jueves, 5 de enero de 2012
EPIFANÍA
Aoiz, diciembre de 1479
Ha cruzado a toda prisa el reino doña Magdalena, pues saliendo desde Olite ha pasado por Sangüesa y por Lumbier, hasta arribar al punto convenido para la cita.
Y no es un momento cualquiera el que se aproxima, que cree la regente que, "mediando la gracia divinal, la paz e reposo de Navarra será tratada e concluida e firmada en esta villa de Aoiz, et que aqui serán fenescidas e acabadas las disensiones, guerras e males que trenta años et más duraron en él. "
Para lograrlo ha hecho firmar una inesperada concordia al feroz Luis de Beaumont, conde de Lerín y al mariscal Felipe de Navarra, que abanderan cada uno su parcialidad, sin respetar el primero ni treguas ni mandatos regios de ningún tipo. Mas el hecho cierto es que ambos, bien por interés propio, bien por cansancio de tanta estéril lucha, se han avenido a darse un abrazo de paz bajo la mirada de Francisco Febo, el nuevo rey niño, que apenas cuenta diez años.
Y allá esperan madre e hijo la llegada de ambos caballeros, si es que así puede denominarse a quien jamás respeta su palabra, pero por el bien de su pueblo ha aceptado la princesa las exageradas peticiones del conde, y entre ellas la de ser restablecido en sus honores y pensiones, la devolución de su cargo de condestable, la restitución de las plazas de Curten y Guiche, en Ultrapuertos, la cesión de Viana y de los castillos de Irulegi y Peña Bullona, la posesión plena de Monjardín y de Larraga, además de la de San Martín, Ujué y Sada, el derecho a recaudar en su propio provecho los cuarteles y alcabalas en sus dominios, el mando de una compañía de cien lanzas, pagadas por el tesoro de Navarra, la dispensa de la obligación de recibir guarniciones reales en sus villas y fortalezas, la exención de comparecer personalmente ante la justicia real, y por último, que no se nombre ningún lugarteniente por parte del rey de Navarra que no sea adepto a don Luis.
A cambio de todo ello, el conde ha jurado aceptar la prohibición bajo pena de muerte de volver a usar las denominaciones de Beaumonteses y Agramonteses, si bien los cargos y empleos en la administración se repartirán por igual entre los pertenecientes a dichas banderías...
Avisan al fin las trompetas de que llegan por oriente los dos emplazados, y se aproxima también un mensajero inesperado que anuncia la sorpresiva llegada de una embajada del emir de Granada, que quiere cumplimentar también al nuevo rey de Navarra.
Y han puesto en el trono del joven don Francisco, muchos cojines de tafetán para que parezca más alto mientras departe con sus más importantes súbditos, aunque doña Magdalena no le quita el ojo de encima, por si acaso.
Y el primero en arrodillarse ante el niño es don Luis de Beaumont, cuya abigarrada vestimenta muestra las rojas armas de Navarra, mezcladas con los rombos azules y amarillos de los Beaumont. Los años y sus muchas traiciones han hecho que su larga barba sea ya de color blanco. Muchas palabras muy bien intencionadas, y jamás oídas antes en su boca, emplea para congraciarse con el monarca, y aún para que no queden dudas, una maravillosa flauta labrada en oro, marfil y hueso, le ofrece como regalo.
Besa luego la mano del soberano don Felipe de Navarra, con tan colorido tabardo como su predecesor, sólo que ahora son leones de plata afrontados y no rombos, los que acompañan a las armas reales. Y como es más joven que el conde, por eso mantiene su barba el color castaño. Y entrega al niño, para no ser menos, un album recopilatorio con las canciones de un juglar italiano que andando el tiempo seguro que le han de gustar mucho. Battiato lleva por nombre, y "Fleurs II" es el título de su obra.
Y sólo falta ya el embajador granadino por agasajar al muchacho, y va saludando a todos los presentes con gestos muy exagerados, como gusta hacer a los siervos del profeta en estas multitudinarias ocasiones. Y cuando está ya haciendo una reverencia muy alambicada ante su Majestad, oye proferir muy feas y deshonestas palabras sobre el color de su piel al conde de Lerín, que quizás ha pensado que por ser extranjero no entenderá su exabrupto.
Pero nada más incorporarse, y antes de que el taimado Navarro pueda seguir con sus chanzas, recibe por parte del sarraceno tan tremendo puñetazo en la barbilla, que cae rodando por el suelo como una alfombra. Y cuando el capitán Alfaro sale en defensa de su desmadejado señor, obtiene también como premio a sus peloteriles desvelos un formidable guantazo que lo derriba mucho antes de que nadie pueda llegar contar hasta diez.
Y mucho reconfortan tales acciones a la hasta ahora casi siempre derrotada facción agramontesa, porque además el conde llevaba mucho tiempo mereciéndose un correctivo similar. E incluso la propia doña Magdalena valora si no ofrecer a aquél titán el mando de las tropas reales, pero don Ibrahima de Bakayoko, que así dice llamarse el adusto granadino, rechaza galantemente el ofrecimiento, pues ya dio palabra en su tierra de servir únicamente a su emir.
Y antes de ponerse de nuevo en camino hacia la Alhambra, lo que deposita en manos del niño es un libro escrito hace cuatro siglos por Abu l-Abbas Ahmad ibn Abd Allah ibn Hurayra al-Absi al-Acma al-Tutili, que como su nombre indica nació en Tudela, aunque desgraciadamente para él no pudo saber cuán hermosa es tal ciudad, porque era ciego. Pero fue tan navarro como el que más, así que muy justo es que el rey actual de esos dominios sepa de su existencia. Y cuando Francisco abre al azar el preciosamente encuadernado volumen, lee:
"¿Cómo puedo ser paciente, si hay tristeza en los rasgos,
y la caravana con las delicadas doncellas en medio del desierto
se ha desvanecido?
Llegaron el día del encuentro, vestidas de terciopelo,
blanca la piel de sus rostros, negros los cabellos y las pupilas.
¡Oh, enamorado de aquello que, de conseguirlo, te otorgaría la esperanza!"
Y pues la paz se cree definitivamente alcanzada, hay gran fiesta esa noche en la villa, a la que doña Magdalena ha concedido el derecho de asiento en cortes para recordar siempre que fue allí y no en ningún otro lugar del reino donde nació por fin la armonía. Y también ha nombrado a sus vecinos ruanos, francos y exentos de toda servidumbre, y ha dispuesto que tengan a partir de ahora almirante perpetuo o anual, según lo prefieran. Y ha ordenado que lleve el municipio por armas heráldicas tres espadas bajo una corona, para representar a aquellos tres visitantes que inclinaron su cabeza ante el rey niño. Aunque sucede que en muchos de los escudos tallados, una de aquellas espadas se ha acabado cayendo por efecto del tiempo, y por eso mucha gente cree que son sólo dos las espadas. Pero yo insistiré en que fueron tres, aunque el mismísimo Menéndez Pidal quiera rebatírmelo.
Y no se me olvida tampoco que concedió igualmente la regente el privilegio de organizar mercado el primer jueves de cada mes, cosa que hasta el día de hoy se viene produciendo. Así que quien compre allá tres pares de calcetines por un euro, o unas bragas de cuello vuelto o pícara puntilla, estará conmemorando en realidad la Paz perpetua que logró en la famosa villa de Aoiz la princesa doña Magdalena.
Feliz noche de Reyes a todos los que hayáis sido buenos.
A los que no lo hayáis sido, espero que vuestro Bakayoko particular os acabe encontrando...
© Mikel Zuza Viniegra, 2012