Olite, 14 de septiembre de 1394
Como baja ya un poco de aire frío desde Ujué, y no le apetece ponerse en marcha hacia Tafalla, donde falta aún un palacio tan airoso como este en el que se encuentra, decide el rey don Carlos pasar la mañana, que está desusadamente tranquila y sin asuntos de gobierno que despachar, ordenando su colección de noventa y ocho monedas de oro de distintos cuños y extraños países.
Encargó al muy notable carpintero moro Yusuf de Arguedas que le construyese un mueble ex profeso para guardarlas, con las armas reales muy bien talladas en hueso en la cabecera, y también pidió al mejor escribano de comptos que emplease su caligrafía más fina para indicar bajo cada una de ellas su nombre y procedencia.
Por eso puede ahora limpiar con una pequeña gamuza cada pieza, y maravillarse con el gran arte que encierran muchas de ellas en tan pequeño tamaño.
Aunque hay algunas muy grandes, como esta hermosa dobla de Castilla de diez doblas con el retrato de aquel famoso rey don Pedro, que por su mucha soberbia fue derrocado por don Enrique, su hermano bastardo.
Pero si prefiere esta moneda sobre todas las demás no es por todo eso, sino porque fue un afectuoso regalo de su padre don Carlos -el segundo de ese nombre en el trono navarro, que aunque tuvo fama de duro y astuto, fue tan generoso y amable como el que más-, y con ella se dio inicio por tanto esta afición numismática con la que pasa tan buenos ratos, que hasta le permite olvidar, siquiera por un momento, que su esposa Leonor se niega a volver junto a él, y que lleva siete años ya refugiada en la corte castellana, donde hasta ha acusado a su marido de querer envenenarla...
Pero no es cierto, naturalmente. Al contrario: él la quiere mucho, y comprende perfectamente lo que le ocurre a Leonor. Ella se crió en medio de una crudelísima guerra civil entre su padre y su tío, y el miedo que nace en la infancia no es sencillo de erradicar, por lo que ahora cree que todas aquellas asechanzas que sufrió cuando niña, se repetirán sin duda en su nueva patria. Pero él hará que esos temores se disipen, construyendo para ella en Olite un castillo aún más hermoso que los que aparecen en los libros de caballería que tanto le gustaba leerle junto al fuego. Y si a ella le place, también le construirá otro aún más esplendoroso en Tafalla, para así cumplir el antiguo dicho:
“Olite y Tafalla,
la flor de Navarra”.
Sí. Las obras avanzan a buen ritmo, y cuando los heraldos le anuncien la finalización de tan notables edificios, que no sólo serán los más bellos de Navarra, sino que también podrán competir en elegancia con los de Francia y Alemania, y hasta con el maravilloso alcázar de Sevilla, ella volverá por fin a sus brazos. Seguro.
Y confortado con ese pensamiento, continúa examinando su colección mientras va leyendo en voz alta sus exóticas denominaciones: un marroquín a tres rayas, un escudo del conde de Flandes, un florín del Papa a dos claves, un fuerte de la señoría de Guyenne, un medio noble de la nave inglés, un escudo de Brabante o Petrequín, un florín de Alemania con un escudo chico dentro de un águila...
Mas el hueco destinado al besante de oro del emperador Manuel Paleólogo de Constantinopla está vacío, ¿y cómo puede ser aquesto si el rey es el único que se solaza con este muestrario? Comprueba muy azorado entonces que no ha quedado oculta por alguna de las otras piezas, o que no haya caído por descuido al suelo. Y no, no aparece por ningún lado. Y como quien tenga dentro de sí cualquier afán coleccionista sabe, le da por pensar que es justamente aquella pieza extraviada la de más valor de todas las que posee, y jura no descansar hasta dar de nuevo con ella...
Así que deja abierta, como tantas otras veces, la cómoda donde reposan las monedas y, escondiéndose detrás del tapiz con la historia de la muy hermosa amazona guerrera Pantasilea, espera pacientemente a que los criados acudan a adobar la habitación como cada día. Y mucho se sorprende y se indigna cuando ve que Estebanot, tras realizar perfectamente la labor que lleva ya varios años haciendo, que es la de colocar en su lugar los cojines, almohadones, mantas y cubrecamas de la cámara regia, se dirige hacia el mueble de las monedas y, casi sin mirarlas, extrae una de ellas y la introduce en su faltriquera.
Y cuando don Carlos está a punto ya de salir a detener al impertinente servidor, ve como éste se santigua muy respetuoso ante la pequeña talla de plata de Santa María que perteneció a su tía abuela, la reina Juana de Francia, y que luego abandona la estancia como si nada hubiera ocurrido. Y ante tal signo de devoción, refrena su impulso el disgustado soberano, aunque sólo por un momento, pues ve el rey que ahora, además de la bizantina, falta también una dobla del rey Enrique a caballo...
Como baja ya un poco de aire frío desde Ujué, y no le apetece ponerse en marcha hacia Tafalla, donde falta aún un palacio tan airoso como este en el que se encuentra, decide el rey don Carlos pasar la mañana, que está desusadamente tranquila y sin asuntos de gobierno que despachar, ordenando su colección de noventa y ocho monedas de oro de distintos cuños y extraños países.
Encargó al muy notable carpintero moro Yusuf de Arguedas que le construyese un mueble ex profeso para guardarlas, con las armas reales muy bien talladas en hueso en la cabecera, y también pidió al mejor escribano de comptos que emplease su caligrafía más fina para indicar bajo cada una de ellas su nombre y procedencia.
Por eso puede ahora limpiar con una pequeña gamuza cada pieza, y maravillarse con el gran arte que encierran muchas de ellas en tan pequeño tamaño.
Aunque hay algunas muy grandes, como esta hermosa dobla de Castilla de diez doblas con el retrato de aquel famoso rey don Pedro, que por su mucha soberbia fue derrocado por don Enrique, su hermano bastardo.
Pero si prefiere esta moneda sobre todas las demás no es por todo eso, sino porque fue un afectuoso regalo de su padre don Carlos -el segundo de ese nombre en el trono navarro, que aunque tuvo fama de duro y astuto, fue tan generoso y amable como el que más-, y con ella se dio inicio por tanto esta afición numismática con la que pasa tan buenos ratos, que hasta le permite olvidar, siquiera por un momento, que su esposa Leonor se niega a volver junto a él, y que lleva siete años ya refugiada en la corte castellana, donde hasta ha acusado a su marido de querer envenenarla...
Pero no es cierto, naturalmente. Al contrario: él la quiere mucho, y comprende perfectamente lo que le ocurre a Leonor. Ella se crió en medio de una crudelísima guerra civil entre su padre y su tío, y el miedo que nace en la infancia no es sencillo de erradicar, por lo que ahora cree que todas aquellas asechanzas que sufrió cuando niña, se repetirán sin duda en su nueva patria. Pero él hará que esos temores se disipen, construyendo para ella en Olite un castillo aún más hermoso que los que aparecen en los libros de caballería que tanto le gustaba leerle junto al fuego. Y si a ella le place, también le construirá otro aún más esplendoroso en Tafalla, para así cumplir el antiguo dicho:
“Olite y Tafalla,
la flor de Navarra”.
Sí. Las obras avanzan a buen ritmo, y cuando los heraldos le anuncien la finalización de tan notables edificios, que no sólo serán los más bellos de Navarra, sino que también podrán competir en elegancia con los de Francia y Alemania, y hasta con el maravilloso alcázar de Sevilla, ella volverá por fin a sus brazos. Seguro.
Y confortado con ese pensamiento, continúa examinando su colección mientras va leyendo en voz alta sus exóticas denominaciones: un marroquín a tres rayas, un escudo del conde de Flandes, un florín del Papa a dos claves, un fuerte de la señoría de Guyenne, un medio noble de la nave inglés, un escudo de Brabante o Petrequín, un florín de Alemania con un escudo chico dentro de un águila...
Mas el hueco destinado al besante de oro del emperador Manuel Paleólogo de Constantinopla está vacío, ¿y cómo puede ser aquesto si el rey es el único que se solaza con este muestrario? Comprueba muy azorado entonces que no ha quedado oculta por alguna de las otras piezas, o que no haya caído por descuido al suelo. Y no, no aparece por ningún lado. Y como quien tenga dentro de sí cualquier afán coleccionista sabe, le da por pensar que es justamente aquella pieza extraviada la de más valor de todas las que posee, y jura no descansar hasta dar de nuevo con ella...
Así que deja abierta, como tantas otras veces, la cómoda donde reposan las monedas y, escondiéndose detrás del tapiz con la historia de la muy hermosa amazona guerrera Pantasilea, espera pacientemente a que los criados acudan a adobar la habitación como cada día. Y mucho se sorprende y se indigna cuando ve que Estebanot, tras realizar perfectamente la labor que lleva ya varios años haciendo, que es la de colocar en su lugar los cojines, almohadones, mantas y cubrecamas de la cámara regia, se dirige hacia el mueble de las monedas y, casi sin mirarlas, extrae una de ellas y la introduce en su faltriquera.
Y cuando don Carlos está a punto ya de salir a detener al impertinente servidor, ve como éste se santigua muy respetuoso ante la pequeña talla de plata de Santa María que perteneció a su tía abuela, la reina Juana de Francia, y que luego abandona la estancia como si nada hubiera ocurrido. Y ante tal signo de devoción, refrena su impulso el disgustado soberano, aunque sólo por un momento, pues ve el rey que ahora, además de la bizantina, falta también una dobla del rey Enrique a caballo...
Y esto ya es demasiado, así que vistiendo un chambergo muy gastado, y cubriendo su cabeza con la capucha del pellizón, sale en pos del manilargo, que ya está a punto de abandonar el palacio y perderse en las atestadas calles. Y no es cosa nueva en don Carlos esto de salir medio enmascarado a sentir la vitalidad de la villa que, entre todas las de Navarra, ha elegido para sede estable de su corte, aunque ciertamente esta vez le cuesta mantener el ritmo de su perseguido, que corre como si le llevara el diablo.
Pero al fin se detiene el maldito, y lo hace justo en mitad de la rúa mayor, donde entre puestos de tejidos, de cacerolas o de almujábares de muy buen aroma, hay una niña pequeña mendigando, sin que nadie eche un mísero cornado en su cuenco. Y tiene a su lado un bastón que alguna vez fue blanco, y los ojos tapados con una venda muy gastada, porque parece ser ciega. Y entre todo aquel tremendo ruido que produce el efervescente gentío, los únicos que oyen el tintineo que producen dos monedas de buena ley al caer sobre una escudilla de barro son el rey, el criado y la niña, que sonríe como quien sabe distinguir de oído entre los metales viles como el cobre, y los preciosos como el oro. Y hay una virgencica de piedra sobre el cantón donde la niña está sentada, y aunque no puede verla, con sus dedos roza el manto de la sagrada figura, como si entonase una muda plegaria que sólo a ellas dos concierne...
Y llevándose al mucho menos concurrido callejón a Estebanot, puede por fin el rey descubrirse e interrogarle sobre su robo, que no ha tenido más razón de ser que conseguir que aquella muchacha pueda pagar la consulta de un buen médico que trate de devolverle la vista. El criado vio muchas monedas juntas, y no pensó que don Carlos fuera a echar dos en falta, pero ahora aceptará cualquier castigo...
-¿Y qué condena imponerte, si ni siquiera las cogiste para ti? –responde admirado el rey-. Tan sólo te asigno la misión de recuperar esas dos piezas antes de que alguien se las arrebate a la niña. Valen más de lo que imaginaste, pero prometo por mi vida que se las pagaré a su nueva dueña al triple de lo que a mí me costó el conseguirlas. Y juro también que de mi propio puño y letra escribiré una carta de recomendación para micer Barraquer, que es físico muy famoso en la ciudad de Barcelona, para que atienda a tu protegida como si fuese yo mismo quien acude a su consulta.
Pero si en el futuro se te presenta algún otro problema como éste que nos ocupa, y tu pródigo corazón decide que ha de intervenir irremediablemente en su resolución, consúltame a mí primero el método más adecuado para lograrlo, que no es menester a nuestras edades andar haciendo el canelo de esta manera, mi buen Estebanot...
Pero al fin se detiene el maldito, y lo hace justo en mitad de la rúa mayor, donde entre puestos de tejidos, de cacerolas o de almujábares de muy buen aroma, hay una niña pequeña mendigando, sin que nadie eche un mísero cornado en su cuenco. Y tiene a su lado un bastón que alguna vez fue blanco, y los ojos tapados con una venda muy gastada, porque parece ser ciega. Y entre todo aquel tremendo ruido que produce el efervescente gentío, los únicos que oyen el tintineo que producen dos monedas de buena ley al caer sobre una escudilla de barro son el rey, el criado y la niña, que sonríe como quien sabe distinguir de oído entre los metales viles como el cobre, y los preciosos como el oro. Y hay una virgencica de piedra sobre el cantón donde la niña está sentada, y aunque no puede verla, con sus dedos roza el manto de la sagrada figura, como si entonase una muda plegaria que sólo a ellas dos concierne...
Y llevándose al mucho menos concurrido callejón a Estebanot, puede por fin el rey descubrirse e interrogarle sobre su robo, que no ha tenido más razón de ser que conseguir que aquella muchacha pueda pagar la consulta de un buen médico que trate de devolverle la vista. El criado vio muchas monedas juntas, y no pensó que don Carlos fuera a echar dos en falta, pero ahora aceptará cualquier castigo...
-¿Y qué condena imponerte, si ni siquiera las cogiste para ti? –responde admirado el rey-. Tan sólo te asigno la misión de recuperar esas dos piezas antes de que alguien se las arrebate a la niña. Valen más de lo que imaginaste, pero prometo por mi vida que se las pagaré a su nueva dueña al triple de lo que a mí me costó el conseguirlas. Y juro también que de mi propio puño y letra escribiré una carta de recomendación para micer Barraquer, que es físico muy famoso en la ciudad de Barcelona, para que atienda a tu protegida como si fuese yo mismo quien acude a su consulta.
Pero si en el futuro se te presenta algún otro problema como éste que nos ocupa, y tu pródigo corazón decide que ha de intervenir irremediablemente en su resolución, consúltame a mí primero el método más adecuado para lograrlo, que no es menester a nuestras edades andar haciendo el canelo de esta manera, mi buen Estebanot...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011