Primeros días de marzo de 1410
Está don Lancelot un tanto destemplado en su estancia del torreón del palacio de Arazuri. Tiene frío, sed, y sobre todo un fenomenal dolor de cabeza, de tal suerte que hasta los pasos del más nimio ratón que corretea por el entarimado de aquel enorme salón, resuenan en sus oídos como si los hubiesen dado gigantes escapados de los libros de caballerías para martirizarle.
Ciertamente no es habitual en él estar levantado para horas tan tempranas de la mañana, que su cargo de Patriarca de Alejandría no exige, gracias a Dios, madrugones intempestivos como el de hoy. Y no es menos verdad que la fiesta de anoche se alargó en demasía, y hasta ha tenido que sacar a empujones del lecho a doña María, que entre grandes voces y gritos le ha dejado bien claro -una vez más-, que ya está harta de esta vida de barraganía que le hace llevar.
Pero es que hoy no es un día cualquiera: hoy viene su padre el rey don Carlos a visitarle. Y viene acompañado por su "muyt amada compaynera, la reina doña Leonor", que a fuerza de ver crecer a su alrededor hijos bastardos de su esposo, es casi también como una madre ya para el resacoso dueño del castillo...
Para divertirles y entretener su estadía entre tan recios muros, ha hecho permanecer acampados junto al castillo a los egipcianos que alegraron ayer con sus canciones y sus bailes el sarao nocturno. Tienen algunos una forma muy extraña de cantar, a base de quejidos muy hondos, que los otros hombres acompañan con palmas y expresiones de significado incierto como "¡Arsa!", "¡Ele!", o "¡Qué arte!". Y sus mujeres se mueven girando como peonzas, y dicen que así lo hacía también, allá en su país natal, la reina Cleopatra para hechizar a tanto romano postinero como dicen que pasó por sus brazos...
Ahora, desde su ventana, les ve Lancelot allí sentados, sin más preocupación que orientar sus rostros al benéfico sol primaveral. El más anciano lleva sombrero de cordobán, y una garrota con muchas labores de cuero en la empuñadura, que es el símbolo de autoridad de esas gentes. Las caballerías con las que se mueven de pueblo en pueblo pastan tranquilas a su alrededor, y una niña chica se entretiene en adiestrar con su flauta a una cabra de edad tan breve como la suya, intentando conseguir que suba los tres peldaños de una desvencijada escalera portátil.
Recorre a grandes zancadas la sala, buscando él también el sol, que ahora calienta el otro lado. Desde allí se domina toda la vega del Arga, salpicada aquí y allá por huertas tan coloridas y elegantes, que parecen la estola de un arzobispo. Al poco ve cruzar a la regia comitiva el puente, y se alegra de haberlo hecho adornar con los cerezos del Cipango que compró el año pasado a unos comerciantes aragoneses. Son sus flores, recién brotadas, de colores rojos y rosados, como la enseña de Navarra, y combinan a las mil maravillas con los almendros plantados a los dos lados del camino, que de puro blancos parecen recién nevados.
Todo el sendero hasta la puerta del torreón está guardado por estos silenciosos vigías, que parecen inclinar gentilmente sus ramas al paso de doña Leonor. Y gusta mucho a la reina este recibimiento, pues tales árboles son los que acompañaron su infancia allá en Madrigal de las Altas Torres, y mucho le alegra recordar como su padre don Enrique, que fue tan generoso que le apodaron "el de las mercedes", agitaba con brío los plantones hasta que miriadas de pétalos blancos se separaban de sus flores e iban a caer en fragante tormenta de copos en el delantal de la infanta.
Y aunque muy pecador y falto de fundamento, es también muy dispuesto don Lancelot, y por eso ha querido que la reina reviva hoy aquel dulce recuerdo, pues sabe que viene un tanto dolorida por un retorcijón de rodilla que se hizo al bailar con mucho donaire una pavana en Olite. Así que mueven todos los hombres disponibles los almendros y los cerezos con tal saña, que lo que cuentan los viejos sobre las nevadas de antaño se queda corto para describir semejante fenómeno, pues en pocos instantes se llenan los aires y la tierra de tanta de esta nieve tibia, que si en vez de los de Navarra fueran los de todas las Rusias los reyes que se aproximan, a nadie sorprendería.
Hay tantos habitantes moviendo las ramas, que hasta el porquero ha descuidado sus labores, de manera que todos sus cutos escapan de repente cuesta abajo, y a grandes gritos hace por llamarles, pues a todos parece haber puesto nombre. Curiosamente, llámase el que más corre Lancelot, y los dos que van justo detrás: Carlos y Leonor. Y esto sería algo que disgustase mucho al Patriarca, si no fuese porque comprende que a quien mucho manda y gobierna, justo es que sus súbditos le pidan cuentas, así que no sólo no se molesta por la coincidencia de apodos, sino que al contrario, envía a varios escuderos suyos a que ayuden a recuperar a bestias tan preciadas, que tantas y tan ricas viandas brindan a los cristianos. Cuando se lanzan a correr tras ellos, les oye que van apostando sobre cuál llegará antes al corral...
Y ya con su padre y doña Leonor en la torre, besa muy humildemente la vendada rodilla de la reina, y le ofrece, como a señora tan buena y bella corresponde, un ramo de olorosa lavanda recién cortada en el jardín del palacio, advirtiéndole de los efectos curativos que esta hierba tiene para las distensiones y los ligamentos doblados, sobre todo si con ella se hace una untuosa cataplasma.
Y mucho se enorgullece el rey de tener un hijo tan bien educado y discreto. Y aún más contento se pone cuando retornan los escuderos diciendo -con todos los respetos debidos-, que ha sido el puerco llamado Carlos el vencedor de la carrera, que varios groses de plata se había él jugado con doña Leonor a que tal cosa ocurriría...
Está don Lancelot un tanto destemplado en su estancia del torreón del palacio de Arazuri. Tiene frío, sed, y sobre todo un fenomenal dolor de cabeza, de tal suerte que hasta los pasos del más nimio ratón que corretea por el entarimado de aquel enorme salón, resuenan en sus oídos como si los hubiesen dado gigantes escapados de los libros de caballerías para martirizarle.
Ciertamente no es habitual en él estar levantado para horas tan tempranas de la mañana, que su cargo de Patriarca de Alejandría no exige, gracias a Dios, madrugones intempestivos como el de hoy. Y no es menos verdad que la fiesta de anoche se alargó en demasía, y hasta ha tenido que sacar a empujones del lecho a doña María, que entre grandes voces y gritos le ha dejado bien claro -una vez más-, que ya está harta de esta vida de barraganía que le hace llevar.
Pero es que hoy no es un día cualquiera: hoy viene su padre el rey don Carlos a visitarle. Y viene acompañado por su "muyt amada compaynera, la reina doña Leonor", que a fuerza de ver crecer a su alrededor hijos bastardos de su esposo, es casi también como una madre ya para el resacoso dueño del castillo...
Para divertirles y entretener su estadía entre tan recios muros, ha hecho permanecer acampados junto al castillo a los egipcianos que alegraron ayer con sus canciones y sus bailes el sarao nocturno. Tienen algunos una forma muy extraña de cantar, a base de quejidos muy hondos, que los otros hombres acompañan con palmas y expresiones de significado incierto como "¡Arsa!", "¡Ele!", o "¡Qué arte!". Y sus mujeres se mueven girando como peonzas, y dicen que así lo hacía también, allá en su país natal, la reina Cleopatra para hechizar a tanto romano postinero como dicen que pasó por sus brazos...
Ahora, desde su ventana, les ve Lancelot allí sentados, sin más preocupación que orientar sus rostros al benéfico sol primaveral. El más anciano lleva sombrero de cordobán, y una garrota con muchas labores de cuero en la empuñadura, que es el símbolo de autoridad de esas gentes. Las caballerías con las que se mueven de pueblo en pueblo pastan tranquilas a su alrededor, y una niña chica se entretiene en adiestrar con su flauta a una cabra de edad tan breve como la suya, intentando conseguir que suba los tres peldaños de una desvencijada escalera portátil.
Recorre a grandes zancadas la sala, buscando él también el sol, que ahora calienta el otro lado. Desde allí se domina toda la vega del Arga, salpicada aquí y allá por huertas tan coloridas y elegantes, que parecen la estola de un arzobispo. Al poco ve cruzar a la regia comitiva el puente, y se alegra de haberlo hecho adornar con los cerezos del Cipango que compró el año pasado a unos comerciantes aragoneses. Son sus flores, recién brotadas, de colores rojos y rosados, como la enseña de Navarra, y combinan a las mil maravillas con los almendros plantados a los dos lados del camino, que de puro blancos parecen recién nevados.
Todo el sendero hasta la puerta del torreón está guardado por estos silenciosos vigías, que parecen inclinar gentilmente sus ramas al paso de doña Leonor. Y gusta mucho a la reina este recibimiento, pues tales árboles son los que acompañaron su infancia allá en Madrigal de las Altas Torres, y mucho le alegra recordar como su padre don Enrique, que fue tan generoso que le apodaron "el de las mercedes", agitaba con brío los plantones hasta que miriadas de pétalos blancos se separaban de sus flores e iban a caer en fragante tormenta de copos en el delantal de la infanta.
Y aunque muy pecador y falto de fundamento, es también muy dispuesto don Lancelot, y por eso ha querido que la reina reviva hoy aquel dulce recuerdo, pues sabe que viene un tanto dolorida por un retorcijón de rodilla que se hizo al bailar con mucho donaire una pavana en Olite. Así que mueven todos los hombres disponibles los almendros y los cerezos con tal saña, que lo que cuentan los viejos sobre las nevadas de antaño se queda corto para describir semejante fenómeno, pues en pocos instantes se llenan los aires y la tierra de tanta de esta nieve tibia, que si en vez de los de Navarra fueran los de todas las Rusias los reyes que se aproximan, a nadie sorprendería.
Hay tantos habitantes moviendo las ramas, que hasta el porquero ha descuidado sus labores, de manera que todos sus cutos escapan de repente cuesta abajo, y a grandes gritos hace por llamarles, pues a todos parece haber puesto nombre. Curiosamente, llámase el que más corre Lancelot, y los dos que van justo detrás: Carlos y Leonor. Y esto sería algo que disgustase mucho al Patriarca, si no fuese porque comprende que a quien mucho manda y gobierna, justo es que sus súbditos le pidan cuentas, así que no sólo no se molesta por la coincidencia de apodos, sino que al contrario, envía a varios escuderos suyos a que ayuden a recuperar a bestias tan preciadas, que tantas y tan ricas viandas brindan a los cristianos. Cuando se lanzan a correr tras ellos, les oye que van apostando sobre cuál llegará antes al corral...
Y ya con su padre y doña Leonor en la torre, besa muy humildemente la vendada rodilla de la reina, y le ofrece, como a señora tan buena y bella corresponde, un ramo de olorosa lavanda recién cortada en el jardín del palacio, advirtiéndole de los efectos curativos que esta hierba tiene para las distensiones y los ligamentos doblados, sobre todo si con ella se hace una untuosa cataplasma.
Y mucho se enorgullece el rey de tener un hijo tan bien educado y discreto. Y aún más contento se pone cuando retornan los escuderos diciendo -con todos los respetos debidos-, que ha sido el puerco llamado Carlos el vencedor de la carrera, que varios groses de plata se había él jugado con doña Leonor a que tal cosa ocurriría...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011