Pamplona, reunión de las Cortes de Navarra, 6 de febrero de 1457
Y van entrando protocolariamente en el salón -decorado con los estandartes del reino y de la dinastía de Evreux-, primero los prelados representantes del estado de la clerecía, después los barones, ricoshombres, caballeros, fijosdalgos e infanzones, y finalmente los hombres de las ciudades y de las buenas villas, que están allí en nombre de todo el pueblo de Navarra.
Mas todos ellos representan únicamente a la parcialidad beamontesa, pues la ceremonia que va a tener lugar aquí esta noche es la proclamación como soberano del príncipe de Viana, perseguido a sangre y fuego por su propio padre, que usurpa la corona sin derecho alguno.
Así, a don Carlos IV no le reconocerán la mitad de sus súbditos naturales. Pero lo que importa es el gesto: atreverse a desafiar al falso rey enarbolando la bandera de la justicia, como aquellos romanos que libraron a su ciudad de la tiranía de Julio César...
¿Pero dónde está don Carlos? -comienzan a preguntarse los congregados. ¿Habrá ido a comprobar personalmente la buena ley de las preciosas monedas acuñadas a su nombre? ¿Estará vistiéndose con las galas que ordena el Fuero para semejantes ocasiones? ¿Habrá ido quizás a rezar a la capilla, como dicen que hacen todos los matatoros en la cercana plaza del Castillo antes de enfrentarse a las resabiadas reses traídas de la Ribera? ¿No será que ha caído en una nueva emboscada de su perverso progenitor?
¡Basta de rumores! -exclama don Juan de Beaumont, el prior de la orden de San Juan de Jerusalén-. ¡Que se le busque por todo el palacio!
Y salen raudos de la estancia ujieres, guardias y criados a cumplir el imperativo mandato recibido. Nada en la capilla, nada en la ceca, nada en el guardarropa y no hay noticias tampoco de un asalto agramontés, así que empiezan a desesperar de encontrarlo...
Y no lo harían si saliesen a la calle, que allí, casi tocando a la esquina del edificio que mira hacia la Taconera, y a la blanquecina luz que la luna llena vierte desde el cielo, está el príncipe acompañado por Maria de Armendariz, su verdadero y único amor. Así le habla ella:
-Ya no tenemos tiempo, pronto saldrán a buscarte y, si te vas con ellos, te apartarán para siempre de mí. No estamos en tierra de moros: aquí un rey sólo puede tener una reina a su lado, y para todos esos partidarios vuestros, no tengo la sangre suficientemente noble. Debes decidirte, aunque sólo sea por una vez en tu vida...
-¿Crees que no sé que sería yo mucho más feliz a tu lado que enrolado continuamente en quimeras políticas como esta supuesta coronación que me aguarda? No tengo duda alguna de ello y espero que tú tampoco. Pero, si por puro egoísmo abandono a quienes hasta ahora me han seguido, ¿para qué habrán muerto muchos de ellos? ¿Cómo podría volver a mirar a la cara de quien perdió a sus hijos en la batalla de Aibar por mantener mi causa? Y quizás a mí me absolverían, pero a ti destinarían su odio más punzante y, sin conocer nuestra verdad o quizás por pura envidia de nuestra felicidad, te acusarían de haberme apartado de mi verdadera misión, que es liberar a Navarra del yugo de la opresión. No, no he de consentir ese destino para ti, María.
-Te preferiría tan indeciso como siempre, Carlos. La corona es sólo un pedazo de latón dorado: no podrás leerle versos junto al fuego, no te abrazará en las noches de invierno, no llorará por ti cuando te alejes y nunca tarareará a tu oído esta música...
Y saca de un bolsillo una pequeña caja de música que él le regaló que, al abrirse deja sonar unas hermosísimas notas que llenan el corazón del príncipe de pesadumbre:
Y cuando la melodía se apaga se produce un silencio que presagia cualquier posibilidad, pues parece que Carlos va a aceptar seguir la voz de su corazón, y por tanto de María, que no cesa de repetir: "Ven conmigo, Carlos", "Ven conmigo, Carlos", "Ven conmigo, Carlos"...
-¡Ven conmigo, Carlos! No es tiempo de galanterías, toda Navarra te espera en esa sala -brama su tío don Juan de Beaumont mientras lo arrastra hacia dentro en medio de una algarabía que no deja oír lo que los amantes debían decirse.
Y concluido el ceremonial, y mientras los gritos de ¡Real, Real, Real! resuenan por el recinto, se acerca don Carlos a la ventana, todos creen que por su natural modestia, pero en realidad lo hace para ver cómo se aleja lentamente María hasta desaparecer entre las callejuelas de la población de San Nicolás.
Y no puede dejar de pensar entonces en un poema de Eduardo Carranza, que siempre le importará mucho más que todos los títulos reales del mundo:
Te llamarás silencio en adelante.
Y el sitio que ocupabas en el aire
se llamará melancolía.
Escribiré en el vino rojo un nombre:
el tu nombre que estuvo junto a mi alma
sonriendo entre violetas.
Ahora miro largamente, absorto,
esta mano que anduvo por tu rostro,
que soñó junto a ti.
Esta mano lejana, de otro mundo
que conoció una rosa y otra rosa,
y el tibio, el lento nácar.
Un día iré a buscarme, iré a buscar
mi fantasma sediento entre los pinos
y la palabra amor.
Te llamarás silencio en adelante.
Lo escribo con la mano que aquel día
iba contigo entre los pinos.
-El poema del poeta colombiano Eduardo Carranza se titula "Es melancolía".
-La banda sonora de la película "El Nadador", es de Marvin Hamlisch
© Mikel Zuza Viniegra, 2013