Aldea de Agincourt, norte de Francia, 26 de octubre de 1415.
Campamento inglés
-Un caballero solicita veros, mi señor don Enrique.
-¡Buen momento ha ido a escoger! ¿No ve que nuestros adversarios nos triplican en número y están ya prestos a lanzarse sobre nosotros? ¿O es que acaso él también es francés?
-Dice ser navarro.
-¡Caramba, como mi madrastra doña Juana! ¿Y qué se le ha perdido por estos lares? Más le valdrá poner pies en polvorosa antes de que se desate esta carnicería que se avecina...
-Sire, si me permitís presentarme: soy Martín López de Aibar, y siempre me ha gustado decidir por mí mismo los pasos que, equivocados o no, he dado en la vida. Y es por eso que pido ahora vuestro permiso para unirme a vuestras tropas en esta ocasión tan desesperada.
-¿Estáis convencido de lo que me pedís? Los franceses pagan bastante más...
-Bueno, debieron informarme mal, Sire.
-No hagáis caso de este mercenario, Alteza. Recordad que su rey Carlos es tan francés como aquél al que estamos a punto de enfrentarnos. ¿No traerá preparada alguna asechanza contra vuestra persona?
-Tan desconfiado como siempre, mi fiel Gloucester. ¿De verdad creéis que un reino tan pequeño como el de Navarra enviaría un asesino para librarse de mi persona? ¿Para que hacerlo, si justo allí enfrente hay veinte mil dispuestos a llevar a cabo tan honrosa labor? Al rey Carlos, que al fin y al cabo sería algo así como mi tiastro, y a este don Martín les basta con esperar unas horas para lograr su objetivo, si es que éste es que yo muera...
-No me envía aquí mi rey, ni de su natural buen carácter podría esperar nadie que gestase un plan tan mezquino como el sospechado por vuestro lugarteniente, Sire. Es cierto que pude ponerme al servicio de la armada más impresionante que vieron los siglos, que como bien decís está aposentada allí enfrente, pero más cierto aún es que, por mi fe de caballero, siempre me he puesto al lado de quien más difícil lo tuviera en el combate. Y dudo mucho que desde los tiempos del cartaginés Anibal, ningún otro comandante lo haya tenido tan difícil como vos para salir con vida de una batalla como la que está por comenzar. Si queréis mi brazo aquí lo tenéis, si por el contrario juzgáis que no os hace falta, me retiraré del campo pensando que no sois tan juicioso como vuestra fama indica...
-Estos navarros siempre tan audaces... Definitivamente no sé si acepto en mi hueste a un loco o a un genio, pero desde luego tenéis mi aprobación. Y ojalá todos los nobles que ahora mismo duermen en Inglaterra hayan de rabiar de envidia ante vuestras hazañas en este día, mi buen don Martín.
Y ciertamente no faltaron en aquella jornada de Agincourt todo tipo de gestas y proezas. Y no fue la menor de ellas que un ejército como el inglés, de apenas nueve mil hombres, consiguiera derrotar gracias a sus largos arcos de madera de tejo, a la tropa francesa, donde formaba la flor y nata de la caballería de ese país, y que estaba compuesto por más de veintiun mil componentes. Y a muchos de ellos envió al Infierno don Martín López de Aibar...
Y tras muchas horas de enfrentamiento, cuando el sol se ponía tras tanta nube de sangre, y estaba ya decidida la victoria, pidió don Enrique a los heraldos el resultado de la contienda:
Rey Enrique: -¿Están ya contados los cadáveres?
Heraldo: -Aquí está la cuenta de los muertos franceses...
Rey Enrique: -En esta nota se indican diez mil franceses que han quedado en el campo de batalla. En ese número hay ciento veintiséis príncipes y nobles portaestandartes; hay, además, ocho mil cuatrocientos caballeros, hidalgos y señores, de los cuales hay quinientos recién armados caballeros ayer, exactamente. De los diez mil muertos no hay, pues, más que mil seiscientos mercenarios. Todos los demás son príncipes, barones, señores, caballeros, hidalgos y gentilhombres de alcurnia....
¿Dónde está la cuenta ahora de nuestros muertos ingleses? Veamos: Eduardo, duque de York; el conde de Suffolk; sir Richard Keitli y un hidalgo, David Gam. Ningún otro de alcurnia, y de los comunes, tan sólo veinticinco. ¡Oh, Dios! En esto se nota que ha combatido tu brazo con nosotros; ¡es a ese brazo solamente y no a los nuestros a quien debe darse las gracias! ¿Cómo podría haber sido si no? ¿Sin ninguna astucia, por el simple encuentro y circunstancias naturales del combate, puede haber habido nunca una pérdida tan grande de un lado y otra tan pequeña del otro? ¡Acepta, Dios mío, toda la gloria de ello, pues no es de nadie más sino tuya!
¡En marcha! ¡Vayamos en procesión hacia el pueblo y proclamad en todo el ejército que se castigará con la muerte a cualquiera que se jacte de esta victoria y pretenda quitarle a Dios la victoria que a Él solo corresponde!
Cumplamos ahora las santas ceremonias. Que se cante un Non Nobis y un Te Deum; que se entierre a los muertos con caridad; iremos luego a Calais y de allí a Inglaterra, donde jamás habrán desembarcado viajeros que llegasen más felices desde Francia...
Pero decidme, querido Exeter, ¿qué ha sido del caballero navarro que se brindó a ayudarnos cuando cualquier otro hubiera salido huyendo?
-Yace ahí, rodeado de doce franceses muertos. El número trece debió hundirle esa daga en el corazón.
-Gran perdida es para toda la Caballería andante la muerte de alguien tan esforzado. Recogedlo y enterradlo junto a los nuestros, que rojo y azul eran al fin y al cabo también sus colores. Y hasta en el nombre de San Jorge y de San Miguel he de armarle caballero, con el título de señor de Avalón, que es isla cercana a Bretaña donde podrá conversar eternamente con mi antepasado Arturo, sobre todas las cosas que atañen al valor y a la cortesia...
Campamento inglés
-Un caballero solicita veros, mi señor don Enrique.
-¡Buen momento ha ido a escoger! ¿No ve que nuestros adversarios nos triplican en número y están ya prestos a lanzarse sobre nosotros? ¿O es que acaso él también es francés?
-Dice ser navarro.
-¡Caramba, como mi madrastra doña Juana! ¿Y qué se le ha perdido por estos lares? Más le valdrá poner pies en polvorosa antes de que se desate esta carnicería que se avecina...
-Sire, si me permitís presentarme: soy Martín López de Aibar, y siempre me ha gustado decidir por mí mismo los pasos que, equivocados o no, he dado en la vida. Y es por eso que pido ahora vuestro permiso para unirme a vuestras tropas en esta ocasión tan desesperada.
-¿Estáis convencido de lo que me pedís? Los franceses pagan bastante más...
-Bueno, debieron informarme mal, Sire.
-No hagáis caso de este mercenario, Alteza. Recordad que su rey Carlos es tan francés como aquél al que estamos a punto de enfrentarnos. ¿No traerá preparada alguna asechanza contra vuestra persona?
-Tan desconfiado como siempre, mi fiel Gloucester. ¿De verdad creéis que un reino tan pequeño como el de Navarra enviaría un asesino para librarse de mi persona? ¿Para que hacerlo, si justo allí enfrente hay veinte mil dispuestos a llevar a cabo tan honrosa labor? Al rey Carlos, que al fin y al cabo sería algo así como mi tiastro, y a este don Martín les basta con esperar unas horas para lograr su objetivo, si es que éste es que yo muera...
-No me envía aquí mi rey, ni de su natural buen carácter podría esperar nadie que gestase un plan tan mezquino como el sospechado por vuestro lugarteniente, Sire. Es cierto que pude ponerme al servicio de la armada más impresionante que vieron los siglos, que como bien decís está aposentada allí enfrente, pero más cierto aún es que, por mi fe de caballero, siempre me he puesto al lado de quien más difícil lo tuviera en el combate. Y dudo mucho que desde los tiempos del cartaginés Anibal, ningún otro comandante lo haya tenido tan difícil como vos para salir con vida de una batalla como la que está por comenzar. Si queréis mi brazo aquí lo tenéis, si por el contrario juzgáis que no os hace falta, me retiraré del campo pensando que no sois tan juicioso como vuestra fama indica...
-Estos navarros siempre tan audaces... Definitivamente no sé si acepto en mi hueste a un loco o a un genio, pero desde luego tenéis mi aprobación. Y ojalá todos los nobles que ahora mismo duermen en Inglaterra hayan de rabiar de envidia ante vuestras hazañas en este día, mi buen don Martín.
Y ciertamente no faltaron en aquella jornada de Agincourt todo tipo de gestas y proezas. Y no fue la menor de ellas que un ejército como el inglés, de apenas nueve mil hombres, consiguiera derrotar gracias a sus largos arcos de madera de tejo, a la tropa francesa, donde formaba la flor y nata de la caballería de ese país, y que estaba compuesto por más de veintiun mil componentes. Y a muchos de ellos envió al Infierno don Martín López de Aibar...
Y tras muchas horas de enfrentamiento, cuando el sol se ponía tras tanta nube de sangre, y estaba ya decidida la victoria, pidió don Enrique a los heraldos el resultado de la contienda:
Rey Enrique: -¿Están ya contados los cadáveres?
Heraldo: -Aquí está la cuenta de los muertos franceses...
Rey Enrique: -En esta nota se indican diez mil franceses que han quedado en el campo de batalla. En ese número hay ciento veintiséis príncipes y nobles portaestandartes; hay, además, ocho mil cuatrocientos caballeros, hidalgos y señores, de los cuales hay quinientos recién armados caballeros ayer, exactamente. De los diez mil muertos no hay, pues, más que mil seiscientos mercenarios. Todos los demás son príncipes, barones, señores, caballeros, hidalgos y gentilhombres de alcurnia....
¿Dónde está la cuenta ahora de nuestros muertos ingleses? Veamos: Eduardo, duque de York; el conde de Suffolk; sir Richard Keitli y un hidalgo, David Gam. Ningún otro de alcurnia, y de los comunes, tan sólo veinticinco. ¡Oh, Dios! En esto se nota que ha combatido tu brazo con nosotros; ¡es a ese brazo solamente y no a los nuestros a quien debe darse las gracias! ¿Cómo podría haber sido si no? ¿Sin ninguna astucia, por el simple encuentro y circunstancias naturales del combate, puede haber habido nunca una pérdida tan grande de un lado y otra tan pequeña del otro? ¡Acepta, Dios mío, toda la gloria de ello, pues no es de nadie más sino tuya!
¡En marcha! ¡Vayamos en procesión hacia el pueblo y proclamad en todo el ejército que se castigará con la muerte a cualquiera que se jacte de esta victoria y pretenda quitarle a Dios la victoria que a Él solo corresponde!
Cumplamos ahora las santas ceremonias. Que se cante un Non Nobis y un Te Deum; que se entierre a los muertos con caridad; iremos luego a Calais y de allí a Inglaterra, donde jamás habrán desembarcado viajeros que llegasen más felices desde Francia...
Pero decidme, querido Exeter, ¿qué ha sido del caballero navarro que se brindó a ayudarnos cuando cualquier otro hubiera salido huyendo?
-Yace ahí, rodeado de doce franceses muertos. El número trece debió hundirle esa daga en el corazón.
-Gran perdida es para toda la Caballería andante la muerte de alguien tan esforzado. Recogedlo y enterradlo junto a los nuestros, que rojo y azul eran al fin y al cabo también sus colores. Y hasta en el nombre de San Jorge y de San Miguel he de armarle caballero, con el título de señor de Avalón, que es isla cercana a Bretaña donde podrá conversar eternamente con mi antepasado Arturo, sobre todas las cosas que atañen al valor y a la cortesia...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011