Foto de Zolina, de EstudioOberón.com |
Desde bien pequeña supo la infanta Constanza qué cosa es el dolor, pues tiró tan fuerte de su pierna la comadrona para sacarla del vientre de su madre, que le dislocó para siempre la cadera, y por más remedios que los físicos de su padre, el sabio rey Sancho VI, intentaron muchas veces, nunca pudo correr tras sus hermanos Sancho, Fernando, Blanca y Berenguela, pues simplemente andar un corto trecho le provocaba ya muy grandes dolores.
Pero si bien no podía aventajarlos a campo abierto, sí que era la más despierta e inteligente de todos ellos, cosa que no pasó desapercibida jamás para sus padres, que fomentaron siempre la viveza de ingenio de su hija mayor proporcionándole todos los libros que fuesen menester para que el tiempo de convalecencia tras cada infructuosa intervención de los médicos se le hiciera mucho más llevadera.
Y pasaron así los años, y no sin amargura tuvo que aceptar que los estratégicos matrimonios diseñados por el rey para sus hijas la dejaban invariablemente al margen, pues, al fin y al cabo ¿quién querría a una princesa coja? Así que mientras Berenguela y Blanca volaban a las afamadas cortes de Inglaterra y Champaña, ella debió permanecer al lado de sus ya muy ancianos padres, a los que cuidó hasta que murieron.
Y cuando el rey don Sancho estaba a punto de pasar a mejor vida, le pidió que lo mismo que había hecho con ellos hiciera ahora con su hermano Sancho, cuyo mediocre entendimiento no presagiaba nada bueno para Navarra. Y acató Constanza su nueva misión resignadamente, pues efectivamente el nuevo rey no destacaba más que por su descomunal altura.
Y a ratos le dio miedo que las gentes se rieran y pensaran de ellos lo mismo que se piensa de esas atracciones que se muestran en las ferias de Pamplona: "¡¡¡Damas y caballeros: pasad y ved algo verdaderamente singular:una princesa coja y un rey gigante!!!".
Mas toda esa ciencia aprendida durante los dolorosos años de infancia, le sirvió ahora para guiar a su desastrado hermano Sancho, que asombró a muchos con su inesperada pericia a la hora de gobernar, aunque más se hubieran sorprendido si hubiesen sabido que en realidad era Constanza quien diseñaba la política del reino.
Y el fortísimo monarca estaba tan contento, que concedió a su hermana muchos títulos y señoríos para que pudiera sostener con más honor y prestigio su casa. Y entre ellos estaba la tenencia del palacio de Zolina, que es pueblo muy hermoso y cercano a la capital. Así ella podria disfrutar de la paz de aquellos contornos y él tenerla cerca ante cualquier crisis de gobierno que pudiera presentarse.
Y mucho le gustó efectivamente a la infanta aquel lugar, aunque era obvio que el palacio necesitaba un adecentamiento urgente, pues había servido de prisión hasta hace muy poco. Pero ahora ya no quedaba nadie encerrado en sus mazmorras.
¿Dije nadie? Pues me equivoqué, porque al parecer aún quedaba un hombre en el calabozo. Y cuando Constanza ordenó sacarlo de aquella oscura zahurda, vieron todos los presentes al hombre más barbudo que se haya visto en el mundo desde el tiempo de los patriarcas, pues eran muchos los años que llevaba allí metido. Y el soldado que tenía la misión de darle de comer todos los días sólo sabía de él que era un aragonés al que el padre de la infanta había ordenado encerrar allí por cuestiones ignoradas, aunque se rumoreaba que era por haber conspirado para que Navarra acabase dividida entre Castilla y su país natal.
Otros decían, sin embargo, que era un juglar que había cantado cosas muy feas y deshonestas sobre el antiguo rey, y que por eso éste lo mandó encerrar y que tirasen la llave de su celda a la cercana y procelosa balsa junto al palacio, pero nadie lo podía asegurar a ciencia cierta, ni siquiera el propio prisionero, pues a ratos parecía tener demasiados pájaros anidando en su sesera, y lo mismo hablaba entusiasmado de su próxima embajada ante el Kan de los tártaros, que recitaba de memoria la obra poética completa del trovador Giraut de Borneilh.
El caso es que cuando lo afeitaron, resultó que no era nada mal parecido el cautivo. Y cuando de rodillas besó la mano de su benefactora, y se puso a cantarle:
No posc sofrir c'a la dolor
De la den la lenga no vir
E.l cor ab la novela flor,
Lancan vei los ramels florir
E.lh chan son pel boschatge
Dels auzeletz enamoratz,
E si tot m'estauc apensatz
Ni pres per malauratge,
Can vei chans e vergers e pratz,
Eu renovel e m'assolatz. *
Cayó Constanza rendida de amor ante aquel hombre que nadie sabía de dónde había podido venir. Y como aquél ya no era tan mozo que no supiese que las princesas no caen del cielo, en mucho se tuvo porque una tan dispuesta como aquella se hubiera fijado tanto en él, que hacía muy poco no era más que un condenado en vida.
Y así fueron los dos convirtiendo aquel palacio de Zolina en un pequeño vergel de poesía del que no apetecía salir para nada. Y cuando ante las ausencias cada vez más prolongadas de Constanza, los asuntos de la corte fueron tambaleándose hacia el fracaso más notorio, muchos envidiosos fueron a pedirle al sobrepasado rey Sancho VII que acabase con aquél escándalo protagonizado por su hermana, que al parecer vivía amancebada con un desconocido.
Y hasta Zolina que fue el soberano montado en su mula, pues era tan grande que ningún caballo podía soportar su peso, y mucho reconvino a Constanza por haber desatendido las labores de gobierno, mas hubo de admitir las justas razones de su hermana, que siempre se había desvivido por su familia: primero por sus padres y ahora por él mismo.
Por tanto ahora nadie podía echarle en cara nada de lo que hiciese o dejase de hacer, y así pues, y si quería que siguiera guiándole en las intrincadas selvas de la política, haría bien el rey en apoyarla y en respetar su felicidad junto al embajador juglar preso, al preso embajador juglar o lo que quiera que fuese aquél hombre, que le había demostrado con su amor que hay cojeras mucho peores que las de las piernas, como son las que anquilosan el corazón, y que de este último tipo era la que evidentemente padecían quienes les habían denunciado.
Y en cualquier caso, pensase lo que pensase él, ella seguiría haciendo lo que le pluguiese, que mucho le había costado alcanzar esa felicidad de la que es cosa sabida que no gozaban ni su hermana Berenguela ni su hermana Blanca, como para perderla ahora por las habladurías de tan tiñosos cortesanos.
Y aunque Sancho no era muy despierto, comprendió la sensatez y el acierto de las palabras de Constanza, así que desde aquel momento puso bajo su completa protección a la pareja, y ya nadie más se atrevió a elevar maledicencia alguna contra ellos.
Y para que a todos quedase clara su postura, envió a Zolina a su mejor escultor para que tallara una advertencia de piedra que todo el mundo pudiese contemplar: un capitel en la torre donde se ve a los dos enamorados de medio cuerpo -que no hacen falta piernas para según qué cosas-, muy alegremente abrazados y besándose despreocupadamente al sol del verano, ese que tanto echaba en falta el desconocido en su mazmorra. Y al lado de ellos, como demostración del mandato regio, el águila poderosa de su mismo emblema, que bajo sus fuertes alas acoge a la feliz pareja.
Fotografía de Andrés Ortega |
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Foto de Andrés Ortega
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*No puedo evitar el dolor,
ni impedir que mi lengua vuelva a cantarlo,
como vuelve mi corazón a la nueva flor,
cuando retoñan las hojas y
se oyen por el bosque otra vez los trinos
de los pájaros enamorados.
Y aunque esté triste y pensativo,
cuando oígo esos cánticos
y veo esos prados florecidos,
yo también revivo y quedo reconfortado.