sábado, 20 de diciembre de 2014

TODOS LOS CAMINOS

Roma, noche de Navidad de 1456


Nadie diría, al verte, que acabas de entrevistarte con Su Santidad Calixto III. Paseas por las atestadas calles sin que nadie repare en ti, y lo que es peor, sin que tú prestes atención a nada: ni a los puestos que ofrecen todo tipo de mercancías a los peregrinos, ni a los poetas que cantan con más o menos destreza sus composiciones, ni siquiera al marmóreo y casi funerario arte de los antiguos habitantes de esta ciudad.

Llegaste hasta aquí buscando apoyo a tus justos derechos sobre el reino de Navarra, que tu padre Juan II te usurpa, e igual que te ocurrió con el rey de Francia te ha pasado con el Papa: has obtenido buenas palabras, pero ninguna ayuda tangible. Más que príncipe de Viana, eres príncipe de nada, y toda esta algarabía desatada a tu alrededor te lo recuerda dolorosamente.

Y esos gelati que todos van comiendo por las calles, tan terriblemente fríos, no son ni remotamente parecidos a los sabrosos dulces que maese Donezar traía cada año a la corte para que tu madre la reina los repartiese -entre risas, pero equitativamente- contigo y con tus hermanas Blanca y Leonor. Y tampoco se parecen nada al turrón royo que los regidores de Tafalla entregaban cada 25 de diciembre a la familia real. Tu padre prefería las frutas escarchadas de Aragón, y alguna vez le incrustabais Blanca y tú entre ellas unas cuantas almendras amargas, para que rabiase y pudieseis reíros con las caras de asco que ponía. No has vuelto a sentir jamás aquel calor de Olite...

El camarlengo del santo padre te ha obsequiado con una caja de pastas, dijo que elaboradas por las sorelle de la rozagante caritá. Incomibles. Aunque puede ser también que todo te sepa ya acre y amargo. La cambias por una fiaschetta de grumoso vino del Lazio en la primera taberna que encuentras.

Has vivido mejores navidades que esta, sí, pero ¿a quién puede importarle ya? Tu madre murió hace muchos años, tu esposa Agnes también. Tu padre vive, y mil veces mejor sería que hubiese muerto. Y de las dos hermanas con las que pugnabas cuando eras un niño por aquel delicioso mazapán, Blanca es tan desgraciada como tú, y Leonor te odia a muerte. Tus viejos amigos están al otro lado del mar, y hasta tus antiguas amantes hace tiempo que calientan ya la cama de otros. El vino que bebes es malo, sí, pero no tanto como el veneno que te corroe por dentro.

Sin darte cuenta has llegado al puente de Sant' Angelo. El Tíber baja tan turbio que a duras penas se distingue la corriente de las descuidadas orillas. La botella está vacía, la tiras todo lo lejos que tu brazo te permite y va a dar justo en la cabeza de lo que parece ser una mujer-pez, que antes de zambullirse se complace en enviarte al diablo empleando los juramentos más alambicados que ningún terrestre haya oído jamás. Qué más da: demasiado bien sabes ya que las sirenas sólo existen en los cuentos.

Y el río sigue fluyendo bajo el puente. No puedes apartar tu mirada de él: es como si te llamase con sus gastadas y húmedas palabras.

-Un salto, y se acabaron los problemas, ¿no es cierto? -te dice alguien que se ha puesto a tu lado sin que le dieses permiso para hacerlo-. Pero esa es la salida más fácil -prosigue su salmodia-, piensa más bien, peregrino, qué hubiera sido de todos aquellos que te conocen si tú no estuvieses aquí ahora, si ni siquiera hubieses llegado a nacer...

Pero no quieres pensar ya más nada, así que empujas al locuaz entrometido para que sea él quien caiga al agua y pueda allí discurrir sobre los misterios de la existencia. No: esta noche no necesitas que pesados ángeles de la guarda extiendan sobre ti sus alas. Te bastará con que las solícitas y caras moradoras del Trastévere abran para ti sus piernas.

Estás ya ante la majestuosa tumba del emperador Adriano, tan enorme que ha acabado convertida en castillo. De un hueco del muro, más allá de la vacilante luz que da la última de las antorchas, parece salir un ruido. Te acercas, pero no es un ruido. Es un llanto: un niño recién nacido patalea sobre el vientre de su desvanecida madre, abandonados los dos a su suerte por algún soldado de la guardia papal a la que ella ya no puede servir de entretenimiento.

Cortas el cordón que todavía los une. Están helados, probablemente no llegarán vivos al  amanecer. Te sientas junto a ellos, los incorporas y los abrazas mientras cubres a ambos con tu capa para darles todo el calor que seas capaz de proporcionarles. Hay una mula y un buey atados allí enfrente.

El Tiber os arrulla, y lo único que rompe su monótono sonido durante toda la noche es ese prácticamente inaudible "che Dio ti benedica, signore!" con el que la mujer te agradece cada poco tiempo tu presencia.

Y no dejarías de sostenerla entre tus brazos ni por todo el oro de Arabia, ni por todo el incienso de Egipto, ni por toda la mirra de la India...
  



©Mikel Zuza Viniegra 2014