Está Ujué tan batido por los vientos como suele acontecer en aquellos contornos, que son morada favorita del dios Eolo en todas las estaciones del año. Y está también tan precioso como siempre aquel lugar a la luz del desgarbado sol de otoño.
No ha sido malo el viaje, a pesar de que no hace tanto tiempo que quien guía el carro aprendió a hacerlo, y eso que el camino real estaba bastante concurrido, sobre todo a su paso por Tafalla, donde fue necesario amansar un tanto los caballos por ver de no atropellar a los despreocupados, que, no sabiendo lo que se les venía encima, cruzaban tranquilamente las calles. Y es que es el conductor de mucho dejar volar la imaginación, cosa funesta para esos menesteres, y no puede evitar apartar la vista del camino al pasar por el muy hermoso y colorido palacio de Tiebas o por la fortificada Santa María del Pópulo, en el apretujado caserío de San Martin de Unx, cosa que disgusta, y con mucha razón, a la señora de Linzoain, que a más de ser la otra viajera del carro, sabe guiarlos mucho mejor que su ocasional chófer.
El caso es que, advertidos del colapso de vehículos que siempre se produce junto al santuario, prefieren aparcarlo cabe el frontón, donde hay muchas matas y cardos que podrán los caballos degustar, pues no es su dueño muy amigo de gastar mucho en pienso compuesto, y apura las fuerzas de las pobres bestias hasta que sus estómagos están casi en la reserva. Ni qué decir tiene que el propio carro no ha recibido un lavado al menos desde que don Luis de Beaumont marchó a las Albanias, pero Dios provee en ese aspecto haciendo llover abundantemente en estas tierras, aunque no lo suficiente como para que no se adviertan en el polvo adherido a la parte trasera, alguna que otra jocosa inscripción hecha de muy mala fe por algún amante exaltado de la limpieza ...
Pronto empiezan los dos a trepar por las empinadas calles, y sale por las ventanas abiertas de muchas de las casas, aroma a garrapiñadas, que el conductor prefiere no catar desde que una vez, siendo pequeño, no es que cayera en una marmita llena de ellas, pero sí que se dio tal atracón, que nunca ha podido volver a mirarlas con los mismos ojos. Bueno, lo cierto es que no era tan pequeño, incluso puede que haga poco tiempo de tan estrambótico suceso, pero no estará de más recordar que nueve de cada diez galenos consultados, alaban lo sanos que son los frutos secos para el cuerpo y el alma. Si no advierten también de la cantidad recomendada, no podrán extrañarse luego de que haya quien se coma las almendras por saquetes de a cinco arrobas…
Mas no es esa la única tentación gastronómica que han de sortear los viajeros, pues nada más llegar a la plaza, les asalta el dulce sonido del pan al ser desmigado sobre las cacerolas bien untadicas en sebo, y aunque ella aguanta mejor el hambre, en el fondo ambos piensan, al ver caer en el guiso buenos trozos de tocino, que es una suerte seguir la fe de Cristo y no la de Mahoma, cuyos fieles tienen prohibidas esas ambrosías. Y pues la hora de comer no es llegada aún, pero no anda muy lejana, allá que va el guía a pedir mesa y asiento para dos, pero como no han mandado mensajero al alba, resulta que están todos los sitios ocupados, y es que esto de organizar los viajes no es algo que vaya mucho con el que se ciega por las garrapiñadas y por las sanjaimetas, que debían ser otros dulces que hacían en Ujué, aunque nadie tenga ya memoria de ellos, salvo dos o tres pobres encerrados en el hospital de los locos. Y si aún no lo están, deberían estarlo…
Antes de que las tripas comiencen a sonarles como tambor agujereado, las engañan los dos con dulces muy variados que el dueño del carro suele llevar siempre consigo. Y a quien le parezca mal esta costumbre, que recuerde que en ningún capítulo de los Santos Evangelios quedó escrito que Nuestro Señor no fuese laminero o que no comiera regalices y caramelos de selz. Sí, es cierto que tampoco dicen esas sagradas escrituras que lo hiciese alguna vez, pero este concreto detalle no tiene importancia alguna para lo que estamos relatando...
Así que con unos pocos regalices rojos –en honor sin duda al color divisa de los reyes de Navarra- en la faltriquera, llegan por fin a la bella portada de la iglesia, donde un gallo muy elegante recuerda a todos los que le miran, que aquel tímpano fue sufragado por quien a su lado ora eternamente ante Santa María, el muy noble y fiel obispo Robert Le Coq, que siguió en todas sus aventuras por Francia a don Carlos II, rey de Navarra. Y tan devoto se mostró de la real persona, que hasta emprendió por seguirle el duro camino del exilio, si bien no conviene olvidar que, de no haberlo hecho, el monarca francés lo hubiera hecho descabezar, que es costumbre al parecer muy francesa cuando de conjurar traidores se trata.
Y se embala el guía con estas y otras explicaciones, tanto que ya está la señora de Linzoain temerosa, cual si debiese cargar en brazos con una gruesa plancha de metal –que el vulgo conoce como “chapa”- por andar en compañía de aquel bergante, que no calla tampoco en el interior del templo, que de puro brillante parece recién construido.
Y le habla y le habla allí dentro de la sin par imagen cubierta de plata que preside la nave, de los escudos que su trono lleva insertados, de los que aparecen en las claves de las bóvedas, de las pinturas del coro, donde al parecer, pues está el acceso cerrado y ellos no pueden verlas, aparecen representados tres caballeros con gesto muy asustado, al darse de bruces con tres esqueletos de muy fatídica sonrisa.
Y objeta el novel conductor a la noble señora que lo acompaña, que no le parece nada puesto en razón haber rodeado las columnas que sostienen el sotocoro con cristales muy gruesos, para que se puedan ver sus basas, y no haber hecho lo mismo en la zona del altar, donde el canso parlante ha leído que aparecieron tumbas de aquellos señores romanos que hace siglos anduvieron por estos pagos, y que tuvieron la suerte de nacer sabiendo latín, pues es muy ardua tarea aprenderlo luego, sobre todo si es tu preceptor hombre necio y fatuo. Y siente también mucho el guía que el corazón del rey Carlos esté de tournée por el Bearne, pues le hubiera gustado mostrárselo a su acompañante.
Así que tras ofrendar dos cirios a Santa María, que tiene que pagar la señora de Linzoain -sin que esto vaya en desdoro de la generosidad del guía, pues lo que sucede es que fue éste esquilmado de todos sus febles carlines en el peaje de carros de Tiebas-, salen a recorrer el paseo de ronda, que es aquella gótica balconada la más bonita, no sólo de Navarra, sino de muchas otras naciones de la cristiandad. Y aún tienen tiempo los viajeros de ver otra puerta, menos artísitica que la principal, pero también muy bonita, y aparece en ella representado un lebrel que sostiene entre sus patas una flor de lys, y ello quiere representar que el rey de Navarra jugaba con el de Francia lo mismo que un perro de caza con su presa. O eso cuenta el desatado guía mientras la señora se lanza escaleras abajo para abandonar aquel fortificado recinto antes de que estalle la cabeza por tanto dato y tanta historia concentrada en tan poco espacio de tiempo…
Ambos han visto al llegar, justo al inicio del pueblo, una nueva posada donde hallan al fin honroso acomodo, y es bien cierto que comen allí como condes o duques, no faltando las migas en la carta de manjares a disposición de los viajeros. Y es aquella comida de la que conviene regar con abundante vino, pero por mor de tener que conducir el carro, y por miedo a encontrarse en el camino con los prebostes del rey, ha de conformarse el guía con dosis de cardelina, y es que dicen que un carro te da mucha libertad para ir a donde quieras, pero nadie te habla de la que te resta en lugares tan señalados como la mesa…
Y aún antes de abandonar Ujué, con las últimas horas de la tarde, tienen tiempo de visitar el amplísimo comercio que allí posee maese Urrutia, muy surtido de buenas pastas y de muchos otras delicadas viandas. Y compran allí dos cosas. Él una tableta de algo que llaman “chocolate”, y que diz que es dulce especia venida de lejanas tierras allende el mar, y ella un mágico ungüento hecho con aceite de oliva, que dicen que deja la piel tan suave como el terciopelo de Flandes, aunque quien esto suscribe jura y perjura que no le hacen falta tales pomadas a la señora de Linzoain para deslumbrar al personal con su belleza. Queda dicho.
Y es el viaje de vuelta a Pamplona también tranquilo, salvo alguna contadísima distracción del guía y cierta dificultad a la hora de aparcar “en recta lignea.” Y no cuentan tampoco las crónicas si le salieron a la dama arrugas de preocupación o canas de miedo, aunque no lo creemos, por ser mujer valiente y osada…
© Mikel Zuza Viniegra, 2010