Y no creáis que es una obra de arte cualquiera, porque formó parte originariamente nada menos que del retablo de la capilla del palacio real de La Almudaina en Palma de Mallorca. La encargó el rey Pedro IV de Aragón -llamado "el Ceremonioso"o "el del Punyalet"- cuando conquistó aquel reino insular y lo unió para siempre a su corona, en el año del Señor 1349.
El motivo central del cuadro es una representación de Santa Ana con la virgen niña en su regazo, enmarcada por cuatro figuras de santos entre las que destaca una hermosa santa Catalina de cabellos rubios, vestida de esmeralda con forro carmesí. Y ya se sabe que la que con verde se atreve, por guapa se tiene...
El caso es que están también representados varios escudos en la tabla. Y después de tantas entradas en este blog mío, ya sabéis que la heráldica es un tema que me interesa bastante, más aún si se trata de la del reino de Navarra, que es precisamente la que aparece en primer lugar, en el sentido de lectura habitual.
En 1328 accedió al trono navarro una nueva dinastía: la de Evreux, que se encontró con la misma dificultad con la que constantemente se habían topado sus predecesoras: la ambición de Castilla por hacerse con este pequeño, pero siempre codiciado, reino. Para evitarlo, Juana II y Felipe III tiraron de la única riqueza que Navarra acreditaba ya desde tiempos de Sancho VI el Sabio: su abundancia de princesas casaderas, cuyos matrimonios podrían garantizar las alianzas políticas que frenasen los proyectos castellanos de conquista.
Y, efectivamente, Juana y Felipe tenían tres hijas: Juana, María e Inés. Y tres hijos: Carlos, Felipe y Luis. Y todos ellos tendrían vidas de lo más asendereadas...
Apenas llegados a Pamplona, ofrecieron pues al rey Alfonso IV de Aragón casar a su heredero el príncipe Pedro -que contaba diez años-, con la mayor de sus hijas, Juana. Con eso buscaban conseguir el apoyo aragonés ante cualquier intentona de Castilla. Sin embargo, el acuerdo, sellado entre ambas familias en 1329, estuvo a punto de romperse porque la infanta Juana, bien porque no quiso casarse o bien porque prefirió un marido más poderoso, decidió profesar en el monasterio de Longchamps, donde vivió hasta una edad muy avanzada.
Sin embargo Navarra seguía igual de amenazada, así que los reyes Juana y Felipe corrieron turno y tras años de arduas negociaciones ofrecieron al aragonés -que entretanto ya había sucedido a su padre- a la segunda de sus hijas: María, que en ese año de 1336 en que quedó fijado el compromiso contaba solamente con diez años de edad. Es decir, que su futuro marido le llevaba siete...
Sí, desde luego no puede decirse que la vida de una princesa medieval fuera demasiado envidiable: consideradas únicamente como mercancía y como prenda de pactos políticos tras los cuales podían acabar en los brazos -y en la cama- de esposos mucho más viejos que ellas. En ese sentido, María tuvo mucha más suerte que su hermana menor, Blanca, que cuando contaba 16 años acabó casada con Felipe VI de Francia, que le llevaba nada más y nada menos que cuarenta años de diferencia...
Como el matrimonio pactado entre María y Pedro no podía consumarse aún, el futuro marido exigió que la novia residiese lo más cerca posible de Aragón, así que la princesa pasó a residir en Tudela hasta que en 1338 cumplió los doce años, fecha en la que finalmente se celebró la boda.
Pedro tenía ya fama bien ganada de colérico y malhumorado, pero también era un amante del protocolo y del lujo, y dispuso que se regalase a la novia -cuya dote ascendía a la astronómica cifra de 60.000 libras de sanchetes, que a Navarra le llevó cinco años poder pagar- una corona, seis anillos con esmeraldas, zafiros y diamantes y además la posesión completa de las ciudades de Tarazona, Jaca y Teruel, con todas sus rentas.
La ceremonia iba a celebrarse en Zaragoza, pero María enfermó (¿o más bien sintió el lógico miedo de una niña de doce años ante la obligación de casarse, aunque fuese para defender a su país, y no quiso seguir adelante?), y su comitiva se detuvo a medio camino: en un pueblo llamado Alagón. El caso es que el despacienciado Pedro no quiso aguardar y se presentó allí acompañado por un obispo para que la boda se celebrase cuanto antes. Pobre María...
Cinco años más tarde, ella quedó embarazada por primera vez, y para celebrarlo su marido ordenó la confección de un maravilloso libro de horas hecho ex profeso para ella, que afortunadamente se conserva hoy en día en la Biblioteca de Venecia, y que pasa por ser uno de los más bellos realizados jamás. Fueron sus autores prácticamente los mismos que los de la tabla mallorquino-lisboeta: Jaume Ferrer Bassa, su hijo Arnau y otro maestro de nombre olvidado que hoy se conoce como Baltimore, por ser esa ciudad norteamericana donde se conserva un retablo pintado por él. Como digo, es una joya bibliográfica de primer orden, que demuestra el amor que el rey tuvo por su esposa, algo que como es lógico suponer, no sucedía prácticamente nunca en los matrimonios regios...
Libro de Horas de María de Navarra. hacia 1343 |
Nos queda para recordarla ese citado libro, que va para siempre ya unido a su nombre, y en el que aparecen frecuentemente dibujadas las armas de Navarra, partidas con las de Aragón, como correspondía a una mujer, cuyas armas heráldicas siempre se representaban detrás de las del marido. Y también la pintura que hoy día se conserva en Lisboa, pues son al fin y al cabo las mismas armas las que aparecen en la tabla y las representadas en el libro. Esas armas que muchos en la actualidad se resisten a aceptar que representaban a Navarra, y no sólo a tal o cual rey o princesa. Pero luego volveré sobre este tema...
Aunque existe otro pequeño detalle: según la tradición católica, Santa Ana es la patrona de las mujeres que se ponen de parto, así que el rey de Aragón quiso invocar su protección en el retablo principal de la capilla real de Mallorca para poder lograr, al fin, el ansiado heredero varón. Y sólo le costó tres mujeres conseguirlo...
Ahí está pues el sentido y la explicación de la tabla que tanto llamó mi atención en Lisboa: es un recordatorio que el rey Pedro IV quiso tener, o bien para sus sucesivas esposas, o bien para su complicada trayectoria matrimonial. Y eso que aún enviudaría y se casaría una cuarta vez, en 1377 con la noble catalana Sibila de Fortiá, cuyo escudo no aparece en la tabla por la sencilla razón de que Jaume Ferrer Bassa y su hijo Arnau, que fueron quienes comenzaron a pintar el cuadro, fallecieron ambos por la peste negra en 1348, así que tuvo que ser su discípulo Ramón Destorrents quien la terminase y quien incluyese el escudo siciliano de la reina Leonor, que recordemos que se casó con el rey Pedro en 1349.
Así pues, los tres escudos de Aragón representan al rey, y los otros tres a sus tres esposas: María de Navarra, Leonor de Portugal y Leonor de Sicilia. Naturalmente, la presencia de las armas de Portugal fue lo que probablemente animó a los rectores del Museo de Lisboa a hacerse en pública subasta con la tabla a principios del siglo XX. Así que ya veis a qué puede conducir una tranquila y más que recomendable visita a un museo tan maravilloso como lo es el de Arte Antiga de Lisboa: a desentrañar todo un culebrón medieval como este del que os he hablado. Al menos a mí a esto me condujo para, me temo, aburrimiento letal de mis hipotéticos lectores.
Sin embargo no quisiera dejar sin comentar lo que antes sólo dejé esbozado: esa manía de muchos de negar en la actualidad que Navarra haya tenido bandera o emblema que la representase, porque ese símbolo por todos conocido del carbunclo y la flor de lis con la banda roja y blanca no representaba a la comunidad, sino al rey, olvidando -me temo que premeditadamente- que en aquella época medieval el rey y el reino eran la misma cosa.
Podría dar yo muchos ejemplos de ello, pero me conformaré con dos, que por su peso bastarían para abrir los ojos y la mente de quien quiera ser convencido. De quien no quiera, ya sé que ni aunque bajara del cielo Teobaldo I a cantarle lo iba yo a conseguir. Argumentaré primero que cuando el rey Carlos II (el hermano de María, precisamente) fue aclamado en 1358 en las calles de París, la multitud congregada lo hizo al grito de Navarre, Navarre!, y no al de Charles, Charles!, por la razón que ya he dado: porque el rey y el reino eran la misma cosa, así que malamente podían tener emblemas distintos, porque ambos representaban lo mismo a ojos de quienes los contemplaban.
Pero no se vayan todavía que aún hay más: la dinastía de Evreux gobernó en Navarra entre 1328 y 1479 (como es mi costumbre, incluyo al príncipe de Viana y a sus hermanas Blanca y Leonor en la cuenta), de tal forma que, con el paso de tanto tiempo, sus armas: el cuartelado 1 y 4 carbunclo pomelado y 2 y 3 sembrado de flores de lis con banda componada de gules y plata, se acabaron convirtieron en las armas que todo el mundo (es decir: toda Europa) reconocía inmediatamente como propias de Navarra.
Real de oro de Catalina I de Foix y Juan III de Labrit |
Gros de plata del príncipe de Viana |
Gros de plata de Juan II de Aragón |
Ducado de oro de Fernando I de Aragón |
Por supuesto no tienen por qué aceptarlo ni compartirlo, porque al fin y al cabo un símbolo es algo unido habitualmente a un sentimiento, y ninguna persona ha de verse obligada a sentir nada que no quiera, aunque tampoco tiene que empeñarse en obligar a los demás a que acepten como dogma lo que no es cierto.
Pero vale ya de tostones históricos, porque realmente de todo este asunto con el que os he aburrido hoy, el sentimiento con el que quiero quedarme (y con el que me gustaría que os quedaseis vosotr@s también) es con el de terror que probablemente experimentó la pobre princesa María, obligada a casarse con sólo doce años, como desgraciadamente sigue ocurriendo todavía hoy en muchos lugares del mundo.
Y si un pequeño escudo en una esquina de una tabla del siglo XIV en la que casi nadie repara, sirve para que -al menos por un instante- recordemos lo que están sufriendo esas pobres niñas, todo este rollo que os he metido habrá servido para algo.
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016