Un polígrafo del siglo XIX que a mí me gusta mucho, Juan Iturralde y Suit, en su artículo para la Revista Euskara titulado "La caza en Navarra en los tiempos pasados", nos habla de un método cinegético bastante peculiar, al menos por estos pagos, aunque al parecer no en otros reinos vecinos, como el de Francia.
El caso es que cuenta que "los monteros, precedidos de los perros, recorrían el campo a caballo, llevando en la grupa un leopardo (hay noticias de que en aquella época, prolongando la confusión heráldica que siempre hubo entre ellos, denominaban así también a los leones, y de que también usaron guepardos a los que llamaban onza).
Cuando los perros hacían saltar la caza, soltábase al leopardo, que, perfectamente amaestrado, se precipitaba sobre su víctima, y entonces apeándose los cazadores, arrojaban a su terrible auxiliar un trozo de carne fresca, que devoraba este, abandonando su presa y volviendo a colocarse en la grupa del caballo.
Se sabe con certeza que Luis XI, Carlos VIII y Luis XII de Francia cazaban de este modo con frecuencia, y los leopardos que formaban parte de la montería real, estaban encerrados en un foso o cueva del Chateau d’Amboise, llamada de los Leones, nombre que generalmente daba el vulgo a aquellos terribles carniceros.
Estamos persuadidos de que tan extraño método de caza se usó también en Navarra, pues es sabido que en el magnífico palacio Real de Olite existía un lugar llamado "la leonera", donde se guardaban tan feroces animales.
Así se explica por qué Cárlos II, llamado El Malo, mandó hacer unas andas para llevarlos consigo cuando iba de viaje, costumbre que hasta hoy se consideraba como capricho propio del carácter que por algunos se atribuye a tan renombrado monarca, pero que puede explicarse naturalmente por su afición al arte de montería".
Esto de imaginarse a leones sueltos por los bosques o las praderas navarros en plenos siglos XIV y XV no puede dejar de sorprender, y podemos imaginar el terror y el respeto -probablemente ese sería el efecto principal buscado por los reyes- que infundiría la visión de un gran felino a una población que el animal más grande que habrían visto sería quizás un ciervo, máximo un oso, si es que vivían en la zona pirenaica.
Iturralde y Suit no encontró pruebas, no obstante, de que Carlos II, su hijo Carlos III el Noble o su bisnieto, el príncipe de Viana, llegaran a emplear los leones que mantenían en el palacio de Olite para cazar en sus habituales desplazamientos por todo el reino. Y no es raro, porque parece que quien sí pudo usarlos no fue ningún hombre, sino una mujer: precisamente la esposa del príncipe de Viana, Agnes de Kleves. Eso es al menos lo que puede pensarse tras la lectura de este documento fechado en febrero de 1446, que nos cuenta cómo los lebreles (los perros de caza) de la princesa fueron llevados al abad de La Oliva "para que los criase", pero también nos dice que una acémila (un asno o mulo de mucha fuerza) fue de Sangüesa a Olite "con los pericos de la princesa y el león".
Y podría pensarse que al transcriptor se le ha olvidado añadir una "r" a la palabra "pericos", pero no, los periquitos y papagayos formaban parte de cualquier corte principesca medieval que se preciase, y tanto las aves "exóticas" (en aquel tiempo lo eran, y mucho) como los leones, solían ser regalo frecuente entre príncipes para demostrar su poderío y su capacidad comercial. En el caso navarro, casi todos eran regalados por nobles aragoneses, corona que entonces compartía fronteras mediterráneas con la rivera musulmano-africana. De hecho, en mi primer libro: "Crónicas irreales del Reyno de Navarra", incluí un cuento sobre el regalo auténtico que recibió el príncipe de Viana de unos búfalos africanos que acabaron escapándose en Tudela, aunque yo hice que la fuga transcurriese en Pamplona, en plenos Sanfermines...
Lo que queda confirmado es que el león o leones -inolvidable "Marzot", que tantos siglos después sigue dando que hablar, protagonizando ahora mismo la nueva novela "Diez mil heridas" del gran Patxi Irurzun- de los reyes de Navarra no permanecían todo el año en Olite, sino que los llevaban también en las comitivas regias como si fueran uno más de los miembros de la familia real.
De esta manera, que participase en cacerías es lo más probable, sobre todo teniendo en cuenta -según la profesora María Narbona- que Agnes de Kleves fue la primera princesa navarra de la que se tiene noticia que incluyera un cazador en su hostal, en julio de 1441, prácticamente recién llegada al reino, lo que quiere decir que ya era aficionada a la caza cuando de niña vivió en la corte de sus tíos, los Duques de Borgoña, la más lujosa de Europa, donde debió nacer igualmente su gusto por las joyas y los vestidos caros, por la equitación y por la danza, costumbres que mantuvo e incrementó tras su llegada a Navarra para casarse con Carlos de Viana, pues no en vano ambos iban a ser los futuros reyes de Navarra. Aunque ya se encargó Juan II de Aragón de que tan legítima aspiración no llegara a realizarse jamás.
De ahí el nombramiento de Per Arnaut de San Pelay, y de ahí también el que la princesa tuviera los perros de caza que el abad de la Oliva (los monjes siempre tenían conocimientos de Albeytería y Veterinaria) debía criarle. Y de ahí también que, a partir de ahora podamos incluir, entre lo poco que se conocía de Agnes de Kleves (aunque en "Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar", descubrí varias noticias completamente nuevas sobre ella, alguna nada halagüeña para la pobre princesa) esta posible inclinación suya por la caza con leones entre Olite y Sangüesa que, dado el gusto de la corte de Navarra por lo fantasioso y mitológico, casi la transformaría (a los ojos de sus contemporáneos) en una amazona rediviva, tan belicosa como aquella reina Pantasilea que se enfrentó a Alejandro Magno, o como aquella no menos legendaria reina Hipólita que luchó en buena lid contra Hércules.
No obstante, no quiero acabar sin expresar, como cualquiera que me haya leído alguna vez debe saber ya, que aborrezco profundamente la caza, aunque comprenda que para los nobles de la Edad Media, su práctica fuera un símbolo de status y una manera de mantenerse en forma, mientras que para el resto de la población era un medio de pura supervivencia. Así que maldigo a todos esos y esas -algunos incluso presumen de tener la cabeza coronada, aunque desde luego nada amueblada- que ahora mismo viajan a Africa para asesinar los pocos leones que allí quedan con el único objeto de sacarse una mierda de foto, y les deseo desde aquí que ojalá se infecten de la cepa más agresiva del virus del Ébola y fallezcan entre los dolores más espantosos que puedan imaginarse.
Que conste.
Que conste.
León tallado en la tumba del rey Carlos III el Noble por Jehan de Lomme hacia 1415, inspirándose probablemente en uno de los que vivían en el palacio de Olite |
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019