Blasco de Aderiz era hijo de un rico caballero, tenente por el rey de los términos de Eusa, Makirriain y Aderiz, al otro lado del monte Ezkaba. Y tenía la costumbre de llegarse hasta Pamplona, donde su familia poseía también una heredad situada entre los puentes de la Magdalena y San Pedro -justo debajo del Redín y del portal de los peregrinos que vienen desde Francia- completamente rodeada por una cerca muy alta.
Y desde allí subía al mercado de Santo Domingo, pues
mucho le gustaba andar en tales aglomeraciones y saturar todos sus sentidos con
el griterío de las gentes, el colorido de las aves, el olor de los quesos de
cabra y oveja, y el recio sabor de los vinos que en dicho y bullicioso lugar se
ofrecían a quien tuviese dinero para pagarlos.
Y conoció allá dentro a una guapísima vendedora de frutas
que Ainara de Zabalza se llamaba, y de la que quedó perdidamente enamorado.
Mas por ser de natural tímido no se atrevía a requerirle amores
a aquella por quien su corazón tanto sufría. Tan sólo, y únicamente con el
objetivo de cruzar unas palabras con ella, le compraba cada día una buena
cantidad de frutas: los lunes manzanas verdes del Baztán, los martes dulces
toronjas de Olite, aromáticos membrillos de Tudela los miércoles, bermejas
granadas sangüesinas los jueves, y uvas tintas de Miranda los viernes.
Y con el “¿qué va a ser hoy?” y el “muchas gracias,
caballero” que aquella beldad le dedicaba, él tenía bastante ilusión para ir tirando
hasta el siguiente día.
Muy preocupado por el futuro de su casa y linaje, trató
entonces su anciano padre de casarlo con la palaciana de Sorauren, que era dama
muy puesta en razón. Pero Blasco no tenía ya ojos más que para su venus del
mercado, a la que seguía adquiriendo puntualmente tantos kilos de fruta, que
nadie entendía dónde podía después guardarla, pues lo cierto es que –quizás por
tanta desazón- Blasco estaba cada vez más flaco.
Y mucho se habrían sorprendido si hubiesen sabido que
realmente a Blasco no le gustaba ni le había gustado nunca la fruta, sino que
cada noche la enterraba toda en su finca entre los puentes de la Magdalena y de
San Pedro, pues lo cierto es que no la compraba más que por poder cruzar sus
ojos con los de la bella Ainara.
Y murió su padre, y al convertirse él en dueño de los
palacios de Aderiz, Makirriain y Eusa, no tardó en venderlos para poder seguir
comprando cada día más cantidad de fruta a su secreto amor, de tal suerte que
acabó Blasco cayendo en la ruina más absoluta, pues sólo se quedó con su pieza
bajo el portal de los peregrinos que vienen desde Francia, mientras que Ainara fue haciéndose a su vez tan
rica que no tardó en ser pretendida por uno de los doce ricoshombres que el
Fuero cita. Así que cerró para siempre su tienda y se casó con don García
Almorabid.
Y veían las gentes al desconcertado Blasco deambular a
todas horas por los alrededores del mercado, buscando sin duda a aquella que
ahora habitaba tan tranquila en el castillo de los muy nobles Almorabid.
Hasta que un día cayeron en la cuenta de que hacía mucho
tiempo que no se le veía por ningún sitio. Y bajaron entonces hasta su finca,
donde por mucho que tocaron en la puerta nadie les abrió. Así que decidieron
echarla abajo y lo que contemplaron los dejó boquiabiertos, pues se vieron de
pronto en medio del mayor vergel que haya conocido el mundo desde aquel otro
que dicen que hubo entre los ríos Tigris y Eufrates, y es que toda aquella
fruta que Blasco había ido enterrando, había brotado ahora con tal fuerza y
vigor que milagro era que las ramas de todos aquellos hermosos árboles no se
quebraran por el peso de tanto fruto.
Y allá al fondo, justo debajo del manzano más grande,
hallaron también a Blasco, muerto y consumido no se supo nunca si de amor o de
hambre, si es que no son ambos conceptos la misma cosa.
© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014