-Que dice que no viene, majestad.
-¿Quién decís que no viene, obispo don Sancho?
-El maestro imaginero que contratasteis en Paris para que pintase las bóvedas de nuestro suntuoso templo.
-Pero si ayer mismo envió un mensaje desde Larrasoaña para decirme que llegaba hoy...
-Pues ahora acaba de enviar este otro desde Burlada para advertiros de que no lo esperéis ya, que ha comprendido entre Villava y la Magdalena que no hay catedral que pueda compararse con un par de chopos cubiertos de hiedra y unos cerezos cuajados de fruto.
¡Y ved si será necio este maestro, don Carlos! ¿Pues no hago yo ese mismo camino todos los días y nunca he reparado en nada de eso que dice? Los árboles son sólo árboles: buenos para hacer con ellos bancos de iglesia en verano, y para calentarnos en invierno mientras arden en el hogar.
-Vos sois el necio, señor obispo, porque se ve bien claro que el maestro ha debido convertirse en ese breve trayecto en aplicado alumno, pues ha entendido que no hay edificio humano que pueda competir en gracia y colorido con el rojo de las cerezas o unos ojos que de puro verdes parecen cubiertos también de hiedra...
Y esta historia no necesita más espacio para ser contada, porque la vista se cansa de leer en estos armatostes luminosos y electrónicos que no existían en el siglo XV, y porque -sobre todo- las cosas que merecen la pena pueden escribirse perfectamente en el beso de una cereza.
Perdón, quise decir en el hueso...
Perdón, quise decir en el hueso...
© Mikel Zuza Viniegra, 2015