Artaiz, 31 de diciembre de 1140
Hace frío, mucho frío. Todo el mundo está recogido junto a su hogar, y el humo de cada chimenea puntea el cielo gris que amenaza tormenta de nieve. No has querido que nadie te ayude a terminar tu obra. Porque es solamente tuya: ni del poderoso señor que te la encargó, ni de los trabajadores que te ayudaron a levantarla, ni siquiera de ese rey don García que viajó desde Pamplona sólo para conocerla. Tuya y de nadie más.
Por eso era importante que todo el proceso se cerrara precisamente con este canecillo que tus ateridos dedos se esfuerzan en cincelar mientras haces peligrosos equilibrios sobre el frágil andamio. El otro, el que representa la condición humana, siempre esclava de las tres vertientes del tiempo: el pasado, el presente y el futuro, no te importó esculpirlo al resguardo de tu taller. Pero éste, el que marca el final, tenías que tallarlo aquí mismo, haciendo saltar chispas de la piedra con tu cincel, igual que un guerrero haría saltar las escamas de un dragón con su espada.
Y había de ser el último día del año, para que todo lo malo y lo bueno que en él ha ocurrido -y ha sido mucho de lo primero y poco de lo segundo- quede definitivamente atrás. Por eso estás dando forma a un hombre-cerradura, que habrá de representarte sólo a ti, y a la vez a todo el mundo, pues cada uno carga con una pesada arca donde esconde lo que es y enseña lo que aparenta ser.
Sí, quédese cerrada a buen recaudo por los siglos de los siglos detrás de este guardián de piedra, desafiando a quienes quieran interpretar su significado, que no será otro que el que tú sabes y dictas a cada golpe de mazo.
Al final, sólo quedará nuestra obra...
© Mikel Zuza Viniegra, 2014