Munarriz (valle de Goñi), 1 de enero de 1456
Tú mismo, que tanto presumes de ser historiador -otro más de los muchos oficios que te atreviste a desempeñar y que luego dejaste también olvidado-, sabes perfectamente que todos los cronistas que en el futuro intenten desentrañar (si es que alguno llega a interesarse jamás en tan tedioso asunto) qué pretendías conseguir en este recondito lugar, darán vueltas y más vueltas a polvorientos documentos y no lograrán asentar más que débiles conjeturas sin sentido alguno. Pues, ¿cómo entender que, en cinco años de guerra total contra su padre, el único asalto que se empeñase en afrontar personalmente el príncipe de Viana fuese precisamente éste?
No, nadie lo comprenderá dentro de setecientos años, igual que nadie lo comprende ahora mismo. Tampoco los pocos capitanes que todavía te siguen, que deben pensar que su señor, tras tantas derrotas y miserias sufridas ha perdido completamente la razón.
¿Pero por qué no les dices la verdad de tu presencia en estas agrestes alturas de Valdegoñi? Y no me refiero a que les hables de tácticas de asedio o de combate, que bien sabes tú que Munarriz no tiene importancia estratégica alguna, y no se creerían más tus cuentos. Ya no.
Mas es allí justamente, ante los muros de una diminuta aldea de montaña, aterido en medio del recién comenzado invierno, y tan quieto sobre tu montura como la estatua ecuestre que nunca habrán de dedicarte, donde tu memoria responde en secreto a la insoportable interrogación que martillea tu corazón: ¿qué haces aquí? ¿qué haces precisamente aquí, Carlos?
Y se despeñan entonces tus recuerdos por aquellas escarpadas laderas, rodando en furiosa avalancha hacia Pamplona. Y dentro ya de la ciudad, a su palacio real, a las navidades de hace diez años, que pesan tanto ya como diez siglos.
Y allá estás tú, preocupado por cómo demostrar a tu esposa Agnes que se equivoca, que lo que ella juzga devaneos tuyos con la dama María de Armendariz no son más que galanteos sin importancia alguna, pues a ella y a nadie más que ella profesas amor y devoción. Mas no se te ocurre en esta ocasión nada que pueda situarse a la misma altura que aquella vez extraordinaria en la que convertiste el palacio de Olite en galeón adornado con jarcias de oro torzal.
Y te asomas desesperado a la ventana, que al abrirse llena la estancia del gélido viento de finales de diciembre. Y entonces, desde el ignoto lugar donde tienen su nido las ideas descabelladas, te llega meridianamente clara la quimera que llevabas tiempo buscando. Y haces llamar a toda prisa a don Euclides de Eristain, maestro y preceptor de todas las ciencias aritméticas en la escuela de la catedral. Y a él y sólo a él explicas tu proyecto, con el encargo de que haga todos los cálculos precisos para poder llevarlo a la práctica cuanto antes, de tal forma que tras pasar toda la noche enfrascado en complicadísimas cábalas y computaciones -que lo mismo tienen en cuenta la distancia entre las sagradas ciudades de Roma y Jerusalén, que el número de los apóstoles multiplicado por el de las legiones de ángeles que dicen que acompañaron al emperador Carlomagno en la rota de Roncesvalles, y dividido a su vez por el de los caballeros y pares de la Fama que sirven de ejemplo a todos aquellos que alguna vez hayan de empuñar las armas, sumado a la cifra estimada de torchas que al año se encienden ante Santa María de Uxue-, acaban dando por resultado los mágicos guarismos que anhelabas.
Y con ellos en la mano, tú mismo saltas al caballo y cabalgas a toda prisa, cambiando de montura en Ororbia y en Arteta, para poder llegar a tiempo al Consejo de Buruzagis de Valdegoñi, que tus heraldos han convocado previa y urgentemente en Aizpun. Y tu propuesta es tan desusada y exige tales esfuerzos, que no parecen muy dispuestos a llevarla a cabo. Hasta que les ofreces perdonarles los tres próximos años de pechas y tributos, si cumplen esa misma noche tu extraño deseo siguiendo taxativamente las instrucciones precisas que en el pergamino del sabio don Euclides vienen muy claramente estipuladas.
Y mientras vuelves a palacio, todos los hombres y mujeres del valle, sin distinción de edad o de condición social, se afanan en hacer acopio de estacas, cordeles y sobre todo palas muy hondas y antorchas muy grandes, pues es el trabajo nocturno.
Y llegado a Pamplona, das aviso a los vigías de las torres de la catedral, de San Cernin y de San Lorente, para que no se alarmen si esta noche ven moverse extrañas luces allá lejos, en la oscura tiniebla que seguirá al crepúsculo. Y esas lóbregas horas de la madrugada van pasando, mientras abrigado te asomas cada poco rato desde la ventana del salón de audiencias, pues hace días que Agnes no te franquea el paso a su aposento, y efectivamente contemplas como suben y bajan en lontananza lo que desde aquí lejos parecen meras chispas, pero que son en realidad flameantes teas cubiertas de resina para que alumbren más y durante más tiempo.
Y cuando llega el amanecer, vislumbras por fin lo que ningún otro loco amante, ni siquiera aquellos arrebatados Marco Antonio y Cleopatra de los que hablan los antiguos, fue capaz de llevar a cabo para mostrar a todo el mundo su enamoramiento.
Y corres a golpear la puerta de la habitáción de Agnes, que se niega a abrírtela. "No me importa -le dices-. Tan sólo te pido que mires por la ventana"...
Y lo que vio la princesa la dejó boquiabierta, pues allá lejos, en la ladera de aquellas montañas cuya maravillosa panorámica es privilegio de todos los monarcas que han habitado este palacio de la Navarrería, habías hecho amontonar la nieve caida las últimas semanas de tal forma que unidas por un corazón, pudieran verse desde toda la cuenca las iniciales de vuestros nombres: Karlos y Agnes. Para que nadie, ni siquiera ella misma, pudiese albergar ya nunca más dudas de tus verdaderos sentimientos.
Y todos los que contemplaron semejante prodigio, incluso los que no sabían leer, se alegraron por sus señores naturales, y lo entendieron como un presagio de buena fortuna para su futuro reinado.
Y lo cierto es que jamás hubo ya más puertas ni muros entre vosotros, hasta que Agnes murió en funesto año de desgracia de 1448. Ya nada fue igual para ti, pues ese año marcó también el comienzo de la guerra que todavía consume a Navarra, cuando tu mismo padre se atrevió a usurparte la corona.
Viviste desde entonces fugitivo en tu propio reino, corriendo de aquí para allá en pos del próximo y seguro fracaso. Hasta que un día oíste hablar a unos viejos refugiados de la guerra en el convento de Santo Domingo de Estella, de que se rumoreaba que en la aldea de Munarriz se conservaba todavía algo de la nieve de aquel corazón que tú habías hecho dibujar en los montes para Agnes.Y que quien conseguía hacerse siquiera con uno de aquellos asombrosos copos, sentía al instante recuperar el amor perdido.
Y contra la opinión de tu Consejo, que te recomienda atacar villas más importantes, y sobre todo más ricas, ordenas inmediatamente poner cerco y asedio a aquel pequeño pueblo. Y aquí estás ahora, en tu caballo cubierto con la gualdrapa que la misma Agnes tejió para que la llevases en tus torneos de gala: la que lleva bordado un sembrado de letras K y corazones con el lema "leal", en señal de que no lo hubo nunca más fiel que el tuyo....
¿De verdad has llegado a creer por un instante que aquel puñado de nieve valdrá alguna vez tanto como el puñado de cenizas que a estas alturas se habrán consumido ya en la cripta regia de la catedral? Ni siquiera tú puedes estar tan enajenado...
Prefieres no responderte a ti mismo. Pero te quitas el casco y la coraza, embrazas el estandarte real de Navarra, y te aproximas al muro que enconadamente defienden los aguerridos vecinos de Munarriz. No lo haces por impresionarles, que hace tiempo que tu única bandera es el recuerdo de la cabellera de Agnes ondeando al tibio viento de Olite, sino para servir de referencia plena a los arqueros y así ser herido como lo fue la doncella Juana en Orleans o, si hay más suerte, ser muerto como el rey Ricardo en Chalús, y acabar de una vez con esta desdicha...
Pero no hay piedad para los locos, así que nadie osa dispararle. Y entonces él les grita desgarradoramente:
-¡Devolvedme la nieve! ¡Devolvédmela, os lo ruego!
Y al principio nadie se mueve, pero luego, tímidamente, se abre el portón y una pareja de jóvenes sale a su encuentro para entregarle una cajita que lleva un corazón pintado en la tapa. Cuando el príncipe la abre, queda deslumbrado por el diamantino reflejo de una nieve que calienta. Así le hablan:
-Señor: conformáos con esta pequeña cantidad, y consentid que el resto quede bien resguardado en Munarriz. De tal suerte que todo aquél que lo necesite pueda reconfortarse en el futuro con esta nieve igual que vos lo estáis haciendo ahora.
-Muy justa me parece vuestra demanda, y podéis decir a vuestros amigos que en este preciso instante ordeno levantar el cerco. No tengo nada más que hacer aquí, y tampoco en este inhóspito reino repleto de encarnizados enemigos míos. Mañana mismo partiré para el exilio, y os prometo que sólo llevaré esta cajita conmigo. Pero antes de marchar, me gustaría saber vuestros nombres, por favor.
-Ella es Agnes, y yo soy Carlos, señor.
Y todo vuelve a empezar...
Y recién llegado como quien dice del precioso valle de Goñi, este cronista os desea que el año que está a punto de comenzar llegue cargado de nieve, que es siempre sinónima de bienes.
Feliz 2013.
© Mikel Zuza Viniegra, 2012