lunes, 27 de abril de 2015

ABRIL ES EL MES MÁS CRUEL

Palacio de los Vidaurre en la Navarrería de Pamplona, 27 de abril de 1362

-Pensaba que seguía vigente la tregua con Francia, don Marcos.

-Y lo está, mi buen don Martín, pero ya sabéis que al rey don Carlos le gusta que hagamos ejercicio...

-Lo que no entiendo es por qué tenéis que hacerlo empleando la vieja armadura de vuestro abuelo y no aquella milanesa que su majestad os regaló, mucho más cómoda y ligera que la que os estáis poniendo. Dejad que os ayude, que casi tengo la misma edad que estas herrumbrosas piezas, no en vano entré a servir en esta casa cuando vuestro padre era un muchacho. Como ya os habéis colocado el jubón de armar, con su guarnición de malla para proteger las axilas y las ingles, que son las zonas más vulnerables y menos protegidas por las launas de acero, empezaremos calzándoos los escarpes y espuelas, luego protegeré vuestras pantorrillas con las grebas, las rodillas con las rodilleras y los muslos con los quijotes. La cintura irá cubierta por estos dos fuertes escarcelones.
Ahora el torso, con la coraza formada por el espaldar por detrás, y el peto y la pancera por delante. Después los brazos, cubiertos por avambrazos, coderas, y hombreras o guardabrazos. Los guantes de cuero guarnecido por las manoplas os permitirán empuñar la espada y la daga que cuelgan una a cada lado de vuestra cintura. 
Y por fin, la barbera para defender vuestro cuello, sobre la que ajustaré el bacinete acolchado por dentro que mantendrá a salvo vuestra cabeza. ¡Pobre de quien hoy ose enfrentarse a vos, don Marcos! Por cierto, ¿quién va a ser vuestro adversario? ¿El rocoso don Jimeno de Olza? ¿El hábil don Pedro de Mendinueta quizás? 


-Uno más duro aún, don Martín. Por eso he escogido esta armadura tan pesada. Me hará falta...

-Tened cuidado, mi señor. Ya sabéis que no tiene sentido arriesgar demasiado en un entrenamiento, pues harto peligro se encuentra luego en el campo de batalla sin ir a buscarlo.

-Gracias por vuestra preocupación, don Martín. Siempre fuisteis un excelente escudero.

Y montando sin dificultad en su caballo destrero, enfila la rúa de los peregrinos y sale de la ciudad por el portal del abrevador, haciendo resonar sus carcomidas tablas con el poderoso galope de su montura. Ya ha alcanzado el Arga y avanza lentamente por su orilla, haciendo que los esforzados labradores se incorporen al verlo: "¡Parece un san Jorge!" -cuchichean cuando pasa delante de ellos levantando la visera de su yelmo para saludarlos. 

Ya ha llegado a su destino, justo en el recodo de Aranzadi, enfrente de la vieja torre del convento de san Pedro de Ribas, allí donde los lilos recién florecidos llenan de color y aroma el paisaje. Pero no hay allí ningún otro caballero esperándole, ni actúa don Marcos como si estuviera esperando que llegase uno rezagado, pues descabalga y acaricia parsimoniosamente con su mano enguantada las crines de Saladino, su caballo de guerra, justo antes de golpearlo en la grupa para que se aleje. 

Mira entonces hacia el convento, allá enfrente, al otro lado del río, y comienza a introducirse en las frías aguas, donde sabe que por efecto del remolino son más profundas en estos días de deshielo. Todo el metal que lleva encima va doblando, triplicando su peso a cada paso que da, y cuando la corriente le llega por el pecho, comprende que con el siguiente perderá pie, y se hundirá sin remedio. Lo hace por tanto con decisión, y su última mirada, justo antes de que el agua alcance la mirilla de su acolchado bacinete es para la torre del convento. Allí dentro estará ella. Sus pulmones estallan mientras recuerda los versos: 


"Abril es el mes más cruel:
engendra lilas de la tierra muerta,
mezcla recuerdos y anhelos,
despierta a las inertes raíces con sus lluvias primaverales..."



El rey Carlos no acaba de aceptar lo que le cuentan: el joven don Marcos de Vidaurre, su mejor caballero -pero sobre todo su amigo-, aquel que estaba llamado a encabezar la próxima campaña de sus armas en Normandía, se ha ahogado en el Arga. Pero no ha sido por accidente, sino por propia decisión. Nota que la rabia va a desbordarlo una vez más. No es el rasgo de su carácter del que más orgulloso se siente, pero lo cierto es que prefiere ordenar al mensajero que le ha traído tan funesta noticia que se aleje a uña de caballo, antes de que su ira lo golpee de lleno, con razón o sin ella. 

Da sin embargo otra orden simultanea a todos sus oficiales: que se averigüe cuanto antes qué movió al desdichado don Marcos a actuar así. Y si consiguen saberse las circunstancias ocultas del caso, y puede probarse que hay un culpable, jura que ha de suplicar no haber nacido... 

Y acaba resultando tras variadas pesquisas entre quienes conocían al caballero que no, que no hay un, sino una culpable. A muchos era notorio -aunque no hubiese llegado ninguno de los dos a hacerlo público- que doña Catalina de Zabaleta dio palabra de casamiento a don Marcos, pero que luego se echó atrás alegando que ser esposa de Cristo en el convento de San Pedro de Ribas era su auténtica voluntad. Pero esto tampoco era cierto, pues únicamente buscaba refugio en el monasterio mientras le llegaba una propuesta matrimonial mucho más ventajosa: la del viejo -otros dicen que decrépito- señor de Elío, muy rico en libras, sueldos y dineros, y mucho más rico aún en años. 

Puede que don Marcos los viese pasear por la orilla del río, junto al camino de Errotazar, eso ya no era seguro, pero en ese momento debió fraguarse en su cabeza su descabellado final. En cualquier caso el rey Carlos ya no necesita más averiguaciones...

El cadáver, no tan abotargado por el agua como cabría esperar, está custodiado en el convento de las monjas frente al que murió. Las piezas de su oxidada armadura han ido recuperándose del pozo en donde fue a caer el pobre caballero. El rey reza quedamente mientras va fijándolas de nuevo al cuerpo de su mejor amigo, al que sin que sirva de precedente, atiende póstumamente como escudero.

Empieza por los pies, como cuando estaba vivo. Y entiende al atar cada correa que hubiese elegido don Marcos placas tan pesadas, pues quizás las milanesas que él mismo le regaló hubieran flotado en las aguas -de puro ligeras- como las nubes o como los sueños. Cuando acaba su labor, parece sir Lancelot aquel que yace inerte sobre la tabla conventual. 


La priora esboza un intento de negativa a la petición de don Carlos de que acoja definitivamente los restos del finado. Algo sobre que un suicida no puede enterrarse en terreno sagrado. El rey se la lleva aparte, para que no le oigan el resto de las monjas. Cuando vuelve la superiora, con la cara demudada, ordena a las hermanas que vayan preparando todo para el funeral de don Marcos. A nadie contará nunca que el rey de Navarra -muy pausadamente, pero sin darle la menor opción de réplica- la amenazó con enviar a toda la comunidad a servir de entretenimiento en los harenes del Gran Turco si acaso rechazaban enterrar al caballero en su convento, como él mismo "humildemente" les solicitaba. Ni que vio en los resueltos ojos del monarca que no era precisamente mentira semejante advertencia...  

-¿Sabéis lo que me ha dicho el rey?
El obispo, que conoce bien a don Carlos, ni siquiera intenta colarle el sermón sobre que la vida de cada uno sólo pertenece a Dios y por tanto nadie es dueño de la suya propia. Teme acabar, si lo intenta, y si tiene mucha suerte, como hermano portero en algún perdido monasterio cercano a la Bardena...

-¡Cualquiera se atreve a decirle nada!
Sólo queda por tanto ajustar las cuentas de Catalina de Zabaleta y del señor de Elío...

A él, sin tener en cuenta su edad ni su posición, lo destina a salir de inmediato hacia Normandía. Llevará consigo una carta sellada que sólo el hermano del rey, don Felipe, podrá abrir. En ella se ordenará que el señor de Elío vaya en primera fila en la siguiente escaramuza contra el maldito Bertrand Dugüesclin, mariscal del rey de Francia. Y se recalcará que no hará falta que el resto de las tropas navarras lo sigan muy de cerca en esa refriega...

A ella, que llora sin consuelo en la iglesia del convento, aguardando temblorosa el castigo que espera a las personas caprichosas, que hoy dicen sí, mañana no, y pasado únicamente lo que su egoísmo les dicte, le ordena tomar de inmediato los hábitos que al parecer tanto ansiaba. Pero no los de las hermanas agustinas, que ya la están desprendiendo de sus joyas y lujosas ropas, sino la recia arpillera de la Hermandad de Emparedadas, aquellas cuya única morada hasta su muerte será una celda tapìada, sin puertas, y con sólo dos ventanucos: uno dará hacia el cementerio, para que medite a la vista de la tumba de quien tanto la amaba; por el otro, apenas una pequeña mirilla, se le pasará cada día un pedazo de pan y un buche de agua para asegurar su subsistencia. Cuando llegue la mañana en que el pan y el agua no sean recogidos, se entenderá que doña Catalina ha muerto y procederán a tapiarse también las dos rendijas mencionadas. 

El notario atestigua que el deseo del soberano es ley. Y lo hace en voz alta tres veces, para que toda la comunidad pueda escucharle. Resuena la orden en las bóvedas de la iglesia: ¡El rey Carlos así lo manda! ¡El rey Carlos así lo manda! ¡El rey Carlos así lo manda!

Y aún da una última orden a su pintor de cámara: que decore uno de los arcosolios del templo con esta triste historia para que, andando el tiempo, los siglos quizás, algún despistado pueda recordar al fin que todo esto ocurrió verdaderamente. Y él mismo estará allí representado, entre el coro de plorantes y plañideras, con gesto compungido y cubierta su real cabeza en señal de duelo con una capucha del color de las lilas que nacen en abril, rindiendo eterno tributo a su mejor caballero...


Pintura del siglo XIV en una tumba de la iglesia de Nuestra Señora del Río,
 en la Rotxapea. Foto de C. Martinez Alava
Y algunos dicen que por cosas como esta se le apodó "el Malo" a don Carlos. Sin embargo creo que actuó bastante juiciosamente en esta ocasión,  y opino además que no es mala cosa poner la lealtad -a un amigo, a una mujer, a una idea o a un rey, aunque no necesariamente en ese mismo orden- por encima de todas las demás cosas en ciertos momentos. Sin embargo, cada uno es muy libre de pensar lo que quiera...


Quiero agradecer a Clara Fernández-Ladreda y a Txarli Martínez Alava -amigos y maestros- que me hablasen de esta pintura, pues aunque trabajé yo varios años pared con pared de donde se encuentra, jamás reparé en ella. Y es que con mucha razón dicen que quien no sabe, es como quien no ve. Les ruego también desde aquí a ambos que disculpen las licencias poéticas que me he tomado para escribir esta crónica. Ellos dos acabarán descubriendo la verdad sobre ese enigmático fresco. Yo, como de costumbre, he preferido inventármela. 

Y por no dejar a medias esta confesión, que a nadie extrañe tampoco que el caballero don Marcos muera con los hermosos versos de T. S. Eliot en la cabeza, aunque éste no los escribiese hasta el año 1922. Recuérdese más bien que la belleza no tiene por qué respetar las normas del tiempo.


© Mikel Zuza Viniegra, 2015