montados sobre los de cuatro, que denostaban su torpeza apretando los dedos y
levantando las manos con fruición mientras lo insultaban con los más
imaginativos juramentos) llegó exhausto a mitad de su trayecto. Resoplaba como
un fuelle pinchado, y esta vez no sólo era por el asma, sino porque las fuentes
–salvo las monumentales- brillaban por su ausencia, y cuando las había, su
exigua altura las hacía más propias para perros que para personas. Los aguadores
hacían su agosto –su ferragosto más bien- de tal circunstancia, y vendían sus
jarras al mismo precio que si en vez de agua estuvieran llenas del Chianti
elaborado exclusivamente para el marqués de Mantua. Le dio igual a estas
alturas darles sus ultimas monedas con tal de saciar su sed…
-Ma questa acqua è calda, maledetto!
-Stai zitto, sporco veneziano!
De buena gana se hubiera sentado en un banco a descansar un
instante, pero tampoco había bancos. Sonreía al pensar en el cardenal Pamphili
exhortándole: “Cuando haya bancos en mitad de la laguna de Venecia, habrá
bancos en Roma”. Se apoyó en la barandilla del puente: sudaba copiosamente, así
que con no poco esfuerzo y cuidado se levantó la gruesa peluca, momento que
aprovecharon todos los agazapados mosquitos de la isola Tiberina para usar su
calva como pentagrama de sus ferocísimas notas. La última -que debió ser un do
sostenido- le hizo tanto daño que soltó sin querer el bisoñé, que cual pájaro
herido fue a caer a plomo a las turbias aguas.
El allegro del concierto para dos violines, gracias a Dios,
seguía resonando en sus oídos e indicándole el camino en aquella selva de
atropellos, hasta que por fin consiguió llegar a las puertas del palacio papal.
Eso sí, en tal estado de postración y asfixia que los guardias se negaban a
franquearle el paso. Tuvo que ser el siempre displicente cardenal Pamphili –estos
venecianos, siempre tan flojos, le oyó decir- quien le llevase casi en andas
hasta el pasillo donde aguardaban quienes esperaban a cumplimentar al papa.
¡Qué maravilla de estancias, decoradas por los mejores
artistas del Orbe! Y más prodigiosas resultarían si no estuvieran llenas de
miles de personas aullando, cada una en su lengua natal –pensó Vivaldi mientras
recuperaba lentamente el resuello-. Muchos de los presentes, con evidente gusto
por el arte, intentaban tomar del natural bosquejos en sus cuadernos, pero eso
parecía ofender gravemente a los guardias, que ladrando más que gritando,
atronaban el escaso aire de las galerías con sus exabruptos: E proibito dipingere
qui! E proibito dipingere qui! Aunque a algunos sí que les permitían pintar –y vender
a precio de oro- sus dibujos. Reconoció a bastantes: eran los sobrinos de varios
cardenales e incluso del propio papa, muchos sin talento alguno para la pintura,
pero con el rostro tan pétreo como el recientemente descubierto Apolo del
Belvedere.
Las horas pasaban, y el santo padre no recibía a nadie de
los allí congregados, que con el calor y el sofoco progresivos, iban cayendo en
un sopor cercano a la catalepsia. A las diez de la noche se abrieron por fin
las puertas, pero no las de la sala de Audiencias –il papa é stanco!, berrearon
los guardias- sino las que a través de un laberinto de pasillos llevaban de
nuevo a la calle.
Vivaldi ya no aguantaba –en todos los sentidos- más. Ya había
estado otra vez en el Vaticano, invitado por el anterior pontífice, el muy
sordo (y por tanto inmune a cualquier interés musical) Inocencio XIII. Recordaba
por tanto dónde estaban situadas las estancias dónde el camarlengo guardaba las
ropas y aditamentos que al día siguiente se pondría el papa para su coronación.
En medio de la oscuridad y de la multitud, no le fue difícil llegar hasta
ellas. Allá, al fondo, vio entre tinieblas lo que buscaba: la tiara papal que
adornaría il vasto e vuoto cabezzone de Benedicto XIV durante la ceremonia. Le
dio la vuelta, como admirándola, soltó con parsimonia los botones de su
bragueta, y procedió a orinar larga y placidamente procurando que ni una gota quedase
fuera de corona tan resplandeciente. “La única y verdadera satisfacción del día”, pensó
mientras dejaba cuidadosamente la tiara en su sitio. Y junto a ella, como firma
inequívoca, la partitura del concierto para dos violines que había pensado regalar al
ingrato pontífice Orsini. Tan silenciosamente como había entrado, salió de la
habitación y se deslizó sin ser visto hasta la calle.
A la mañana siguiente muchos de los romanos que llenaban la
piazza di San Pietro se sorprendieron de que la ceremonia no comenzase a la
hora prevista. Otros aseguraban que un fuerte destacamento de la Guardia Suiza había salido a la caza de un peligroso delincuente, pero que no habían conseguido
dar con él.
Y es que era muy temprano -con las primeras luces del sol,
esas que afortunadamente aún no abrasan-, cuando Antonio Vivaldi salió de la
ciudad. Le pareció que a esas horas, tan vacía de gentes y silenciosa, era
cuando Roma estaba verdaderamente espléndida y hermosa, y con la euforia que da
el aire fresco, se prometió a sí mismo plantar robles y poner bancos en la
laguna de San Marcos. Y, desde luego, nunca más salir de Venecia…
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016